Para alimentar nuestra creciente población, aún tenemos las semillas y sus variedades para asegurar nuestra provisión de alimentos…
Nueve kilómetros y medio a las afueras del poblado de Decorah, Iowa, una zona de 360 hectáreas de campos ondulados y bosques llamada Heritage Farm deja que sus cosechas produzcan semillas. Esto parece contradecir la intuición, pero todo en esta granja está en un marcado contraste con las hectáreas circundantes de maíz alineado limpiamente y los campos de soya que tipifican la agricultura moderna.
Heritage Farm se dedica a recolectar semillas en lugar de cultivarlas. Es el hogar de Seed Savers Exchange, uno de los bancos de semillas que no pertenecen al gobierno en Estados Unidos.
En 1975, Diane Ott Whealy heredó las plantas de semillero de dos variedades de plantas reliquia que su bisabuelo había traído de Bavaria en 1870: la gloria de la mañana y la tomatera rosada alemana. Con objeto de preservar estas variedades únicas, Diane y su esposo, Kent, decidieron establecer un lugar donde la gente pudiera almacenar e intercambiar las semillas de sus propios pasados.
La red de intercambio actualmente tiene más de 13,000 miembros y guarda en sus cuartos de refrigeración, congeladores y sótanos las semillas de miles de variedades de plantas reliquia. La granja produce una profusión gloriosa de vegetales, hierbas y flores selectas alrededor de un antiguo granero rojo que está cubierto por el sorprendente morado intenso de las flores de gloria de la mañana del abuelo Ott.
«Anualmente nuestros miembros registran sus semillas en esto», dice Diane Ott Whealy, al darme una copia del Anuario 2010 de Seed Savers Exchange. Es tan grueso como el directorio telefónico de una ciudad grande, con página tras página de variedades exóticas de frijoles, ajos, papas, pimientos, manzanas, peras y ciruelas, cada una con su nombre propio, historia personal y esencia distintiva.
Hay una manzana conocida como Beautiful Arcade, una «fruta amarilla salpicada de rojo»; otra que se llama Prairie Spy, que se describe como «precoz», y otra que se llama Sops of Wine, que se remonta hasta la Edad Media.
Los vegetales reliquia se pusieron de moda en Estados Unidos y Europa desde la década pasada; son muy apreciados por un movimiento gastronómico que hace énfasis en comer de manera local y conservar el sabor y carácter único de las variedades reliquia.
Estas se encuentran principalmente en mercados de horticultores y tiendas de alimentos boutique; las variedades reliquia han sido eliminadas de los supermercados para favorecer frutas y vegetales de un solo tipo, que se cultivan para poder transportarlos mejor y que tengan una apariencia uniforme, no para mejorar el sabor.
Sin embargo, el movimiento por conservar las variedades reliquia va más allá del renovado romance estadounidense por la comida sabrosa y cultivada localmente o la incontable variedad de tomates. También es una campaña para proteger el abasto futuro de comida en el mundo.
La mayoría de quienes vivimos en un mundo bien alimentado pensamos poco en la proveniencia de nuestra comida. Llevamos nuestro carrito por los pasillos del supermercado sin darnos cuenta que la abundancia aparente en realidad es como de utilería u oropel. Desde hace tiempo escuchamos acerca de la pérdida de flora o fauna en nuestras selvas. En contraste, poco se dice o hace respecto de la erosión paralela en la diversidad genética de los alimentos que comemos.
La extinción en las variedades de alimentos ocurre en todo el mundo, y de manera rápida. En Estados Unidos se calcula que 90% de las variedades históricas de frutas y vegetales ha desaparecido. De las 7,000 variedades de manzanas que se cultivaban en el siglo XIX quedan menos de 100.
En Filipinas, abundaron miles de variedades de arroz; actualmente solo se cultiva un centenar. En China, 90% de las variedades de trigo que se cultivaban apenas hace un siglo han desaparecido. Los expertos calculan que durante el último siglo hemos perdido más de la mitad de las variedades de alimentos. En lo que se refiere a las 8,000 razas de ganado conocidas, 1,600 están en peligro de extinción o extintas.
