Aunque sepas que tu adolescente asume algunos riesgos, en ocasiones puede ser sorprendente enterarte de ellos.
Hace no mucho, una linda mañana de mayo, mi hijo mayor, de 17 años, me llamó por teléfono para decirme que acababa de pasar un par de horas detenido en la estación de policía. Al parecer había estado conduciendo «algo rápido». ¿Qué es «algo rápido»?, pregunté. Resulta que este producto de mis genes y cuidados amorosos había corrido a 182 kilómetros por hora en la carretera.
«Eso es más que algo rápido», dije.
Estuvo de acuerdo. De hecho sonaba triste y arrepentido. No protestó cuando le hice saber que tendría que pagar las multas y probablemente un abogado. Tampoco discutió cuando señalé que a esa velocidad habría muerto de haber sucedido cualquier cosa (un perro atravesando la carretera, una llanta ponchada o hasta un estornudo).
Sonaba tan razonable que era casi irritante. Incluso admitió que el policía había hecho bien en detenerlo, ya que, en sus propias palabras, «no todos podemos ir por ahí a 182 kilómetros por hora».
Sin embargo, sí objetó una cosa. No le gustó que una de las acusaciones que le hicieron fuera por conducir imprudentemente. «Bueno -gruñí, esperando por fin una oportunidad para poder gritarle-, ¿tú cómo lo llamarías?».
«Es que no es correcto -me dijo con calma-. ‘Imprudente’ suena como si no prestaras atención. Pero no fue así.
De manera deliberada lo hice en un tramo recto de carretera, a plena luz del día, con buena visión de los señalamientos y nada de tráfico. Digo, no estaba acelerando impulsivamente. Estaba conduciendo. Creo que eso es lo que quiero que sepas. Si te hace sentir un poco mejor, estaba muy concentrado».
En realidad sí me hizo sentir mejor. Y eso me molestaba, pues no entendía por qué. Ahora ya lo entiendo.
Con la aventura a alta velocidad de mi hijo me surgió la pregunta que siempre se hacen quienes reflexionan sobre la clase de personas que llamamos adolescentes: ¿qué diablos estaba haciendo? Los científicos lo hacen de manera más fría. Preguntan: «¿cómo se explica este comportamiento?».
Pero incluso esta es solo otra manera de preguntarse, «¿qué sucede con estos muchachos? ¿Por qué actúan así?». Además de cuestionar, la pregunta emite un juicio.
A lo largo de la historia, la mayoría de las respuestas culpan a ciertas fuerzas oscuras que solo afectan al adolescente. Hace más de 2,300 años, Aristóteles concluyó que «la Naturaleza calienta a los jóvenes como el vino a los ebrios».
En la obra de teatro Cuento de invierno, de Shakespeare, un pastor desearía que «no hubiese edad entre los diez y los veintitrés años, o que la juventud durmiera durante el intervalo, pues entre las dos edades no hay sino muchachas embarazadas, ancianos maltratados, robos y peleas».
Su lamento tiñe también la mayoría de las interrogantes científicas modernas. G. Stanley Hall, quien formalizó los estudios sobre adolescentes en 1904 con su libro Adolescence: Its Psychology and Its Relations to Physiology, Anthropology, Sociology, Sex, Crime, Religion and Education, creía que este periodo replicaba etapas antiguas, menos civilizadas, del desarrollo humano.
Freud veía la adolescencia como una expresión de un conflicto psicosexual tormentoso. Para Erik Erikson era la crisis de identidad más tumultuosa de la vida. La adolescencia: siempre un problema.
Esa línea de pensamiento continuó hasta finales del siglo xx, cuando los investigadores desarrollaron la tecnología para obtener imágenes del cerebro; esto les permitió ver el cerebro de los adolescentes con suficiente detalle como para rastrear su desarrollo físico y sus patrones de actividad.
Las nuevas imágenes proporcionaron otra manera de preguntar lo mismo (¿qué sucede con estos muchachos?) y revelaron una respuesta que sorprendió a casi todos. Resultó que nuestros cerebros tardan mucho más en desarrollarse de lo que se creía.
Este descubrimiento sugería tanto una explicación simplista y poco favorable para el comportamiento exasperante de los adolescentes como una más compleja y positiva.
