El reto de alcanzar un pico que se eleva desde la selva de Birmania (Myanmar).
Cuando el viento amaina, clavo a golpes una estaca de aluminio en la nieve a la que sujeto la cuerda. No se sostendría si cayese, pero me brinda suficiente comodidad psicológica para continuar. En un terraplén de roca pongo el ancla y aseguro a mis compañeros Cory Richards y Renan Ozturk en el desfiladero.
?¡Buena punteada, hermano!?, grita Cory. Asciende, inclinándose hacia la izquierda, buscando un acceso entre el granito y la nieve. Cuando Renan llega hasta mi, no hay espacio en mi cornisa, de modo que se pasa a la suya. Cory camina de puntas por encima de nosotros y desaparece.
Renan y yo esperamos, encorvados para protegernos del viento. Estamos demasiado apartados como para conversar. Solo estamos ahí de pie, del lado del risco cubierto de nieve a una altura de más de cinco kilómetros. Después de media hora empezamos a congelarnos. En una hora ya no sentimos los dedos de las manos ni de los pies. ?No puedo más -grita Renan través de su barba congelada-. Ya no siento los pies. Debo comenzar a moverme?.
No sabemos lo que Cory hace arriba de nosotros, pero tenemos tanto frío que no importa. Renan empieza a ascender. Seguimos unidos por la cordada, así que es crucial que ninguno de nosotros caiga. Se supone que la cuerda está asegurada a la montaña para impedir una caída, pero predicamentos mortales como este suelen suceder en la práctica del alpinismo. Cuando no hay buenos anclajes, tus compañeros se convierten en tus anclajes, física y emocionalmente. Debes confiar tu vida a su buen juicio y capacidad, y ellos encomiendan su vida a la tuya. Es el código de las montañas.
Renan y yo nos detenemos en un pequeño recoveco rocoso que domina la ladera norte. Por entre la ventisca podemos ver a Cory atravesar otra extensión de nieve. Es muy peligroso que Renan y yo sigamos avanzando. De nuevo, debemos esperar. Nos arrimamos uno contra otro, pero seguimos congelándonos. ?mis pies están tan fríos como para dar marcha atrás?, dice Renan. Quiere decir que están cerca de congelarse.
Me pregunto al menos por décima vez en esta expedición, si es el final de nuestro intento por escalar el mayor pico de Birmania.
Cuando Cory logra rodear un espolón rocoso, comenzamos a movernos. Pasa una hora antes de que nos reunamos de nuevo en una cornisa estrecha. Nuestro objetivo inmediato permanece lejos de nosotros en las alturas: la cresta del borde occidental, que brilla como el filo de una espada.
?Yo voy primero?, indica Renan. Desaparece en el brillo del sol. La cuerda se tensa, Cory parte. Cuando se esfuma, sigo yo.
Alcanzar la cresta y extender mi rostro hacia el sol es como asomarme al paraíso. Tiro de mi cuerpo hasta alcanzar la cresta y me envuelve una manta de luz solar. Después del frío oscuro en la cara norte, me siento renacer.
Renan y Cory se han dejado caer por encima de la cresta y han descubierto una plataforma de piedra que pende sobre la cara sur. ?¡Es la cornisa del almuerzo!, clamo a gritos para bautizar nuestra atalaya.
En unos cuantos minutos logro que crepite nuestra estufa diminuta. Renan se quita las botas y comienza a frotarse los dedos. Cory empieza a tomar unas fotos. Después de más de una semana de escalada, es la primera oportunidad real que tenemos de vislumbrar la cumbre: una pirámide de nieve escarpada y brillante. Aunque también vemos lo que nos queda por escalar: una cresta amenazadora de roca y nieve, protegida por pináculos con forma de dagas.
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