Un océano primigenio convertido en desierto, guarda el secreto deuna de las transformaciones más asombrosas de la evolución.
Hace 37 millones de años un animal de 15 metros de longitud, grandes mandíbulas y dientes aserrados murió y se hundió en el lecho del prehistórico mar de Tetis. Con el paso de los milenios, un manto de sedimento envolvió gradualmente aquellos restos. Las aguas retrocedieron y el lecho marino se convirtió en un desierto donde el viento se dio a la tarea de desbastar, poco a poco, la arenisca y la pizarra que cubrían los huesos. El mundo cambió poco a poco: los movimientos de la corteza terrestre empujaron el subcontinente indio contra Asia, levantando la cordillera del Himalaya; en África, los primeros antepasados del hombre comenzaron a caminar sobre sus extremidades posteriores. Más tarde surgieron los faraones constructores de pirámides; Roma se alzó, Roma cayó. Pero el viento no cejó en su paciente excavación hasta que, un día, Philip Gingerich llegó para terminar el trabajo.
Una tarde, en noviembre pasado, el paleontólogo de la Universidad de Michigan y especialista en vertebrados se tiende en el suelo junto a la columna vertebral de un basilosauriuo, la antigua criatura que reposa ahora en una región del desierto egipcio conocida como Wadi Hitan. La arena que los rodea está sembrada de dientes fósiles de tiburones, espinas de erizos de mar y huesos de bagres gigantes. «Paso tanto tiempo rodeado de animales acuáticos que pronto acabaré viviendo en su mundo -dice Gingerich, usando su cepillo para hacer salir con suavidad una vértebra grande como tronco-. Cuando miro el desierto, casi puedo imaginar aquel océano». El paleontólogo busca un fragmento crucial de la anatomía del animal y el tiempo apremia. La luz del sol está por agotarse y tiene que regresar al campamento cuanto antes para no inquietar a sus colegas pues, aunque hermoso, Wadi Hitan es un lugar inclemente: Gingerich ha encontrado restos de desafortunados humanos junto a las osamentas de los monstruos marinos prehistóricos.
El paleontólogo continúa su inspección desplazándose lentamente por la columna hacia la cola y hurgando alrededor de cada vértebra con el mango del cepillo. De pronto se detiene y suelta su instrumento. «Aquí está el tesoro», declara y, con delicadeza, aparta la arena con los dedos hasta dejar expuesto un delgado bastón de hueso que mide apenas 20 centímetros de largo. «Pocas veces podemos ver una pierna de ballena», declara, al tiempo que levanta su presea con ambas manos y gesto reverente.
Aunque no cabe duda de que el basilosaurio era una ballena, de sus costados se proyectaban dos frágiles extremidades posteriores, cada una del tamaño de la pierna de una niña de tres años. Esos miembros, minúsculos y peculiares, son indispensables para demostrar que las ballenas modernas, esas máquinas nadadoras incomparables, descienden de mamíferos terrestres que alguna vez caminaron en cuatro patas, y Gingerich ha dedicado gran parte de su carrera a explicar esa metamorfosis, la más radical del reino animal.
Wadi Hitan (literalmente: «valle de las ballenas») ha sido fuente inagotable de esas «piedras Rosetta». En los últimos 27 años, Gingerich y sus colegas han localizado allí los restos de más de 1 000 ballenas y aún faltan por descubrir incontables ejemplares más. Al llegar al campamento nos reunimos con varios miembros del equipo, quienes acaban de regresar de sus propias excavaciones. Mohammed Sameh, jefe de guardas del zona protegida de Wadi Hitan, fue a buscar restos de ballenas en la zona oriental e informa que vio varios cúmulos de restos óseos: nuevas pistas sobre uno de los grandes acertijos de la historia natural. Por su parte, el jordano con posdoctorado Iyad Zalmout y el estudiante de maestría Ryan Bebej siguieron excavando un rostro de ballena que asoma en la pared de un acantilado. «Creemos que el resto del cuerpo está enterrado allí», dice Zalmout.