La primera serie completa de imágenes del cerebro adolescente en desarrollo -proyecto realizado por los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) que estudió a más de 100 jóvenes cuando estaban creciendo, en los años noventa- mostró que entre los 12 y 25 años nuestros cerebros sufren una reorganización gigantesca.
No es que el cerebro crezca mucho durante este periodo, pero durante nuestro paso por la adolescencia experimenta amplias remodelaciones, semejantes a las de una computadora cuando se actualizan sus redes y cableado.
Para empezar, los axones ?largas fibras nerviosas que las neuronas usan para mandar señales a otras neuronas? se cubren gradualmente de una sustancia grasosa y aislante llamada mielina (la materia blanca del cerebro), con lo que su velocidad de transmisión aumenta hasta 100 veces.@@x@@ Mientras tanto, a las dendritas (extensiones semejantes a ramas que las neuronas usan para recibir las señales de los axones cercanos) les crecen más ramas; así las sinapsis más utilizadas (pequeñas coyunturas químicas por medio de las cuales axones y dendritas se comunican químicamente) se vuelven más ricas y fuertes.
Al mismo tiempo, las sinapsis que se usan poco se empiezan a marchitar. Esta «poda» neuronal, como se le llama, ocasiona que la corteza cerebral (capa exterior de materia gris donde se realiza una gran parte de nuestro pensamiento consciente y complejo) se vuelva más delgada pero más eficiente. En conjunto, estos cambios hacen del cerebro un órgano mucho más rápido y sofisticado.
Este proceso de maduración continúa durante la adolescencia. Estos cambios físicos avanzan lentamente por etapas desde la parte trasera del cerebro hasta la frontal; desde zonas cercanas al tallo cerebral que se encargan de funciones más antiguas y básicas, como la visión, el movimiento y el procesamiento fundamental, hasta las regiones de evolución más reciente, que son más complejas, de la parte frontal.
El cuerpo calloso, que conecta los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro y transporta información esencial para muchas de sus funciones avanzadas, se engrosa a paso firme. El hipocampo, que es como un almacén de memoria, también desarrolla conexiones más fuertes con áreas de la parte frontal encargadas de establecer metas y comparar planes diferentes; el resultado es que nos volvemos más hábiles para integrar la memoria y la experiencia a nuestras decisiones.
Al mismo tiempo, las zonas frontales desarrollan mayor velocidad y conexiones más ricas, permitiendo generar y sopesar muchas más variables y planes que antes.
Cuando este desarrollo procede de manera normal, equilibramos mejor nuestros impulsos, deseos, metas e intereses personales con las reglas, la ética e incluso el altruismo, lo que da lugar a un comportamiento más complejo y, por lo menos a veces, más sensato.
Pero hay ocasiones, en especial al principio, en que el cerebro hace su trabajo con torpeza. Es difícil hacer que todos esos engranes nuevos encajen bien.
Beatriz Luna, profesora de psiquiatría que estudia el cerebro adolescente con técnicas de neuroimagen, usó una prueba simple que ilustra esta curva de aprendizaje. Luna escaneó los cerebros de niños, adolescentes y jóvenes veinteañeros mientras jugaban, sin tocar nada, una especie de videojuego cuyo objetivo era evitar mirar una luz que aparecía de repente.
Los participantes tenían ante sí una pantalla donde una cruz roja ubicada al centro a veces desaparecía, al mismo tiempo que una luz parpadeaba en otro lugar de la pantalla. El objetivo era mirar en la dirección opuesta a la luz. Un sensor detectaba cualquier movimiento de los ojos. Es una tarea difícil, ya que las luces parpadeantes llaman nuestra atención naturalmente.
Para triunfar hace falta suprimir tanto un impulso normal por ponerle atención a la nueva información como la curiosidad de ver algo prohibido.
Los niños de 10 años son pésimos: fallan 45% de las veces. Los adolescentes son mucho mejores. Para cuando tienen 15 años les puede ir tan bien como a un adulto si están motivados: resisten la tentación entre 70 y 80% de las veces.
Sin embargo, estos resultados no fueron lo que le pareció más interesante a Luna, sino las imágenes del cerebro que tomó mientras los participantes hacían la prueba.
