Asociamos arqueología con selvas o desiertos, pero ¿cómo se realiza una excavación en la superpoblada ciudad de México?
Fotografía de Jesús López
Los arqueólogos que trabajan en las ruinas de Tenochtitlan, la capital insular de los mexicas, tienen mucho en común con sus colegas que exploran los vestigios de la Roma de los césares, Constantinopla y Lutecia: estudian asentamientos célebres de la antigüedad que se encuentran sepultados bajo bulliciosas megalópolis modernas.
Para estos investigadores pertinaces, la Ciudad de México, la Roma de nuestros días, Estambul y París representan barreras casi infranqueables, obstáculos en los que toda suerte de edificaciones y capas espesas de asfalto sólo les permiten abrir ventanas diminutas hacia el pasado.
Los arqueólogos de Tenochtitlan, ciertamente, laboran en escenarios poco románticos, sobre todo si los comparamos con quienes exhuman palacios mayas en las selvas de Chiapas. En la Ciudad de México, los arqueólogos pasan buena parte de su jornada en el interior de estrechas y húmedas trincheras a sabiendas de que, en el mejor de los casos, registrarán en tiempo récord una pequeña sección de un templo, una calzada, una vivienda o un basurero.
Pero por más reducidos que sean estos restos, sacar a la luz una fracción de la ciudad más famosa de Mesoamérica siempre les produce una enorme satisfacción y el gusto de ver una misión más que se cumple.
Obviamente, existen otras ventajas cuando se excava en un medio urbano. Por ejemplo, se tiene la facilidad de recurrir en forma constante a especialistas, publicaciones, colecciones comparativas e instrumental científico que, por lo general, no son accesibles en el campo.
Además, en los casos de las zonas arqueológicas del Templo Mayor y de Tlatelolco, zonas protegidas y por ello exentas de la vorágine constructiva que caracteriza a la ciudad, es posible abarcar temporadas de exploración tan prolongadas como sea necesario. Este simple factor favorece el registro detallado de la información y la buena conservación de los materiales recuperados.
Cuando se inicia una exploración arqueológica en el centro histórico de la Ciudad de México debe tomarse en cuenta que las capas superficiales son técnicamente difíciles de penetrar. Por si esto fuera poco, justo debajo de ellas se encuentra un inestable subsuelo arcilloso en el que pronto hace su aparición el manto freático muchas veces contaminado por aguas residuales.
Y allí se localizan precisamente los niveles más antiguos de la capital de la Nueva España, los cuales datan del periodo comprendido entre 1521 y 1650. Estas capas se distinguen por la abundancia de elementos culturales que atestiguan la vida opulenta de los conquistadores y sus descendientes.
Si se profundiza más allá de las capas coloniales, se encontrarán las ruinas de una Tenochtitlan terriblemente dañada por los enfrentamientos bélicos de 1521 y por la demolición sistemática de sus edificios emprendida tras la conquista. Lógicamente, son raras las ocasiones en que se logra alcanzar tales niveles.
Por tal motivo es poco lo que se conoce por medio de la arqueología acerca de la estructura y el funcionamiento de la antigua ciudad. Quizá la única excepción es el Recinto ceremonial. Este era un majestuoso espacio sagrado que se comenzó a construir en 1325 en el corazón de la capital mexica.
Estaba separado del espacio profano por una plataforma cuadrangular de más de 400 metros por lado. En su interior, los mexicas erigieron los más insignes edificios religiosos de su imperio, descritos con lujo de detalle por los militares y los frailes españoles.
En la actualidad se cuenta con una imagen bastante acabada del Recinto ceremonial gracias a los descubrimientos realizados durante tres décadas por el Proyecto Templo Mayor. Fundado en 1978 por Eduardo Matos Moctezuma, dicho proyecto daría a luz años más tarde al Programa de Arqueología Urbana.
En el éxito de ambos equipos, uno de investigación y otro de salvamento, la visión a largo plazo y el apoyo incondicional de numerosas instituciones han sido los mayores secretos. Así, generaciones sucesivas de especialistas han sumado piezas a un gigantesco rompecabezas que, sabemos bien, nunca se estará en condiciones de completar.