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¿Por qué es un problema? Porque si las enfermedades o el futuro cambio climático diezman alguna de las pocas plantas o animales de los que dependemos para alimentar nuestro creciente planeta, quizá estaremos necesitando desesperadamente alguna de esas variedades que dejamos extinguir.
La pérdida apresurada de la diversidad de trigo en el mundo es un motivo de especial preocupación. Uno de los adversarios más antiguos del trigo, el Puccinia graminis, un hongo conocido como roya del trigo, se extiende por todo el mundo. La encarnación actual de la plaga es una variedad virulenta y de mutación rápida llamada Ug99 porque se identificó por primera vez en Uganda en 1999.
Después se extendió hacia Kenia, Etiopía, Sudán y Yemen. Para 2007 ya había cruzado el golfo Pérsico hacia Irán. Los científicos predicen que el Ug99 pronto se abrirá paso hacia los grandes productores India y Pakistán, después se infiltrará en Rusia, China y también -con que tan solo una espora se pegue en la suela del zapato de un pasajero de avión- en nuestro hemisferio.
Casi 90% del trigo en el mundo está indefenso ante el Ug99. Si el hongo llegara a Estados Unidos, se calcula que 1?000 millones de dólares en trigo estarían en riesgo. Los científicos proyectan que tan solo en Asia y África la porción de trigo en peligro inminente dejaría a 1000 millones de personas sin su fuente principal de alimento.
Se espera que la población mundial alcance los 7,000 millones de personas este año. Para 2045 podría crecer a 9,000 millones. Algunos expertos dicen que necesitaremos duplicar nuestra producción de alimentos para satisfacer la demanda, ya que las economías emergentes consumen más carne y lácteos.
Dados los retos extra que imponen el cambio climático y las enfermedades en constante mutación, como el Ug99, se vuelve cada vez más urgente encontrar formas de incrementar la producción de alimentos sin exacerbar la anemia genética que corre entre la pretendida abundancia de la agricultura industrializada.
El mundo se ha vuelto cada vez más dependiente de las soluciones homogéneas y tecnologizadas. Aun así, la mejor esperanza para asegurar el futuro de los alimentos podría depender de nuestra habilidad para conservar los alimentos del pasado, cultivados de manera local.
Los humanos necesitaron más de 10,000 años de domesticación para crear la enorme biodiversidad en nuestro abasto de alimentos que actualmente vemos desaparecer. La reproducción selectiva de una especie de planta o animal silvestre por ciertos rasgos deseables empezó como un proceso irregular de ensayo y error motivado por ese antiguo imperativo: el hambre.
El trigo silvestre, por ejemplo, deja caer sus granos maduros al suelo o se quiebra para que la planta pueda autopropagarse. Los primeros granjeros seleccionaban el trigo que, debido a una mutación genética al azar, no se quebraba y así era ideal para la cosecha.
Los granjeros y los criadores desarrollaron con gran esfuerzo razas de ganado y cosechas de comida bien adaptadas a las peculiaridades de su clima y ambiente locales. Cada semilla o raza domesticada era una respuesta a un problema muy específico -como sequía o enfermedad- en un lugar particular.
Las ovejas North American Gulf Coast, por ejemplo, prosperan donde hay mucho calor y humedad, y tienen una gran resistencia a los parásitos. En Etiopía, una raza bovina pequeña, sin joroba, con cuernos cortos llamada sheko, es buena productora de leche y soporta condiciones arduas y tiene resistencia a la enfermedad del sueño.
Estos rasgos adaptativos son invaluables no solo para los granjeros locales, sino para los criadores comerciales en todo el mundo. El carnero Finnsheep, por ejemplo, criado por largo tiempo solo por un grupo pequeño de campesinos finlandeses, se ha vuelto vital para la industria ovina por su habilidad para producir camadas grandes.
La gallina Fayoumi, una especie nativa de Egipto que se remonta a la época de los faraones, tiene gran demanda como una prodigiosa ponedora de huevos con una alta tolerancia al calor y resistencia a numerosas enfermedades.
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La ironía es que el peligroso descenso de la diversidad en nuestro abasto de alimentos es el resultado no anticipado de un triunfo de la agricultura. La historia es bien conocida. Un fitopatólogo de 30 años llamado Norman Borlaug viajó a México en 1944 para ayudar a combatir una epidemia de roya que había causado una hambruna extendida.