Comparados con los adultos, los adolescentes tendían a usar menos las regiones del cerebro que controlan el desempeño, localizan errores, planifican y mantienen la concentración. Al parecer los adultos utilizaban estas áreas de manera automática.
No obstante, si se les ofrecía una recompensa adicional a los adolescentes, podían forzar esas regiones de su cerebro a trabajar más y de esa manera mejorar sus resultados. Para cuando tienen 20 años, sus cerebros reaccionan a esta actividad de manera muy similar a la de los adultos.
Luna sospecha que esta mejora llega cuando la región ejecutiva del cerebro se vuelve más efectiva gracias al enriquecimiento de las redes y a conexiones más rápidas.
Estos estudios ayudan a explicar por qué los adolescentes se comportan con una inconsistencia tan irritante: son cautivadores en el desayuno, desagradables en la cena, autoritarios el martes y sonámbulos el sábado.
Además de carecer, en general, de experiencia, todavía están aprendiendo a usar las nuevas redes de su cerebro. El estrés, el cansancio y los retos pueden ocasionar fallas.
La curva de desarrollo lenta y dispareja que revelaron estos estudios de imágenes cerebrales ofrece una explicación atractiva y concisa para las estupideces que cometen los adolescentes: ¡actúan así porque sus cerebros no están terminados!
Esta perspectiva, como se desprende de los títulos de muchos artículos científicos y de divulgación acerca del «cerebro adolescente», pinta a los adolescentes como una «obra en construcción» cuyos «cerebros inmaduros» hacen que la gente se pregunte si están en un estado «parecido al retraso mental».
Sin embargo, el texto que lees en este momento cuenta una historia científica distinta sobre el cerebro adolescente. En los últimos cinco años, mientras la versión de los adolescentes como obra en construcción seguía difundiéndose en nuestra cultura, unos cuantos investigadores comenzaron a ver los descubrimientos cerebrales y genéticos recientes bajo una nueva luz, más favorecedora, marcada por la teoría de la evolución.
La explicación resultante -llamémosle la versión adaptativa del adolescente- lo pinta menos como un borrador y más como una criatura sumamente sensible y adaptable, con un cerebro casi idóneo para la tarea de pasar de la seguridad del hogar al complicado mundo exterior.
Esta visión probablemente guste más a los adolescentes. De mayor importancia es que encaja mejor con el principio más fundamental de la biología: la selección natural, implacable con los rasgos disfuncionales.@@x@@ Si la adolescencia fuera en esencia una colección de ellos ?angustia, estupidez, prisa, imprudencia, egoísmo, torpeza?, ¿cómo lograron sobrevivir? No habrían podido, al menos no si tales características fueran las más importantes o trascendentales de esa etapa de la vida.
La respuesta es que esos rasgos problemáticos de hecho no caracterizan la adolescencia; simplemente son los más notorios porque nos molestan o ponen en riesgo a nuestros hijos. B.J. Casey, neurocientífica, señala que «estamos muy acostumbrados a ver la adolescencia como un problema, pero mientras más aprendemos sobre lo que la hace única, más parece que es un periodo muy funcional e incluso adaptativo.
Es exactamente lo que necesitas para hacer las cosas que en ese momento se requieren».
Para ver más allá del adolescente bobo y molesto, y poder vislumbrar al adolescente adaptativo que lleva dentro, no debemos fijarnos en conductas específicas, y a veces alarmantes, sino en los rasgos más profundos que subyacen a dichos actos.
Hablemos primero de la atracción que sienten los adolescentes por las emociones fuertes. A todos nos gustan las cosas nuevas y emocionantes, pero nunca las valoramos tanto como en la adolescencia.
En este periodo alcanzamos la cima de lo que los científicos de la conducta llaman la búsqueda de sensaciones: la cacería de la excitación neural, ese sobresalto que nos proporciona lo inusual o lo inesperado.
Buscar sensaciones no es algo necesariamente impulsivo. Es posible planear de forma muy deliberada una experiencia en la que se busquen ciertas sensaciones -saltar en paracaídas o conducir rápido-, como lo hizo mi hijo.
