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Bagdad después de la tormenta

A pesar de las dificultades y de que la violencia continúa, los residentes imaginan una nueva versión de la antigua ciudad.

No regresé a Bagdad para ser un turista de guerra, acostumbrando la mirada a las largas sombras que proyecta el trauma, pero es difícil no hacer eso. La última vez que estuve aquí, como sargento del ejército de Estados Unidos, llevaba uniforme de camuflaje para el desierto y una carabina M4. Eso fue en 2003 y 2004, cuando había hasta 150,000 tropas estadounidenses en Irak. Desde entonces, a menudo me he preguntado cómo será para los iraquís la lucha por reclamar una vida propia: el soldador, el estudiante, el taxista, la mujer vieja, la pareja que se va a casar. También me pregunté qué se sentiría caminar por una calle en Bagdad sin chaleco antibalas y 210 cartuchos útiles sujetos al pecho.

En aquel entonces, la unidad a la que estaba asignado tenía por misión escoltar convoyes interminables con provisiones a través de la ciudad. Los insurgentes montaban emboscadas complejas con autos cargados de explosivos. Un día, el líder de pelotón nos gritó al artillero de la ametralladora y a mí que abandonáramos nuestras posiciones en la parte trasera del vehículo Stryker; de repente comenzaron a estallar proyectiles de mortero en el aire mientras caía una lluvia fatal de metralla. Atravesamos la tormenta de metal, con los corazones latiendo con fuerza en el pecho. Ahora que conducimos por la ciudad, en mi mente se reconstruyen recuerdos como este.

Pero las cosas han cambiado. Esta no es la Bagdad que alguna vez conocí. Justo frente a la calle Abu Nuwas, cercana al río Tigris, donde el fuego de los francotiradores era un peligro cotidiano, los sonidos de la guerra han sido reemplazados por los de los niños jugando futbol en el pasto. Sus gritos son agudos, a todo pulmón, como pájaros llamándose entre sí. En la calle Haifa, donde la enconada lucha sectaria ardió de 2006 a 2008, unos jóvenes se detienen a la entrada de un mercado para terminar una conversación mientras un radio retumba con música pop iraquí. Cerca de la universidad, varias mujeres jóvenes se ríen acunando sus cuadernos y libros de texto. En cada parte de Bagdad se escucha el sonido de una ciudad que recupera su voz.

Cuando bajé del avión, no sabía qué esperar. Era finales de diciembre de 2010. Los reportes en las noticias sobre atentados con pistolas equipadas con silenciadores ocupaban mis pensamientos. No podía descartar la posibilidad de que me secuestraran. Pero quería saber qué había pasado con este lugar al que alguna vez vine a la guerra. Para poder conocer la nueva Bagdad tendría que hacer a un lado ciertos recuerdos y viejos hábitos.

Una ciudad de muros

En mi primer día de regreso extendí un mapa de la ciudad en un patio interior a la sombra. Era un mapa caduco con muchos puntos rojos y azules pegados en varias partes de la ciudad. Muchos de los nombres de los barrios han cambiado desde la invasión. Ciudad Saddam, como aparece en mi viejo mapa, por ejemplo, ahora se llama Ciudad Sadr, en honor del fallecido líder chiita Muhammad al Sadr. Cuando me alejo para verlo desde arriba, los puntos crean un patrón general: azul de un lado, rojo del otro; los chiitas dominan el lado este del Tigris, los sunitas agrupados en el oeste. Los sunitas ya se han movido más hacia el oeste y los chiitas han avanzado en barrios adyacentes al río. Aunque aún hay unos cuantos barrios mixtos, Bagdad ya no es un modelo de ciudad secular en el Medio Oriente, como alguna vez la describían los iraquís con orgullo. Los años de violencia han creado un nuevo paisaje definido por la tribu y la religión.

