En 2019, la construcción del paseo marítimo en el barrio de Armon Hanatziv, al sur de Jerusalén, reveló un complejo arquitectónico que se mantuvo oculto durante milenios: se trataba de una residencia palaciega, un sitio lleno de lujos levantado en el siglo VII a.C. que fue habitado por la élite de hace 2,700 años.
Entre las habitaciones que daban cuenta de decoraciones únicas en su tipo en el país, un equipo de arqueólogos de la Autoridad de Antigüedades de Israel dio con un hallazgo excepcional: los restos de una letrina antigua, un descubrimiento insólito, toda vez que más allá del sistema de letrinas públicas inventado por los romanos, los inodoros tal y como los conocemos en la actualidad no aparecieron hasta el siglo XVIII.
No sólo eso: tras recolectar muestras del sedimento situado exactamente debajo del inodoro prehistórico, un equipo de la Universidad de Tel-Aviv llevó quince muestras de heces fecales mineralizadas al laboratorio y después de examinarlas con un microscopio óptico, descubrió los restos de al menos cuatro tipos de huevos de parásitos intestinales en su interior.
La presencia de los huevos revela que incluso la élite de hace 2,700 años sufría de enfermedades parasitarias debido al desconocimiento sobre prácticas de higiene y las consecuencias de consumir agua o alimentos contaminados o bien, usar heces humanas para fertilizar los cultivos. Otras fuentes de infección que se mantienen hasta nuestros días son el consumo de carne mal cocida y no lavarse las manos.
La arqueoparasitología es un campo de estudio aún sin explotar, gracias al cual es posible recrear las condiciones de vida, así como la alimentación y las enfermedades que aquejaban la salud humana hace miles de años.
A pesar de que el inodoro se encontraba dentro de la villa, los autores del estudio publicado en el Journal of Paleopathology aseguran que no se debía a una cuestión de higiene, sino que su construcción respondía a un símbolo de estatus y comodidad.
De ahí que los investigadores consideren que los antiguos habitantes de la residencia enfrentaban síntomas como dolor abdominal, náuseas y diarrea durante periodos prolongados. La inexistencia de medicamentos dificultaba la recuperación y las infecciones podían mantenerse durante el resto de sus vidas, con casos graves donde se presentaba desnutrición, daños en el sistema nervioso, ceguera y la muerte.
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