La impulsividad tiende a disminuir a lo largo de la vida, a partir de los 10 años, pero el gusto por las emociones fuertes alcanza su nivel más alto alrededor de los 15.
Y aunque la búsqueda de sensaciones puede llevar a conductas peligrosas, también ocasiona algunas positivas: las ganas de conocer gente nueva, por ejemplo, pueden crear un círculo de amigos más amplio, lo que generalmente nos hace más sanos, felices, seguros y exitosos.
Este lado bueno tal vez explique por qué la curiosidad sigue siendo tan destacada en el desarrollo del adolescente, aunque a veces mate al gato. Una atracción por lo novedoso conduce directamente a experiencias útiles.
De manera más amplia, esa cacería de sensaciones proporciona la inspiración necesaria para «salir de la casa» y ponernos en terreno nuevo, como dice Jay Giedd, investigador pionero del cerebro adolescente en los NIH.
Correr riesgos también alcanza su máximo durante la adolescencia (y es quizá lo que más aflicción causa a los adultos). Cuando somos adolescentes, coqueteamos con el riesgo con más avidez que en cualquier otra etapa de la vida.
Esto se puede ver consistentemente en el laboratorio, donde los adolescentes se arriesgan más en experimentos controlados que implican desde jugar a las cartas hasta conducir un auto en un simulador.@@x@@ Y se puede ver en la vida real, donde el periodo entre los 15 y 25 años trae consigo una gran incidencia de aventuras riesgosas y consecuencias terribles.
En este grupo de edad, los índices de muerte a causa de accidentes de todo tipo (excepto los de trabajo) son altos. La mayoría de los casos de abuso a largo plazo de drogas o alcohol empiezan en la adolescencia, e incluso la gente que después suele beber alcohol con moderación a menudo lo consumió en exceso durante la adolescencia.
¿Qué, estos jóvenes son simplemente estúpidos? Esa es la explicación convencional: no piensan o, de acuerdo con el modelo que los ve como obra en construcción, sus cerebros endebles les fallan. Pero estas explicaciones no se sostienen.
Como señala Laurence Steinberg, psicólogo del desarrollo especializado en la adolescencia de la Universidad de Temple, incluso los jóvenes de entre 14 y 17 años (quienes más riesgos toman) usan las mismas estrategias cognitivas básicas que los adultos y suelen resolver sus problemas razonando tan bien como ellos.
Contrario a lo que se cree, están plenamente conscientes de ser mortales. Y, como los adultos, dice Steinberg, «los adolescentes en realidad sobreestiman el riesgo».
Entonces, si piensan tan bien como los adultos y reconocen los riesgos de igual manera, ¿por qué los adolescentes corren más riesgos? Porque sopesan el riesgo contra la recompensa de manera distinta: en situaciones donde el riesgo les puede dar algo que quieren, otorgan más valor a la recompensa que los adultos.
Steinberg usa un videojuego que lo ilustra muy bien. En él hay que atravesar un pueblo en auto en el menor tiempo posible. A lo largo del camino hay muchos semáforos. Como en la vida real, a veces el semáforo cambia de verde a amarillo mientras el auto se acerca, lo que te obliga a decidir rápidamente si cruzar o frenar.
Ganas tiempo (y puntos) si logras pasar antes de que el semáforo se ponga en rojo. Pero si lo intentas cuando está en rojo, perderás aún más tiempo que si te hubieras detenido. De esta manera, el juego te premia por tomar cierta cantidad de riesgo, pero te castiga si es demasiado.
Cuando los adolescentes hacen el recorrido solos, en lo que Steinberg denomina la situación emocionalmente «tranquila» de una habitación vacía, toman casi los mismos riesgos que los adultos. Pero si se añade algo que al adolescente le importa, la situación cambia.
En este caso, Steinberg añadió amigos: cuando había amigos presentes, el adolescente tomaba el doble de riesgos, tratando de ganarle a la luz amarilla cuando no lo había hecho antes. Los adultos, por su parte, no cambiaron su forma de conducir cuando un amigo los veía.
Para Steinberg esto muestra claramente que la predilección por correr riesgos aumenta no por un cerebro endeble, sino por una valoración mayor de la recompensa.