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Con una población de casi seis millones, Bagdad se ha convertido en una ciudad de enclaves amurallados regulados por las tropas del ejército iraquí, los oficiales de la policía federal, la policía local, los guardias de seguridad privada y otros grupos como los Hijos de Irak, especie de vigilantes vecinales pero armados con AK-47. Las demarcaciones están separadas por enormes muros de contención de concreto, conocidos coloquialmente como muros T porque parecen letras gigantes invertidas. Las banderas religiosas ondean en techos, mezquitas e intersecciones en las áreas predominantemente chiitas. Los barrios sunitas se distinguen por la falta de banderas.

«Bagdad es un campamento enorme, amigo -dice mi intérprete, Yousif al-Timimi-. Estados Unidos no trajo la democracia. Trajo muros».

El taxi de río

Una mañana tomo un taxi acuático en el río Tigris con un chofer de nombre Ismail, quien me dice que heredó el oficio de su padre según una tradición que lleva generaciones. Conforme dirige el bote con la mano izquierda y habla sobre su vida, intento olvidar el hecho de que estamos a campo abierto, en un campo de tiro libre, y que en ese preciso momento un francotirador podría estar escondido considerando distintos aspectos físicos del arte de la balística.

Entonces me concentro en el Tigris conforme atraviesa el corazón de Bagdad. Es un río ancho con una superficie sencilla de luz solar y sombras, un río ilustre que no anuncia el inexorable pathos en sus profundidades. En el invierno de 1258 d.?C., cuando los mongoles bajo el mando de Hulegu Khan saquearon Bagdad, se desató una gran destrucción sobre la ciudad y sus habitantes. La Bayt al Hikma, o Casa de la Sabiduría, fue saqueada y sus contenidos se arrojaron al Tigris -tratados filosóficos, arte, poesía, tomos históricos, obras científicas y matemáticas-, siglos de riqueza intelectual. Cuando los mongoles terminaron de saquear, dicen, el Tigris estaba negro de tinta.

Más recientemente, fluía con cuerpos. En el invierno de 2004, los soldados de mi batallón conducían una lancha en busca de una isla río arriba, en la ciudad de Mosul, donde se rumoraba que había un emplazamiento de morteros. La lancha se volcó y se hundió por el peso del equipo; un soldado y tres policías iraquíes desaparecieron en el agua. Mi compañía ayudó a acordonar las orillas del río para que botes patrulla y buzos de la Armada pudieran recuperar los cuerpos. Antes de que los encontraran, los equipos de búsqueda sacaron los cuerpos de un estudiante de Kirkuk y de un policía iraquí que ni siquiera estábamos buscando. Sentado en el taxi acuático de Ismail, no me atrevo a meter la mano en el agua. El Tigris se ha vuelto una especie de cementerio. Merece respeto.

Tomo una serie de fotografías. Soldados del ejército iraquí se materializan desde sus puestos debajo de los contrafuertes del puente y nos ordenan acercarnos a la orilla. Nos detienen brevemente y el comandante local nos hace algunas preguntas. Está parado a la entrada de una caseta de vigilancia y solo lleva puestos una expresión de perplejidad y ropa interior térmica, las botas de combate desatadas y una taza pequeña de café arábigo en la mano. Nos ordena que no tomemos más fotos de los puentes y nos libera. Antes de que podamos irnos, uno de los soldados insiste en compartirme de su plato de huevos revueltos.

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De vuelta en el Tigris, Ismail me dice que hubo un incidente la semana pasada que tuvo que ver con una bomba magnética «adherente», y que también pudo haber involucrado a un taxi acuático. Los militares iraquís mantienen el río bajo vigilancia, lo que me hace preguntarme cómo puede Ismail ganarse la vida en semejantes circunstancias. ¿Cuándo fueron los buenos tiempos?, pregunto. Ismail responde: «¿Buenos tiempos?».