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El antepasado común de las ballenas y de todos los animales terrestres fue un tetrápodo de cráneo achatado y forma de salamandra que, hace unos 360 millones de años, se arrastró fuera de las aguas hacia una orilla fangosa. Sus descendientes mejoraron poco a poco la función de los pulmones primitivos, transformaron sus aletas redondeadas en patas y modificaron sus articulaciones mandibulares para oír en el aire en vez del agua. De entre los animales mamíferos resultaron ser de los más exitosos y tomaron el control de la Tierra hace alrededor de 60 millones de años. Las ballenas y otros pocos mamíferos dieron una «vuelta en U» evolutiva y adecuaron su plan corporal terrestre para percibir, comer, moverse y aparearse bajo el agua.
Ni siquiera los intelectos científicos más notables han podido esclarecer la forma en que las ballenas llevaron a cabo tal transformación. El propio Charles Darwin, reconociendo que ese misterio era uno de los principales obstáculos para su teoría de la evolución por selección natural, aventuró una explicación en la primera edición de El origen de las especies. Señaló que los osos negros pasaban largas horas nadado en lagos, con los hocicos abiertos para atrapar los insectos que flotaban en la superficie. «No encuentro imposibilidad alguna para que, en una competencia guiada por la selección natural, los osos hayan desarrollado hábitos y estructuras cada vez más acuáticas, con fauces cada vez más grandes, hasta dar origen a un ser tan monstruoso como la ballena». Pero aquella imagen recibió comentarios tan sarcásticos que el autor optó por omitirla en las ediciones posteriores.
Casi 100 años después, en el siglo xx, el paleontólogo George Gaylord Simpson seguía buscando una explicación que justificara el nicho que ocupan las ballenas en el ordenado árbol evolutivo de los mamíferos. «En términos generales, los cetáceos son los mamíferos más peculiares y aberrantes que hay ?dijo con manifiesta frustración?. No tienen un lugar propio en la escala de la evolución».
Y aprovechando esa coyuntura, los antievolucionistas declararon que si la ciencia era incapaz de explicar la transformación de las ballenas, entonces quizá la evolución nunca ocurrió. ¿En dónde estaban los fósiles que confirmaban la hipótesis? Los autores de Of Pandas and People, popular texto creacionista publicado originalmente en 1989, escribieron: «Las diferencias terrestres, anatómicas entre ballenas y mamíferos terrestres son tan grandes que, sin duda, hubo incontables formas intermedias que chapotearon y nadaron en los mares primitivos antes de la aparición de la ballena que conocemos hoy. Pero hasta ahora, nadie ha encontrado esas especies de transición».
Sin proponérselo, Philip Gingerich respondió el desafío a mediados de los setenta, cuando, luego de obtener su doctorado, comenzó a excavar en Wyoming, para documentar la meteórica escalada de los mamíferos a principios del Eoceno, 10 millones de años después de la extinción de los dinosaurios. En 1975, decidido a seguir el rastro de la migración mamífera entre Asia y América del Norte, comenzó su labor de campo en Pakistán, trabajando con formaciones del Eoceno medio en las provincias de Panyab y la Frontera del Noroeste (provincia Khyber Pakhtunkhwa). Pero muy pronto se decepcionó al descubrir que aquellos cúmulos sedimentarios de 50 millones de años de antigüedad no se formaron en tierra firme, sino en lechos marinos de la margen oriental del Mar de Tetis. De hecho, cuando su equipo desenterró una pelvis ósea, en 1977, bromearon con que los huesos habían pertenecido a «ballenas ambulantes», concepto descabellado pues, en aquellos días, los fósiles de ballenas más famosos presentaban muchas de las características de los cetáceos modernos, como mecanismos sofisticados para oír bajo el agua, colas anchas y poderosas con aletas laterales y ausencia de extremidades posteriores externas.
En 1979, un miembro del equipo pakistaní de Gingerich halló un cráneo de tamaño similar al de un lobo, pero con grandes prominencias óseas semejantes a velas que se proyectaban de la coronilla y los lados de la cabeza, y que servían de puntos de inserción a músculos fuertes del cuello y la mandíbula. Y lo más extraño: una caja craneana apenas más grande que una nuez. Ese mismo mes, Gingerich se topó con especímenes antiguos de ballenas en los museos de Lucknow y Kolkata, India. «Fue entonces cuando la diminuta cavidad del cráneo comenzó a tener sentido para mí, porque las ballenas primitivas poseían cráneos grandes y cerebros relativamente pequeños ?recuerda?. Llegué a la conclusión de que aquella criatura de sesos minúsculos bien podría ser una ballena muy primitiva».