«No es que se arriesgaran más porque de pronto subestimaron el riesgo -dice-. Lo hicieron porque le dieron un peso mayor a la recompensa».
Los investigadores como Steinberg y Casey creen que esta ponderación en favor del riesgo ha sido seleccionada porque, a lo largo de la evolución humana, la disposición para arriesgarse en este periodo de la vida otorga una ventaja adaptativa. A menudo, el éxito requiere salir del hogar para ir a situaciones menos seguras. «Mientras más busques lo novedoso y tomes riesgos -dice Baird-, mejor te va a ir».
Como sugiere el juego de Steinberg, los adolescentes responden fuertemente a las recompensas sociales. Tanto la fisiología como la teoría evolucionista ofrecen explicaciones para esta tendencia.
Fisiológicamente, en la adolescencia el cerebro alcanza una sensibilidad máxima a la dopamina, neurotransmisor que al parecer prepara y activa los circuitos de recompensa y favorece el aprendizaje de patrones y la toma de decisiones. @@x@@Esto ayuda a explicar la rapidez de los adolescentes para aprender y su extraordinaria receptividad a las recompensas, al igual que sus reacciones entusiastas, y a veces melodramáticas, tanto al éxito como al fracaso.
De manera similar, el cerebro adolescente es sensible a la oxitocina, otra hormona neural que, entre otras cosas, hace que las conexiones sociales sean particularmente gratificantes.
Hay una gran superposición de las redes neurales y las dinámicas asociadas con la recompensa en general y con las interacciones sociales. Si se activa una, muchas veces también lo hace la otra. Si se activan en la adolescencia, es como prender fuego.
Esto ayuda a explicar otro rasgo propio de los adolescentes: prefieren la compañía de gente de su edad más que en cualquier otra etapa de la vida. En cierto grado, esta pasión por estar con pares de su edad simplemente expresa, en el ámbito social, la atracción general de los adolescentes por la novedad: otros adolescentes ofrecen mucho más que la familia.
Pero gravitan hacia sus pares por otra razón más poderosa: invertir en el futuro en lugar del pasado. Llegamos a un mundo hecho por nuestros padres, pero la mayor parte de nuestras vidas transcurrirá en un mundo dirigido y moldeado por nuestros pares, ya sea que prosperemos o no en él.
Conocerlos, entenderlos y crear relaciones con ellos es esencial para nuestro éxito. Por ejemplo, las ratas o los monos más espabilados socialmente suelen conseguir las mejores zonas para procrear o los territorios más codiciados, más comida y agua, más aliados y más sexo con parejas mejores y más sanas. Y ninguna especie es más compleja y profundamente social que los seres humanos.
Esta característica sumamente humana hace de las relaciones entre pares no una atracción secundaria sino el acto principal. De hecho, algunos estudios de escaneos cerebrales sugieren que nuestros cerebros reaccionan al rechazo de los pares de manera similar que ante amenazas a la salud física o el suministro de alimento.
En otras palabras, a nivel neural percibimos el rechazo social como una amenaza a la existencia. Saber esto nos ayuda a tolerar la histeria de alguien de 13 años decepcionado por un amigo o la tristeza de alguien de 15 cuando no lo invitan a una fiesta. ¡Estos chicos!, nos lamentamos. Reaccionan a los altibajos sociales como si su destino dependiera de ellos. Tienen razón. Sí depende de ellos.
Entusiasmo, novedad, riesgo, la compañía de los pares. Estos rasgos definitorios de la adolescencia nos hacen más adaptativos, como individuos y como especie.
Sin duda es por eso que, definidos en un sentido amplio, se trata de rasgos que parecen surgir casi en toda cultura, moderna o tribal. Los antropólogos han descubierto que prácticamente todas las culturas del mundo ven la adolescencia como un periodo caracterizado por preferir la novedad, la emoción y a los coetáneos.
Este reconocimiento casi universal destruye la noción de que la adolescencia es una creación cultural. La cultura no crea la adolescencia.
La singularidad de este periodo surge de genes y procesos de desarrollo que han sido seleccionados durante miles de generaciones porque desempeñan un papel importantísimo en este periodo clave de transición: producir una criatura optimizada para salir de un hogar seguro a un territorio desconocido.