La calle Al Mutanabbi

Un pájaro pequeño se posa en una jaula justo afuera de la puerta del café Shahbandar en la calle Al Mutanabbi, donde poetas y filósofos prefieren el estímulo de una conversación agradable, el debate y las preguntas intelectuales a un tablero de ajedrez. Me siento junto a Mohammed Jawad, profesor de biología de 63 años, y no puedo evitar ver las fotos enmarcadas de los que murieron en un bombazo de 2007 que mató a docenas adentro y afuera de la cafetería. Cuando le pregunto sobre el ataque, Jawad responde: «Los bombardeos son como los anillos de un árbol. ¿Cómo se llaman? ¿Anillos de crecimiento? -asiento con la cabeza conforme él continúa-. Los árboles experimentan fuego y tiempos sin agua. Es una cuestión de periodos. Los anillos de crecimiento nos muestran los buenos tiempos y los malos tiempos. Ahora son los malos tiempos, pero todo es parte del crecimiento del árbol -hace una pausa, bebe su chai-. Déjame decirte, la historia es fabricada por la guerra».

Más tarde, cuando camino por la calle Al Mutanabbi, donde hay mesas abarrotadas con colecciones de poesía y libros de texto a la venta, percibo muchas miradas, cortas pero duras, de quienes andan por ahí haciendo lo suyo. Es sábado, alrededor del mediodía, y la calle está concurrida pero no atascada. Aunque no lo había notado en un inicio, algo dentro de mí se reactivó. Me descubro girando lentamente en círculos suaves mientras camino: estoy escaneando el lugar, viendo detrás de mí para identificar cualquier amenaza. Es un hábito que casi dejé por completo en casa, en Estados Unidos. Intento verme casual, como si solo tuviera curiosidad por los libros que acabo de pasar, pero de hecho instintivamente regresé a mis días de patrullaje a pie. ¿A quién descubro siguiéndome? A un poeta, que simplemente deseaba reanudar la conversación que habíamos iniciado en el café.

«Por supuesto, soy un poeta -dice-. ¿Qué más puedes hacer en un país como este sino escribir poesía?».

En la plaza Firdos, el fantasma de Saddam Hussein sobrevuela el famoso pedestal de donde se bajó su estatua. Son tantas las personas aquí que te dirán que, aunque deseaban que Saddam fuera expulsado del poder, extrañan su enorme visión, según la cual lo difícil parecía posible durante su reinado. Después de que uno de los puentes sobre el Tigris fuera bombardeado durante la campaña aérea de la Guerra del Golfo en 1991, por ejemplo, Saddam juró que el puente estaría operando de nuevo en un mes. Era una meta audaz que según los lugareños lograron alcanzar los equipos de construcción. En contraste, la mezquita de Saddam en el centro de la ciudad sigue sin terminarse después de una década. Las enormes columnas de concreto y varillas se elevan a alturas impresionantes, mientras que los domos que se supone deberían soportar solo existen en los planos.

El club privado

Esta noche me encuentro fumando una shisha, o hookah, cargada de tabaco con sabor a menta, en el club Al Alawiyah cerca de la plaza Firdos. Pretencioso. Una vez que paso por un laberinto de muros de contención y frente al personal de seguridad aburrido, me siento en un comedor grande cerca de una fuente iluminada por luces de color azul. Un hombre bien vestido y con expresión seria fuma su propia shisha a dos mesas de mí. Según los chismes, es un general del ejército iraquí que prefiere fumar solo antes que irse a casa con su esposa. Eso me dice Rawaa al-Neaami, la mujer de negocios que me invitó al club.

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Al-Neaami lleva pantalón de mezclilla dentro de sus botas negras de piel, una blusa de olanes y aretes enormes. Su cabello es corto y está pintado de una mezcla de colores, en su mayoría tonos rojizos. Acaba de comenzar una organización no gubernamental en Bagdad para capacitar adultos jóvenes. Las clases en su escuela incluyen yoga, danza dramática, cine, diseño gráfico y escritura creativa. «Yo creo, como ser humano, no solo como mujer iraquí, que estas habilidades tienen un papel muy importante en el desarrollo de los estudiantes. De hecho, son el alma de nuestra vida ?dice?. Esta es la verdadera yihad. La verdadera yihad no significa que tenemos que llevar un arma y matar».