Al cruzar diferentes variedades de trigo de todo el mundo, desarrolló un híbrido resistente a la roya y de alto rendimiento que ayudó a que India y Paquistán casi duplicaran su producción de trigo y salvaran a 1000 millones de personas de morir de hambre. Lo que se denominó la revolución verde ayudó a introducir la agricultura industrializada moderna en el mundo en desarrollo.
No obstante, la revolución verde fue una bendición a medias. Con el tiempo los granjeros empezaron a depender mucho de las cosechas de alto rendimiento muy adaptadas, hasta el punto de excluir variedades adaptadas a las condiciones locales.
Los vastos campos de monocultivos con semillas genéticamente uniformes ayudan a aumentar rápidamente la producción y satisfacer las necesidades inmediatas del hambre. Aun así, las variedades de alto rendimiento también son cultivos genéticamente más débiles que requieren fertilizantes químicos caros y pesticidas tóxicos.
Lo mismo aplica para las razas de ganado de alto rendimiento, que a menudo requieren cuidado médico y alimentos caros para sobrevivir en climas que les son ajenos. La urgencia por incrementar la producción va desplazando las variedades locales, lo que, en el proceso, diluye la diversidad genética.
Como resultado, el abasto de alimentos del mundo se ha vuelto cada vez más dependiente de una lista menguante de razas diseñadas para un rendimiento máximo: el pollo rojo de Rhode Island, el cerdo blanco inglés, la vaca Holstein. En pocas palabras, al concentrarnos en incrementar la cantidad de comida que producimos hoy, accidentalmente nos pusimos en riesgo de tener escasez de comida en el futuro.
Una historia que nos puede advertir sobre los peligros de depender de una fuente de alimento homogénea gira alrededor de la humilde papa. En lo alto de los Andes peruanos se domesticó por primera vez: los granjeros todavía cultivan miles de variedades de apariencia extraña.
A finales del siglo XVI, los barcos españoles llevaron por primera vez el tubérculo a Europa, donde a principios del siglo XIX ya se había convertido en un respaldo confiable para las cosechas de cereales, particularmente en las tierras empapadas de lluvia de Irlanda.
Los irlandeses pronto se volvieron casi por completo dependientes de la papa como su alimento principal. Plantaban sobre todo una variedad prodigiosa, la Lumper, cuya fragilidad genética sería cruelmente puesta al descubierto por la infestación de Phytophthora infestans, un enemigo tan temible para las papas como lo es la roya para el trigo.
En 1845, las esporas del hongo mortal empezaron a esparcirse por todo el país, destruyendo casi todas las papas Lumper en su camino. La hambruna resultante mató o hizo emigrar a millones.
Los esfuerzos actuales por incrementar la producción de alimentos en el mundo en desarrollo ?en especial en África, muy ignorada por la revolución verde? podrían tan solo acelerar el ritmo con el que las especies de cultivos y las razas de ganado desaparezcan en los años por venir.
En algunos lugares de África donde se han introducido razas y semillas de alto rendimiento, los resultados han sido mixtos, en el mejor de los casos. Países como Zimbabue, Zambia y Malaui terminaron por sacrificar mucha de la diversidad de sus cultivos por las variedades importadas de alto rendimiento de monocultivos, subsidiados por el gobierno y suministrados por organizaciones de ayuda.
Los pequeños granjeros y pastores tuvieron que endeudarse mucho para pagar los «insumos» -fertilizantes, pesticidas, alimentos ricos en proteínas y medicamentos- requeridos para criar estas plantas y ganado nuevos en condiciones climáticas diferentes.
Una respuesta a la rápida disminución de la biodiversidad en nuestros campos ha sido juntar y almacenar de manera segura las semillas de tantas variedades de cultivos diferentes como podamos antes que desaparezcan para siempre. Esta idea la concibió por primera vez el botánico ruso Nicolái Vavilov, quien en 1926 tuvo la epifanía científica menos reconocida de la edad moderna.
Hijo de un mercader moscovita que había crecido en una aldea rural pobre plagada por pérdidas frecuentes de cosechas y racionamiento de comida, Vavilov se obsesionó desde muy temprana edad con terminar con el hambre tanto en su Rusia natal como en el resto del mundo.