Salir del hogar es lo más difícil que hacen los humanos, así como lo más decisivo, no solo para los individuos, sino para una especie que ha mostrado una habilidad sin igual para conquistar ambientes nuevos.
En términos científicos, los adolescentes pueden ser un dolor de huevos, pero posiblemente sean los seres humanos más completa y crucialmente adaptativos. Sin ellos, la humanidad quizá no se hubiera esparcido por el mundo con tal facilidad.
Por acertada que sea, esta visión del adolescente adaptativo puede ser difícil de asimilar, más aún para los padres que tienen que lidiar con los momentos más agotadores, contradictorios y aterradores de la adolescencia.
La selección natural blande una espada afilada y los momentos de descuido del adolescente pueden traer consecuencias espantosas. Quizá no corramos el riesgo de morir en batallas rituales o de que nos coma un leopardo, pero las drogas, el alcohol, los accidentes de tráfico y el crimen cobran una cuota enorme.
Mi hijo vive y prospera en la universidad, sin auto, pero algunos de sus amigos del bachillerato murieron durante sus experimentos al volante.
Por supuesto, nosotros los padres también tropezamos a menudo al tratar de caminar sobre la línea borrosa que divide el ayudar a nuestros hijos y estorbarles en su adaptación a la edad adulta.
Y no obstante podemos ayudar, y lo hacemos. Podemos prevenir algunos de los peores peligros del mundo y dar un empujoncito a los adolescentes para que respondan adecuadamente ante los demás riesgos.
Los estudios muestran que cuando los padres se involucran y guían a sus adolescentes con mano suave pero firme, manteniendo el contacto pero permitiendo la independencia, generalmente a sus hijos les va mucho mejor en la vida.
Los adolescentes quieren aprender sobre todo, pero no por completo, de sus amigos. En cierto grado y en algunas ocasiones (detectarlas es tarea de los padres), el adolescente reconoce que sus padres pueden ofrecer algo de sabiduría, un conocimiento que se valora no por venir de la autoridad paterna, sino de la lucha de los propios padres por aprender cómo funciona el mundo.
Mientras tanto, en tiempos de duda, uno puede inspirarse en lo último que distingue al cerebro adolescente, la clave final tanto de su torpeza como de su sorprendente adaptabilidad.
Se trata de la plasticidad prolongada de las zonas frontales, las que más tardan en desarrollarse, mientras maduran lentamente. Como se mencionó antes, estas regiones son las últimas en las que se establece la capa grasosa y aislante de mielina (la materia blanca del cerebro) que acelera la transmisión.
A primera vista parecen malas noticias: si necesitamos estas áreas para afrontar la compleja tarea de entrar en el mundo, ¿por qué no van a máxima velocidad cuando los retos son mayores?
La respuesta es que el precio que se paga por la rapidez es la flexibilidad. Aunque la cubierta de mielina acelera mucho el ancho de banda de un axón, también inhibe el crecimiento de nuevas ramas.
De acuerdo con Douglas Fields, neurocientífico de los NIH que ha dedicado años al estudio de la mielina, «esto hace que el periodo en el cual se establece la mielina en un área cerebral sea crucial para el aprendizaje; el cableado se está mejorando, pero cuando el trabajo termine, será difícil hacer cambios».
La ventana en la que la experiencia puede recablear mejor esas conexiones es muy específica para cada zona del cerebro. De esta forma, los centros de lenguaje adquieren su aislante con más fuerza en los primeros 13 años, cuando un niño está aprendiendo el lenguaje.
El aislante completo consolida lo ganado, pero hace que obtener algo nuevo, como un segundo idioma, sea más difícil. Así sucede con la mielinización de la zona frontal del cerebro durante el periodo del final de la adolescencia y el principio de los veinte.
Este retraso en la finalización del proceso -que frena nuestra preparación? aumenta la flexibilidad mientras confrontamos y entramos en el mundo donde viviremos como adultos.
Esta larga y lenta ola de desarrollo, que va desde atrás del cerebro hacia adelante y que termina hasta mediados de los veinte, parece ser una adaptación exclusivamente humana. Y puede ser una de las más trascendentales.
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