Las ciudades tienen la capacidad de proporcionar algo para todo el mundo, solo porque y solo cuando se crean para todo el mundo
– Jane Jacobs
Por fin era domingo y, como cada semana, en Toluca, la ciudad donde he vivido 20 años, la avenida principal se cierra durante seis horas. Las calles se llenan de bicicletas, mascotas y familias bajo un sol que, a 2,667 metros sobre el nivel del mar, no calienta, quema, y que no volverá a saludar hasta el siguiente fin de semana.
Seis horas que son un tesoro entre las banquetas hostiles, baches e inseguridad. Los domingos por la mañana, todo cambia: el centro se transforma en un ágora moderna llena de ruido, conversaciones, risas de los niños y música callejera, eso sí, reservado solo para aquellos que vivimos cerca del centro de la ciudad.
No es que en otros municipios no suceda lo mismo, sino que en una ciudad de 900,000 habitantes, más de 200 calles y el doble de banquetas, solo cierran una. Una calle, un día a la semana, para una ciudad entera. Para todas las personas que no viven a dos calles de Paseo Colón, no existe esa posibilidad. La privatización de nuestros espacios públicos erosiona el sentido de comunidad en México.
La privatización puede entenderse como la restricción del acceso libre a los espacios públicos, donde tenemos el derecho de disfrutar, encontrarnos con otros, ejercer la ciudadanía y desarrollar nuestro pensamiento cívico. Por lo tanto, la privatización de los espacios públicos en México limita la membresía, la influencia, la satisfacción de necesidades y la conexión emocional, los cuatro pilares de lo que llamamos comunidad.
Esto impide el desarrollo de lazos significativos entre los habitantes de una ciudad como Toluca al privarlos de espacios para compartir experiencias, intereses y preocupaciones comunes. La privatización de las calles y la transformación de plazas públicas en centros comerciales y de parques públicos en áreas restringidas desgastan el sentido de comunidad.
Las plazas públicas, concebidas originalmente como espacios de encuentro y participación ciudadana, han sido testigos de importantes movimientos sociales.
La relevancia histórica de plazas emblemáticas como la Plaza de los Mártires durante la guerra de independencia o la Plaza González Arratia, centro cultural del siglo XX, es innegable, y es que contar con espacios públicos de convivencia juega un papel importante en la memoria colectiva y la identidad urbana. Todas las enunciaciones y las manifestaciones toman lugar en la plaza pública.
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Y aunque los ejemplos históricos parezcan lejanos, apenas en 2018, el Antiguo Molino de la Unión se convirtió en Paseo el Molino, un elefante blanco en el corazón del zócalo de la ciudad. La privatización impuesta por intereses comerciales ha convertido muchas plazas en centros comerciales cerrados, desplazando la vida pública hacia ambientes controlados y mercantilizados, lejos de su función original como áreas de esparcimiento y recreación sin la necesidad de consumo.
Por otra parte, está la privatización de parques públicos. Ese parque 18 de Marzo donde iba a pasear a mi perro y jugar con mis hermanos ahora está enrejado, encadenado a partir de las diez de la noche, olvidado por el erario público y con un diseño urbano hostil. Un diseño que restringe la interacción ciudadana y desalienta la apropiación colectiva del entorno. Esta transformación no solo afecta la accesibilidad y disfrute de los espacios, sino que también reduce los lugares de encuentro y esparcimiento.
Resulta alarmante observar que, en la capital del estado más habitado del país, apenas se cuenten con 18 parques disponibles para el deleite y el esparcimiento. Ya lo decía Ebenezer Howard en su modelo de la ciudad jardín.
Él creía en un estilo de vida comunitario y cohesionado, en entornos naturales y diseñados específicamente para fomentar la conexión entre vecinos mediante la proximidad a parques y áreas verdes. En este sentido, el verdadero problema no radica en determinar si es factible crear ciudades con parques públicos, sino en reconocer los impactos negativos que la privatización conlleva para la cohesión social y el bienestar comunitario.
La falta de lugares accesibles reduce las oportunidades de interacción entre vecinos y contribuye a la fragmentación de la sociedad. Como resultado, nos vemos obligados a preguntarnos: ¿dónde se están desarrollando nuestros niños si ya no pueden jugar libremente en el parque?, ¿dónde interactuamos como adultos con nuestros vecinos? y ¿dónde nacen ahora los movimientos sociales, si no es en estos espacios que deberían ser para todos?
En un México cada vez más urbanizado y dividido, el cerrar la calle los domingos en Toluca nos recuerda que sí existe un anhelo profundo en nuestra comunidad: el deseo de más espacios que fomenten la conexión y la convivencia.
Esta experiencia semanal, donde las calles se llenan de vida y encuentro, revela una necesidad de recrear este ambiente no solo en el corazón de la ciudad, sino en todos los rincones de Toluca, en plazas públicas, en los parques y en las calles.
Es un llamado a devolverle a nuestras calles su verdadera esencia, de espacios diseñados para tejer uniones en lugar de segregar. La lucha por la revitalización de nuestros espacios públicos no solo es una búsqueda de lugares de recreación, sino un acto de resistencia que busca preservar nuestro sentido de comunidad, nuestro orgullo de llamarnos toluqueños.
Cristina Acosta Soto es parte de la comunidad de Girl Up México, una organización liderada por juventudes que capacitan, inspiran y conectan con otras activistas por la igualdad de género. Haz clic aquí para leer más sobre Girl Up México y su trabajo impulsando a jóvenes agentes de cambio.
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