El proceso de paz lleva años, y algunos creen que tendrá éxito, mientras otros lo descartan.
La desgracia de Sandra Gutiérrez tiene mucho que ver con su valentía. A sus 46 años, Sandra es una mujer fuerte y de voz firme, a la que no le gusta ser vista como víctima. Ello, pese a sus duras vivencias primero tras perder a familiares en ataques de las FARC, después como secuestrada de grupos paramilitares ultraderechistas en Colombia. «Todos los dolores son diferentes», dice cuando piensa en otras víctimas.
Sandra es de Villavicencio, una ciudad ubicada entre las montañas del departamento del Meta, a unos 80 kilómetros de Bogotá. Parientes suyos murieron a manos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), aunque también tuvo primos que militaron en la guerrilla marxista de origen campesino.
En 1996 perdió a su primer marido y a un hijo de año y medio en un ataque de las FARC. Más adelante, los paramilitares la tuvieron en cautiverio y la torturaron durante un mes, acusándola paradójicamente de ser «colaboradora de la guerrilla».
En esa época trabajaba en la llamada «zona de distensión» creada entre 1999 y 2002 en unos de los fallidos proceso de paz con las FARC, y se movía por ello en zonas donde operaba la insurgencia. En algún momento se atrevió incluso a rescatar a un secuestrado de manos de la guerrilla.
Fue hasta donde tenían el rehén y lo sacó a la fuerza, «por encima del que se me pusiera por delante», asegura. Cuando se levantó la «zona de distensión» y volvieron los combates, un informante la acusó ante las ya disueltas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) por su supuesta cercanía a la guerrilla.
Pese a su biografía, Sandra cree en el proceso de paz que el gobierno de Juan Manuel Santos lleva a cabo con las FARC en Cuba desde noviembre de 2012. Para muchos, las negociaciones son la mejor oportunidad de la historia contemporánea colombiana para acabar con el conflicto que ha dejado más de 220,000 muertos y unos 5.7 millones de desplazados en medio siglo de enfrentamientos.
«Todos somos víctimas», dice Sandra, decidida a hacer algo por la reconciliación. En la fábrica de ladrillos que tiene en las afueras de Villavicencio da trabajo a desmovilizados, entre ellos a antiguos combatientes de las FARC. «Ellos tienen muchas necesidades, y una de ellas es el trabajo», dice. «Pero tienen un problema muy grande: cuando sus contratantes se dan cuenta que son desmovilizados, inmediatamente los echan de las empresas».
Diana Forero, de 39 años, es una de esas desmovilizadas. En 1999 se alistó con las FARC porque se sentía marginada por ser pobre. A los 16 años llegó sola a Bogotá para ir a la universidad. Tenía que trabajar en un restaurante mientras estudiaba y perdió finalmente su plaza universitaria por faltar mucho a clases.
«Cuando me echaron yo como que me llené de rabia», dice. En 1999 decidió irse al monte en la zona del Caquetá, limítrofe con el Meta, para unirse a la guerrilla. Después de unos días vio al «Mono Jojoy», el líder insurgente abatido en 2010, que le permitió quedarse.
Una década después, sin embargo, se fugó con su pareja porque estaba embarazada y querían forzarla a abortar. Hoy trabaja para una agencia estatal que busca empleo para otros desmovilizados.
A Sandra Gutiérrez la conoció hace unos años en un foro de víctimas. Cuando oyó su historia se quedó «aterrada», dice. «Sentí vergüenza de pensar que personas como yo le hacíamos daño a personas como ella». El esposo de Diana trabaja hoy en la fábrica de Sandra.
La reconciliación, en cambio, parece más difícil para María Zanabria, una de las «Madres de Soacha». Zanabria, de 54 años, perdió a su hijo de 16 en el escándalo de los llamados «falsos positivos» de 2008. Varios jóvenes del suburbio de Soacha, en las afueras de Bogotá, fueron entonces secuestrados y asesinados por militares para después ser reportados como supuestos guerrilleros caídos en combate.
Zanabria no cree en el gobierno ni en el proceso de paz. La muerte de su hijo se debe a «una política de Estado», asegura. En esa época el presidente Álvaro Uribe pedía «grandes resultados» a los militares, dice. Por eso, su mayor satisfacción sería ver al exmandatario «tras las rejas», señala con amargura sentada en una café en Bogotá. Tampoco confía en el actual jefe de Estado. Los discursos de Santos son «para otros países, no para el pueblo».
Luz Marina Carmona sí está dispuesta a perdonar, aunque considera que lo más importante es que el Estado garantice que nunca se repita lo que vivió el día de su cumpleaños 34, el 10 de octubre de 2001. Unos 40 paramilitares entraron entonces en su pueblo, Alaska, un caserío pobre ubicado a las faldas de la Cordillera Central en el Valle del Cauca.
Mataron a 24 personas, entre ellos a su hijo Jhon Fredy, entonces de 18 años. Los atacantes sacaron a todos de sus casas y separaron a mujeres y niños antes de ejecutar a los hombres. «No oímos quejidos, no oímos gritos», recuerda Luz Marina. Una versión de por qué ocurrió la masacre es que los paramilitares querían quitarse de encima la presión del Ejército en un frente cercano desviando la atención de la autoridades hacia ese pueblo.
Alaska está ubicado en una comunidad llamada La Habana, igual que la ciudad cubana en que ahora se negocia la paz, en el municipio de Buga, a unos 260 kilómetros de Bogotá. Luz Marina trabaja hoy para intentar borrar el «estigma» de la masacre en su comunidad.
Héctor Martínez, por su parte, espera que un eventual acuerdo de paz lleve a Alaska también el desarrollo económico. «No tenemos ni dónde vivir», dice, sentado al lado de una valla con un alambre de púas. Héctor fue uno de los tres supervivientes de la matanza de 2001. «Eso fue un día miércoles», recuerda nítidamente. Trabajaba en el campo cuando vio llegar a los paramilitares.
Él se salvó gracias a que pudo huir a gatas y tirarse por un despeñadero después de que los atacantes abrieran el fuego. «Caí al río y me fui por la montaña», cuenta. Estuvo dos años en Cali, a unos 40 kilómetros, antes de volver a Alaska porque la vida en la ciudad era muy dura. «La paz no se hace con hambre», cree el campesino de 51 años y rostro curtido por el sol.
(En la imagen principal de este artículo, Héctor Martinez, en los campos cercanos a su casa en Alaska).
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