El río Congo es la vía principal para cruzar el corazón de África… para aquellos que se atrevan a usarlo.
El barco se desplaza bajo un cielo lleno de estrellas. Se abre paso por un cuerpo de agua que unas veces parece oceáanico y otras apenas poco más que un arroyo poco profundo, por lo cual es arriesgado. Para quienes están a bordo, esas consideraciones -qué es prudente y qué es legal- no son del todo insignificantes. Sin embargo, a final de cuentas, hay una regla por encima de todas las demás: en el río Congo uno hace lo que tiene que hacer.
El barco va peligrosamente sobrecargado. Empuja tres barcazas con un motor que se construyó para transportar 675 toneladas. El cargamento -varilas de hierro, sacos de cemento, productos alimenticios- excede las 815. Sobre el barco ondea un techo confeccionado con pedazos de tela y lona; debajo de él hay 600 pasajeros. Quizá la mitad de ellos pagó hasta 80 dólares por el viaje río arriba. El resto va de polizón.
Muchos son habitantes de la ciudad que esperan encontrar trabajo durante la cosecha de maíz o cacahuate. Algunas de las mujeres, que llevan estufas de carbón portátiles, se emplean a sí mismas como cocineras; otras, como prostitutas. Uno hace lo que tiene que hacer.
Hay cantos, discusiones, rezos; los aromas del humo del carbón y de la claustrofobia mortal; jarras de whisky casero pasan en ronda; de vez en cuando un pasajero pasado de copas cae por la borda.
En la esquina de una litera, en el nivel superior del barco, un hombre cuarentón ligeramente fornido está sentado y lee una Biblia con una linterna. Su nombre es Joseph. Hace dos años compró el barco por 800,000 dólares. Había estado en el negocio de fletes aéreos y en ese entonces creía que las reglas del cielo se aplicarían en mayor o menor medida al río.
Sin embargo, descubrió que no era así. Su tripulación está formada principalmente por ladrones. Joseph calcula que quizá han contrabandeado 180 toneladas de excesos de carga en el barco, lo que fuerza el motor, ralentiza el avance, aumenta el riesgo de encallar y pone en peligro a todos a bordo, sin mencionar la posible pérdida de ganancias.
A Joseph le inquieta que la tripulación sepa que los tiene vigilados. Teme que le paguen al cocinero para que envenene su comida. Lo único que come es pan con mantequilla. Le repugna toda esa depravación. La otra noche, el capitán apagó el motor durante varias horas para poder bajar a una lancha y tener relaciones sexuales con algunas de las pasajeras. Así, Joseph se refugia en la Biblia. Está rodeado de pecadores y él mismo es uno. En su familia hay predicadores, pero él ama el dinero. Al terminar el año, a fin de cuentas, será 100,000 dólares más rico. Quizá para entonces haya valido la pena.
?¿Tienes más aspirina??, me pregunta.
Le alcanzo un par de pastillas que, agradecido, se toma con su Coca-Cola.
El fotógrafo Pascal Maitre y yo entendemos muy bien a Joseph. Nos unimos a su barco después de una debacle de 10 días que involucró otro navío en el puerto de Kinshasa. Ese barco se llamaba Kwema Express (en ese entonces el nombre sonaba como buen augurio). El encargado era un hombre bajo y fornido que no se amedrentaba ante nada; nos cobró alrededor de 5,000 dólares por una litera, una lancha de acompañamiento sin motor, la seguridad, el mantenimiento, refacciones nuevas, todo tipo de papeleo oficial y lo que se le ocurriera; nos dejó prácticamente sin un centavo. Todo parecía estar bien, pero el motor del barco nunca funcionó y el bote no pudo moverse del cieno. Entonces se descubrió un cadáver hinchado que flotaba a un lado.
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Decidimos aceptar la pérdida. Oímos acerca del barco de Joseph y nos encontramos con él en un hotel de Kinshasa; nos pusimos de acuerdo, pedimos que nos enviaran más dinero y después volamos con él hacia la empobrecida ciudad portuaria del Mbandaka, en donde su tripulación se ocupaba de sobrecargar el barco con mercancía del mercado negro durante el día y en retozar con las mujeres locales por la noche. Dos días después, por fin estamos en camino, avanzando trabajosamente corriente arriba, hacia Kisangani, ciudad que se encuentra en el mítico recodo del río.
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