Las «piezas» más espectaculares son ni más ni menos que el Templo Mayor, pirámide dedicada a los dioses de la guerra y de la lluvia; la Casa de las Águilas, edificio neotolteca que servía como sala de velación y penitencia de los soberanos; los templos rojos, adoratorios neoteotihuacanos consagrados al culto de la deidad de la música; la cancha del juego de pelota, palestra en donde tenían lugar enfrentamientos rituales que emulaban la eterna batalla entre el día y la noche, y el calmécac, templo-escuela en que los nobles eran formados en todos los campos del saber.
Asociadas a estas espléndidas construcciones, han aparecido multitud de esculturas, pinturas murales y ofrendas, tesoros patrimoniales del pueblo de México que se exhiben actualmente en el Museo del Templo Mayor.
Uno de los más brillantes episodios de esta empresa científica se escribió hace apenas unos años, cuando el gobierno de la Ciudad de México ordenó la demolición de dos edificios que habían sido irremediablemente dañados por el terremoto de 1985.
Tal decisión levantó grandes expectativas entre los arqueólogos debido a que ambos inmuebles ocupaban un amplio solar frente a las ruinas del Templo Mayor. Los especialistas sabían que, a decir de ciertos documentos históricos, al menos tres soberanos mexicas habían sido enterrados en el Cuauhxicalco, un edificio que se encontraba precisamente al pie de la fachada principal de esta pirámide.
Un salvamento realizado en 2006 por el Programa de Arqueología Urbana corroboró la enorme importancia del solar. Entonces se construían los cimientos del nuevo Centro Cultural para las Artes de los Pueblos Indígenas, pero el 2 de octubre, cuando uno de los trabajadores introdujo su pico más allá de los límites señalados por el ingeniero de la obra, se descubrió el mayor monumento escultórico mexica conocido hasta la fecha.
Tras cinco siglos de enterramiento, el gigantesco monolito de Tlaltecuhtli, la «Señora de la Tierra», emergió a la superficie para mostrar a unos cuantos testigos su cuerpo femenino mitad humano y mitad animal. Los relieves de esta obra maestra representan a una divinidad que, en la cosmovisión indígena, se ubica en el alfa y el omega de un tiempo circular: Tlaltecuhtli da origen y propicia a las plantas, los animales, los seres humanos y los astros que pueblan el universo; pero también es ella quien devora sus cuerpos al momento de morir.
Como era de esperarse, un hallazgo de tal magnitud significó la cancelación del centro cultural. En marzo de 2007 se dio comienzo a una temporada más del Proyecto Templo Mayor para explorar el área con tecnología de punta y una metodología científica en extremo cuidadosa.
Desde entonces, un pequeño equipo interdisciplinario, conformado por especialistas de México, Japón, Francia e Italia, no ha dejado de excavar. El esfuerzo coordinado de arqueólogos, restauradores, biólogos, geólogos y arquitectos se ha traducido en la exploración de 20 ofrendas, casi todas compuestas por objetos nunca vistos.
En algunos momentos, sin embargo, se han vivido grandes sobresaltos. Tal fue el caso de la ofrenda 126. Al detectarla, dos miembros del equipo se percataron de que las enormes lápidas que cubrían la caja estaban a punto de colapsar. Por fortuna, se logró actuar a tiempo y evitar con ello la destrucción de miles de plantas, animales y artefactos del siglo xv.
Al cierre de esta edición se comenzaba a abrir un túnel hacia el poniente para continuar la búsqueda del Cuauhxicalco, es decir, el lugar de reposo de los soberanos mexicas según las crónicas del fraile dominico Diego Durán y del historiador indígena Hernando Alvarado Tezozómoc.
Si consideramos que hasta ahora no ha sido descubierta una sola tumba real en Tenochtitlan, parece evidente que un hallazgo de tal magnitud revolucionaría nuestro entendimiento sobre las costumbres funerarias y el poderío de esta civilización. Pero sólo el tiempo nos dirá si esta presunción era correcta.