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Gingerich llevó la matriz de piedra negra a su laboratorio y, cuando extrajo de ella el cráneo, encontró en la base una bula auditiva ?hueso denso del tamaño de una uva? que presentaba una cresta con forma de S, conocida como proceso sigmoideo: dos características anatómicas para la audición submarina. Por lo demás, el cráneo no presentaba otras adaptaciones de los cetáceos modernos para la audición direccional submarina y concluyó que, posiblemente, aquella criatura fue un animal semiacuático que pasaba mucho tiempo en aguas someras y luego regresaba a tierra para descansar y reproducirse.
El hallazgo de la ballena más primitiva conocida hasta entonces, a cuyo género Gingerich llamó Pakicetus, hizo que el paleontólogo percibiera a los grandes mamíferos acuáticos desde otra perspectiva. «Empecé a cavilar más y más en la tremenda transición ambiental de las ballenas ?recuerda?. A partir de entonces me he dedicado a buscar las numerosas formas de transición ocurridas desde ese fabuloso salto de la tierra al mar. Quiero encontrarlas todas».
En los ochenta, Gingerich puso la mira en Wadi Hitan y junto con su esposa, la paleontóloga B. Holly Smith, y un colega de Michigan, William Sanders, comenzó a buscar ballenas en formaciones 10 millones de años más recientes que los lechos donde encontró al Pakicetus. El trío recuperó esqueletos parciales de ballenas completamente acuáticas, de los géneros Basilosaurio y Dorudon (criatura más pequeña, con una longitud de cinco metros), que habían desarrollado bulas auditivas grandes y densas, amén de otras adaptaciones para oír bajo el agua; cuerpos fuselados con columnas vertebrales alargadas y colas musculosas que los impulsaban con poderosos movimientos verticales.
La región estaba plagada de esqueletos. «Al principio, creímos estar imaginando cosas ?recuerda Smith?. Pero luego de un tiempo en Wadi Hitan, nos dimos cuenta de que, en efecto, había ballenas por todas partes».
No fue sino hasta 1989 cuando el grupo, casi por accidente, halló el eslabón que buscaba para vincular a las ballenas con un antepasado terrestre.
Hacia el final de la expedición, mientras trabajaba con un esqueleto de basilosaurio, Gingerich encontró la primera rodilla de ballena jamás descubierta, en una pierna situada junto a la columna vertebral, pero en un sitio mucho más distal de lo esperado. ¡Al fin sabían dónde buscar las extremidades posteriores! Armados con esa información, volvieron a examinar algunos de los especímenes marcados en el mapa y muy pronto desenterraron un fémur, una tibia y un peroné, así como una masa ósea que sirvió de pie y tobillo a una ballena. El último día de la expedición, Smith encontró un juego completo de dedos alargados de las extremidades posteriores que medían 2.5 centímetros de largo.
Aunque incapaces de sostener el peso de un basilosaurio en tierra firme, aquellas extremidades no eran sólo vestigios, pues tenían puntos de inserción para músculos poderosos, así como articulaciones funcionales en los tobillos y un complejo mecanismo de fijación en la rodilla. Por ello, Gingerich especula que servían de estimuladores o guías durante el apareamiento.
No obstante el uso que diera el basilosaurio a sus minúsculas extremidades, el hallazgo confirmaba que los antepasados de las ballenas caminaron, trotaron y galoparon en tierra firme, aun cuando su identidad siguiera siendo un misterio. Algunas características esqueléticas de las ballenas primitivas, sobre todo sus grandes molares triangulares, eran semejantes a ciertos rasgos de los mesoniquios, grupo de carnívoros ungulados del Eoceno. En los cincuenta, inmunólogos investigadores habían identificado peculiaridades sanguíneas de las ballenas que sugerían su descendencia de los artiodáctilos, orden de mamíferos que comprende los cerdos, ciervos, camellos y demás ungulados con dedos pares.
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Más tarde, en los noventa, biólogos moleculares que estudiaban el código genético cetáceo concluyeron que el pariente vivo más cercano de las ballenas era el hipopótamo.