En los años veinte y treinta se dedicó a recolectar semillas por los cinco continentes, desde los parientes silvestres hasta las variedades desconocidas de los cultivos que comemos, a fin de preservar los genes que les confieren características tan especiales, como resistencia a las pestes o las enfermedades y la habilidad para soportar condiciones climáticas extremas.
También encabezó un instituto (actualmente llamado Jardín Botánico e Instituto de Investigación N.I. Vavilov, en San Petersburgo) con la tarea de conservar su creciente colección, lo que equivaldría a ser el primer banco de semillas global.
Fue durante una expedición a Abisinia (hoy Etiopía) en 1926 cuando Vavilov tuvo una visión con la que logró un punto de vista privilegiado, lo suficientemente alto sobre el planeta, para ver el puñado de lugares en la Tierra donde los parientes silvestres de nuestros cultivos de alimentos se domesticaron por primera vez.
Después realizó el mapa de los siete «centros de origen de las plantas cultivadas», a los que describió como las antiguas tierras de nacimiento de la agricultura. «Ahí se puede atestiguar -escribió Vavilov- el enorme papel que desempeñó el hombre en la selección de las formas cultivadas mejor adaptadas a cada zona».
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Las ideas de Vavilov se han modificado desde entonces. Los científicos actuales consideran que las regiones que él registró en mapas son más bien centros de diversidad y no de origen, porque no queda claro si la domesticación más temprana ocurrió ahí por primera vez. Aun así, la visión de Vavilov de estas regiones como depósitos de la diversidad genética, de la que el futuro de nuestros alimentos depende, demuestra ser más profética que nunca.
Hoy día hay cerca de 1,400 bancos de semillas en todo el mundo. El más ambicioso es la nueva Bóveda de Semillas Global de Svalbard, ubicada bajo el permafrost de una montaña de arenisca en la isla noruega de Spitsbergen, a solo 1,125 kilómetros del Polo Norte.
Impulsada por Cary Fowler junto con el Grupo Consultivo para la Investigación Agrícola Internacional, la llamada «bóveda del día del juicio» es un respaldo para todos los otros bancos de semillas del mundo. Copias de sus colecciones se almacenan en una zona permanentemente fría, libre de terremotos, a 122 metros sobre el nivel del mar, lo que asegura que las semillas permanecerán a salvo incluso si las capas polares se derritieran.
El Fideicomiso Global para la Diversidad de Cultivos de Fowler recientemente anunció lo que parece ser una recapitulación de las expediciones alrededor del mundo de Vavilov para recolectar semillas: una iniciativa de 10 años para rastrear la Tierra en busca de los últimos parientes silvestres del trigos, arroz, cebada, lenteja y garbanzo, a fin de «armar a la agricultura contra el cambio climático».
La esperanza es que este alocado proyecto permita a los científicos transmitir los rasgos vitales de estos parientes resistentes, como su tolerancia a sequías e inundaciones, a nuestras vulnerables variedades de cultivos.
Aun así, almacenar semillas en bancos para sacarnos del apuro de calamidades futuras es una medida que se queda a mitad del camino. De igual valía resulta salvar la sabiduría que con tanto esfuerzo reunieron los granjeros del mundo, de los cuales muchas generaciones trabajaron las semillas y las razas que tanto codiciamos ahora. Quizá el recurso más precioso y en mayor peligro sea el conocimiento almacenado en las mentes de los granjeros.
Jemal Mohammed, de 40 años, es dueño de una granja de dos hectáreas en las faldas de una colina a las afueras de la aldea de Fontanina, en la región de Welo de las tierras altas del norte de Etiopía.
Pisar las tierras de Mohammed es como tropezarse con una forma antigua de agricultura. Su cabaña con techo de paja y paredes de barro y paja es el mismo tipo de vivienda que ha existido en Etiopía durante siglos. Junto hay un par de bueyes bajo una jacaranda; tres o cuatro gallinas en el patio de enfrente.
Sus campos, labrados con arado de bueyes y sembrados a mano, mezclan cultivos: tomate, cebolla, ajo, cilantro, calabaza, sorgo, trigo, cebada, garbanzo y teff, un grano que se utiliza para elaborar injera, un tipo de pan plano.
