El lugar carece de una oferta turística, mientras su aeropuerto luce solitario.
Costas solitarias, playas largas de arena y gravilla fina, rocas abruptas y sabanas: Barahona es para casi todos los extranjeros la cara desconocida de la República Dominicana.
Cocodrilos dormitan en el lago salado de Enriquillo; en el parque nacional Jaragua se sientan a sus anchas tortugas, iguanas y flamencos. Aquí, en medio de la soledad, la gente es especialmente amable y abierta.
La mayoría de los hoteles y restaurantes son muy baratos. Lo que no hay son vuelos chárter ni paquetes turísticos con todos los gastos incluídos.
«¿Vuelos chárter? No recuerdo haber visto ninguno», dice una mujer enfundada en un elegante uniforme azul que trabaja en la aduana del aeropuerto internacional de Barahona. «Quizá venga mañana un pequeño avión privado de Miami», agrega.
Los edificios y las pistas, también la que se construyó para el aterrizaje de aviones de largo recorrido procedentes de Europa, están vacíos.
A la entrada del aeropuerto pastan vacas. El aeropuerto fue inaugurado con gran pompa en 1996, y rápidamente se convirtió en un fantasma.
En cambio, hay mucho ambiente en Playa San Rafael, al menos de viernes a domingo, cuando llegan allí en coche habitantes de la capital.
El viaje de Santo Domingo a Barahona dura casi cuatro horas y otra media hora para llegar a la pintoresca carretera costera que termina en Pedernales, en la frontera con Haití. Bahías con arrecifes alternan con largas playas, cocoteros y pueblecitos con casitas de piedra y madera.
En cada localidad hay una pequeña tienda que vende de todo, desde cerveza helada hasta sujetadores pasando por pan y jamón.
Ritmos de merengue y bachata suenan por viejos altavoces. Campesinos y pescadores tiran sus piezas de dominó. Todo el mundo saluda a todo el mundo. Es la República Dominicana en estado puro.
«Hola, sácanos una foto», dice un padre de familia al turista extranjero en la playa de San Rafael mientras le pasa su botella de ron Brugal.
Todos posan frente a un riachuelo borboteante que desemboca en una piscina natural. También hay mucha gente junto a los bares, donde se vende agua, cerveza y bebidas fuertes.
En muchos puestos se fríen piernas de pollo, pescado recién sacado del mar y grasosas tortitas de maíz. En la carretera costera, adolescentes de los pueblos cercanos celebran temerarias carreras en sus motocicletas, con el torso desnudo y sin casco.
Por la noche, el Parque Central y el paseo portuario se convierten en una zona de ocio. Los bancos y los cafés invitan a charlar con los vecinos. También en los cines y las discotecas se ven muy pocos extranjeros. Quien quiere pedir un taxi por la noche puede tener mala suerte. Sin embargo, las 24 horas del día hay motoconchos en donde se tienen que acomodar en sólo dos asientos el conductor, el padre, la madre y el nieto. Para los dominicanos no es ningún problema.
Hace 20 años, esta región contaba con 200 habitaciones de hotel. Hoy hay 2,500 esparcidas en un área de 100 kilómetros, todavía muy poco para que el aeropuerto de Barahona atraiga el interés de los touroperadores y las compañías aéreas internacionales. Para aquellos turistas que buscan la naturaleza, el sol y mucha tranquilidad no hay ningún problema.
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