Pero más allá de las comparaciones moleculares entre animales vivos, la prueba incontrovertible para Gingerich y muchos otros paleontólogos radicaba en los huesos y, por ello, adoptaron la postura de que las ballenas descendían de los mesoniquios. Sin embargo, para comprobar su hipótesis, Gingerich tenía que encontrar un hueso particular: el astrágalo o hueso del tobillo, la estructura más distintiva del esqueleto artiodáctilo debido a su inusual forma de polea doble, con acanaladuras claramente visibles en las partes superior e inferior del hueso, evocadoras del surco de la rueda por donde corre la cuerda de una polea. El diseño confiere a los artiodáctilos mayor elasticidad y flexibilidad que la polea simple de los demás cuadrúpedos.
Al regresar a Pakistán, en 2000, Gingerich vio por fin su primer tobillo de ballena. Iyad Zalmout, quien entonces era estudiante de posgrado, había encontrado un hueso acanalado entre los restos de una nueva ballena de 47 millones de años, posteriormente denominada Artiocetus. Minutos después, el geólogo paquistaní Munir ul-Haq halló otro hueso similar en el mismo sitio. Al principio, Gingerich pensó que las dos piezas eran astrágalos de polea única procedentes de las extremidades posteriores derecha e izquierda del animal, y confirmaban que su hipótesis sobre el origen de las ballenas era correcta.
Sin embargo, al poner un hueso junto al otro, le inquietó constatar que eran ligeramente asimétricos. Mientras reflexionaba, manipuló las piezas como si armara un rompecabezas hasta que, de repente, encajaron formando un astrágalo perfecto de doble polea. Después de todo, los científicos de laboratorio tenían razón.
«Aun cuando el hallazgo era muy importante, echaba por tierra mis suposiciones ?recuerda Gingerich con una sonrisa irónica?. Pero no quedaba ya la menor duda sobre la procedencia de las ballenas y de que la teoría del hipopótamo no era simple ciencia ficción».
Desde entonces, diente por diente y hueso por hueso, Gingerich y un puñado de paleontólogos han integrado el expediente histórico de las ballenas primitivas. Gingerich supone ahora que los primeros cetáceos debieron parecerse a los antracotéridos, forrajeros esbeltos parecidos al hipopótamo que vivían en los bajíos pantanosos del Eoceno. No obstante sus formas y tamaños, las primeras ballenas y todos los órdenes de mamíferos modernos aparecieron hace unos 55 millones de años, durante la escalada de las temperaturas globales ocurrida a inicios del Eoceno. Aquellos animales vivieron en las costas orientales del Mar de Tetis, donde las aguas ejercían una fuerte atracción evolutiva: tibias, saladas, ricas en vida marina y carentes de dinosaurios acuáticos, los cuales se habían extinguido 10 millones de años antes. En su búsqueda de nuevas fuentes de alimento en las profundidades oceánicas, aquellos primeros exploradores acuáticos desarrollaron rostros más alargados y dientes afilados para atrapar peces. Luego, hace unos 50 millones de años, alcanzaron la etapa ejemplificada por el Pakicetus, transformándose en diestros nadadores cuadrúpedos que aún se desplazaban en tierra firme.
Al adaptarse al agua, las ballenas antiguas tuvieron acceso a un ambiente vedado para casi todos los mamíferos, con abundancia de comida y refugio, y escasez de competidores y depredadores; en suma, las condiciones ideales para una explosión evolutiva. A continuación, hubo infinidad de experimentos idiosincrásicos sobre la «condición de ballena», los cuales, en su mayoría, terminaron en la extinción. De esos ensayos fallidos surgieron el corpulento Ambulocetus de 750 kilogramos, acechador de patas cortas y enormes mandíbulas chasqueantes; el Dalanistes, con su largo cuello y cabeza de garza, y el Makaracetus, de probóscide corta, curvada y musculosa que tal vez usara para alimentarse de moluscos.