Su último proyecto, me comenta, implica ir al centro de detención juvenil en Bagdad para motivar a los jóvenes por medio del arte. La gente que ha descubierto ahí la ha sorprendido. Los presos tienen entre 5 y 18 años. Muchos simplemente son huérfanos a causa de los años de violencia sectaria. Planea filmar un documental para contar sus historias.

La barbería

Una noche decido hacerme un corte de pelo en la calle Al Karradah. Cuando estuve aquí como soldado, tres de nosotros salimos una vez de la casa abandonada donde habíamos instalado un puesto de observación para comprarle un bloque de hielo a un camión. Era agosto y no vimos ninguno. De regreso a la casa pasamos por una barbería y yo mencioné que me vendría bien un corte de pelo.

En 2004 sentarse en una barbería con una ventana de vidrio era absurdo. Aun así, entré mientras el líder del pelotón y el granadero montaban guardia en la acera. El único otro cliente era un profesor universitario desempleado que hablaba un inglés excelente. Apoyé mi arma al alcance del brazo, me senté y tuve una agradable conversación con el buen profesor mientras el barbero hacía su oficio. Así obtuve, creo, lo que buscaba en realidad: una sensación de normalidad.

Por más grata que fuera nuestra plática, no podía dejar de pensar en una amplia variedad de situaciones peligrosas. La ventana que daba a la calle era una invitación para salir en los obituarios de un periódico local en Estados Unidos. En el momento en que el barbero rozó los pelos erizados de mi nuca con el borde plano de la navaja, estuve alerta a cada posible detalle. Una tensión contenida pero en ebullición parecía llenar el aire. Ahora me siento en una barbería muy iluminada y ajetreada. La atmósfera es pacífica, incluso alegre. Ya ha pasado el atardecer y, afuera, un hombre con un carrito de comida corta finas rebanadas de shawarma, o sándwiches de pan árabe. El humo oloroso flota a lo largo de la acera abarrotada. Dentro de la barbería, los espejos al frente y detrás de nosotros crean la ilusión de multitudes. Mientras el pelo cae al suelo, estoy sumamente consciente de que para algunos de los presentes comienzo a parecerme cada vez más al soldado que alguna vez fui.

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La nueva Bagdad

Antes de dejar Bagdad me detengo en el distrito de Al Karradah para comprar una hookah iraquí y llevármela a casa. Avanzo imprudentemente en medio del tráfico de la noche mientras noto qué activa es la vida en las calles. Las puertas de las tiendas se mantienen abiertas. Las exclusivas tiendas de moda presentan las últimas colecciones con maniquís sin cabeza dentro de aparadores de vidrio. Las ferreterías, las tiendas de juguetes, de celulares, los abarrotes locales: hay un bullicio y una vitalidad de actividades no solo entre los vendedores de la calle.

Aun así, apenas ayer un grupo con un mortero atacó una reunión chiita en Bagdad e hirió a cinco. Una bomba explotó cerca de una mezquita en el distrito de Al Utayfiyah e hirió a tres. El cuerpo de una mujer fue abandonado en la calle en Mosul. Cuando hablo con la gente de aquí, reconozco años y años de frustración en sus voces. Y sin embargo, cuando observo los barrios de la ciudad, más allá de los muros T y los helicópteros Huey que patrullan arriba, también veo las señales de la renovación y el crecimiento. Algo también ha cambiado dentro de mí. Con cada día que pasa, la adrenalina que acompañaba mi regreso a la ciudad se ha atenuado. Ahora puedo ver con más claridad que Bagdad se está convirtiendo en una nueva versión de sí misma: no un lugar definido por la guerra, donde los periodistas y adictos al peligro hacen lo suyo, sino uno más habitable y próspero.

Aunque tomará tiempo y las secuelas de la guerra dejarán aquí una marca indeleble por el resto de nuestras vidas, Bagdad ha comenzado a reimaginarse a sí misma como una ciudad majestuosa una vez más.

National Geographic

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