La imagen de la vida tradicional del granjero es de simplicidad. Aun así, comparado con las operaciones mecanizadas de la agricultura moderna, el trabajo de Mohammed es un acto de malabarismo dinámico y con muchos matices ante amenazas constantes como sequía, lluvias fuera de temporada y enfermedades.
Siembra leguminosas y granos juntos para sacar la mayor ventaja del espacio limitado. Este cultivo intercalado también es una forma natural de fertilización: las leguminosas que crecen en la base del sorgo, que es más alto, le añaden nitrógeno al suelo.
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Welo fue una de las regiones más afectadas por la hambruna de 1984 que mató a cientos de miles en Etiopía. La experiencia todavía es dolorosa para Mohammed. Me muestra una colección de jícaras de calabaza llenas hasta el borde con lo que parecen ser piedras de colores.
«Guardo estas reservas como mi respaldo -explica, mirando las jícaras llenas de lo que, me doy cuenta, son semillas. Tiene de todos los cultivos que crecen en sus campos. Su esposa frotó las semillas con ceniza para protegerlas de los gorgojos-. Si la cosecha completa fracasa por la sequía o las inundaciones, al menos puedo volver a plantar mis campos».
Veo los rostros decididos de Mohammed y su familia, luego esas piedritas cenicientas que son su banco de semillas personal. Parecían nudos retorcidos e incipientes, su urgencia intrínseca fuera de la vista; no mostraban ni los siglos de selección que las conformaron ni los alimentos en que se convertirán.
Esta es la inquietante paradoja de las semillas. A pesar de su importancia obvia son fácilmente desechables, en especial por quienes vivimos en un mundo bien alimentado y hemos olvidado incluso de dónde viene nuestra comida. Mohammed me lleva a una granja al otro lado del camino, donde él y su vecino levantan una losa de piedra que deja al descubierto una cámara de dos metros de ancho y de profundidad: un almacén de comida subterráneo de emergencia.
En unas semanas, cuando la cosecha esté completa, cubrirán la cámara con paja, la llenarán de granos y colocarán la losa otra vez, permitiendo que el frío de la tierra los mantenga frescos.
Cuando le pregunto qué tanto tuvieron que depender de su almacén de emergencia durante la hambruna de 1984, ellos bajan la cabeza y murmuran una respuesta antes de quedar en completo silencio, con los ojos llenos de lágrimas. Mi intérprete me indica con un gesto de la mano que ya no toque el tema.
Las tierras altas de la parte central de Etiopía alguna vez fueron uno de los lugares botánicamente más diversos de la Tierra, pero para los años setenta del siglo xx los granjeros locales se redujeron a cultivar solo teff y unas pocas variedades de trigo que les distribuyeron por su potencial de alto rendimiento.
Actualmente la región se ha transformado: las variedades locales de leguminosas y trigo florecen de nuevo. Dada la imagen común de Etiopía como proclive a las hambrunas, resulta sorprendente conducir una hora al noreste de Adís Abeba y ver amplios campos de trigo duro con plantas esponjosas y semillas púrpuras, una variedad que se encuentra solo en Etiopía y florece en todo el país.
Utilizado para pasta, el trigo duro es muy resistente a la roya. En uno de los campos hay otra variedad nativa de Etiopía conocida como setakuri, que se traduce como «orgullo de mujer» porque hace que el pan sea más dulce. También resiste muy bien la roya.
El cambio de Etiopía puede deberse en parte a los esfuerzos del renombrado genetista de plantas Melaku Worede, quien se doctoró en la Universidad de Nebraska en 1972 y después volvió a Etiopía para preservar -y reconstruir- la rica biodiversidad del país.
Worede y su personal del Centro de Recursos Genéticos de Plantas en Adís Abeba, al instruir a una nueva generación de cultivadores y genetistas, emprendieron la recolección y el almacenamiento de plantas y semillas nativas conocidas como autóctonas por todo el país. En 1989, Worede comenzó el programa Supervivencia de las Semillas, red de bancos de semillas comunitarios que guardan y redistribuyen las semillas de los granjeros locales.
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Worede tiene la esperanza de que con los nuevos esfuerzos por incrementar la producción de alimentos -como la Alianza por una Revolución Verde en África, de la Fundación Gates- no se repetirán los errores del pasado. Se trabaja para incluir a los granjeros locales en la toma de decisiones.