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Después, hace alrededor de 45 millones de años, conforme las ventajas del ambiente marino llevaban a las ballenas mar adentro, sus cuellos se volvieron más compactos y rígidos para desplazarse con más eficiencia bajo el agua, y sus rostros se alargaron y afilaron como proas de barcos. Las extremidades posteriores se engrosaron como pistones; los dedos se estiraron y unieron con membranas formando enormes patas palmeadas que culminaban en diminutos cascos heredados de sus antepasados ungulados. También mejoraron los métodos natatorios: algunas ballenas desarrollaron colas gruesas y poderosas que les permitían avanzar con vigorosas ondulaciones verticales de la parte inferior del cuerpo y, a la larga, la competencia selectiva en este eficaz estilo de locomoción favoreció a los animales de columnas vertebrales más largas y flexibles. Entre tanto, las fosas nasales retrocedieron por el rostro hasta alcanzar la coronilla, convirtiéndose en un orificio nasal o respiradero; a la vez que los cetáceos alcanzaban mayores profundidades, sus ojos empezaron a migrar de la parte superior a los lados de la cabeza, mejorando la visión lateral. Sus oídos también se volvieron más sensibles a los sonidos subacuáticos y, para ello, desarrollaron cojinetes de grasa que, extendidos en canal a lo largo de sus mandíbulas, hacían las veces de antenas submarinas que recogían vibraciones y las conducían al oído medio.
Aunque en perfecta armonía con el medio acuático, las ballenas de hace 45 millones de años todavía tenían que salir del agua y usar sus patas palmeadas para caminar en busca de agua fresca para beber, una pareja o un lugar seguro para sus crías. Pero al cabo de unos cuantos millones de años más ya no pudieron dar marcha atrás y el basilosaurio, el Dorudon y sus parientes jamás volvieron a pisar tierra firme, nadaron confiadamente mar adentro e incluso cruzaron el Atlántico hasta las actuales costas de Perú y el sur de Estados Unidos. Sus cuerpos terminaron de adaptarse a la vida en un medio exclusivamente acuático, de modo que sus extremidades anteriores evolucionaron en aletas que les permitían planear en el agua; sus colas se ensancharon horizontalmente para crear un aliscafo y la pelvis se desarticuló de la columna ampliando el movimiento vertical de la cola. No obstante, las patas traseras permanecieron intactas y conservaron sus minúsculas rodillas, pies, tobillos y dedos, ahora inútiles excepto, tal vez, para la reproducción.
La transición definitiva de basilosaurios a ballenas modernas comenzó hace 34 millones de años, durante un repentino periodo de enfriamiento climático que puso fin al Eoceno. El descenso de temperatura en las aguas polares, los cambios de las corrientes oceánicas y la crecida de aguas saladas y ricas en nutrientes en las costas occidentales de África y Europa guiaron a las ballenas hacia nichos ambientales completamente distintos, lo que impulsó las adaptaciones finales presentes en los cetáceos contemporáneos: grandes cerebros, ecolocación, grasa aislante y, en algunas especies, barbas filtradoras de kril en vez de dientes.
Más que refutarla, el registro fósil de las ballenas nos brinda ahora una de las demostraciones más impresionantes de la teoría evolutiva de Darwin, gracias, en gran medida, a la labor de Philip Gingerich. Y lo más irónico es que, aunque este paleontólogo fue educado con estrictos principios cristianos, en el seno de una familia menonita amish del oriente de Iowa, jamás fue testigo del choque entre la fe y la ciencia. «Son personas de gran humildad y sólo expresan opiniones de las cosas que conocen muy bien».
Gingerich aún no se explica el conflicto que divide a muchos entre la religión y la ciencia. En mi última noche en Wadi Hitan dimos un corto paseo fuera del campamento bajo un domo de estrellas relucientes. «Supongo que nunca he sido especialmente devoto ?confiesa?. Pero considero que mi labor es muy espiritual. Sólo imaginar aquellas ballenas nadando aquí, la forma como vivieron y murieron, los cambios que ha experimentado el mundo, eso basta para tomar conciencia de algo más grande que yo, que mi comunidad o que la existencia cotidiana». Alarga los brazos como si quisiera abarcar el horizonte y el desierto, con sus esculturas de arenisca talladas por el viento y sus incontables ballenas silenciosas. «Aquí hay espacio de sobra para toda la religión que cualquiera pueda anhelar».
Este reportaje corresponde a la edición de Agosto 2011 de National Geographic.