«Quienes planean esto están conscientes de que la primera revolución verde falló con el paso del tiempo. Hay algunas ideas inteligentes -dice Worede-, pero siguen poniendo mucho énfasis en un rango de variedades muy estrecho. ¿Qué pasa con el resto? Las perderemos. Créanme, no estoy en contra de la ciencia, ¿por qué habría de estarlo? Soy científico. Pero contextualicemos. Combinemos la ciencia con el conocimiento local, la ciencia de los granjeros».
Worede cree que es vital conservar la diversidad de la región no solo en bancos de semillas sino en la tierra y en estrecha colaboración con los granjeros. Aunque la producción es importante para ellos, lo es más aún reducir los riesgos de hambruna al distribuir el riesgo sembrando cultivos múltiples, durante varias temporadas, en lugares diversos. Así, si un cultivo se enferma o una cosecha sucumbe ante la sequía, o una ladera se inunda, tienen en qué apoyarse.
El reto ha sido demostrar que es posible aumentar productividad sin sacrificar diversidad. Worede quería probar que decidir entre tener suficiente para comer hoy y conservar la biodiversidad para mañana es una elección falsa. Y es justo lo que ha hecho. Tomó las variedades que los granjeros seleccionaron por su adaptabilidad y determinó cuáles prometen el mayor provecho.
El uso de semillas locales de alto rendimiento -en combinación con fertilizantes naturales y técnicas como el cultivo intercalado- han mejorado el rendimiento hasta 15% sobre las variedades importadas y de altos insumos. Un esfuerzo paralelo está en camino con razas locales de ganado nativo. Keith Hammond, experto en genética animal de la ONU, afirma que en 80% de las áreas rurales del mundo los recursos genéticos adaptados localmente son superiores a las razas importadas.
Aun así, 15% de incremento está lejos del doble que los expertos dicen que necesitaremos. Conservar la diversidad de alimentos es solo una de las muchas estrategias que necesitaremos para enfrentar el reto, pero es una muy importante.
Conforme el mundo se calienta y el ambiente se vuelve menos acogedor para los animales y las plantas de los que hoy dependemos para alimentarnos, es probable que la humanidad necesite los genes que permiten que las plantas y los animales florezcan bajo, digamos, el calor de África o ante la recurrencia de pestes.
De hecho, Worede cree que los científicos bien podrían encontrar las variedades resistentes al Ug99 que buscan en los campos de Etiopía. «Incluso si la enfermedad mutara en una forma nueva, no podría eliminar todo ahí. Es la ventaja de la diversidad».
Pero Worede se muestra reacio ante la idea de que el mundo desarrollado trate los centros Vavilov como Etiopía como bancos de semillas silvestres cada vez que una plaga ataque. Cita la epidemia del virus de enanismo amarillo a principios de los setenta, que amenazó con desaparecer la cosecha mundial de cebada.
Resulta que un científico estadounidense que había visitado Etiopía en los sesenta tomó muestras de cebada de un campo para su propio estudio. Cuando el virus atacó, entregó las muestras a uno de los científicos que trataban de detener el virus. Seguramente encontraron un gen resistente. «Eso cambió todo -dice Worede-, y sin costo para ellos. Sin ingeniería genética, nada. Solo una fuente de resistencia natural tomada de la misma parte de Etiopía donde la gente moría de hambre».
Mohammed y su vecino estaban de pie en silencio sobre su propio banco de semillas aquella tarde en Welo. Desde la hambruna de 1984 no quieren ni siquiera pensar en vender un solo grano hasta saber qué les trajo la cosecha. Les pregunté si la abundancia que había visto en los campos los hacía sentir más seguros y optimistas.
«Sería bueno tener dinero extra -comenzó Mohammed-, así podríamos mandar a nuestros hijos a la escuela con ropa buena, pero…». Hizo una pausa, miró a su vecino y me dio una respuesta que he llegado a creer que quizá describa perfectamente la actitud que todos deberíamos adoptar en lo que se refiere a asegurar nuestro abasto de alimento futuro.
«Somos optimistas -dijo Mohammed-, pero estamos muy conscientes del riesgo».
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