La afluencia de nómadas ha puesto de cabeza la capital de Mongolia
No hace mucho, Ochkhuu Genen recogió cuanto quedaba de su vida anterior y, tras meterlo todo en una camioneta china prestada, se mudó a la creciente capital de Mongolia, Ulán Bator. El joven pastor mongol nunca dejó adivinar su conflicto personal, concentrado como estaba en empaquetar, cargar, desempaquetar y ensamblar.
A las pocas horas, Ochkhuu ya había levantado su yurta (la tradicional tienda nómada circular) en el pequeño lote con piso de tierra que había. Alrededor, miles de parcelas parecidas, cada cual con una yurta en el centro, se apretujaban en las laderas de las colinas que dominan Ulán Bator.
Luego de instalar el tiro de la estufa y clavar las estacas en el suelo, el pastor abrió la pequeña puerta de madera para que entrara su esposa, Norvoo, quien llevaba en brazos al pequeño Ulaka, seguida de Anuka, su hija de seis años. Norvoo dejó de lado sus inquietudes para asegurar que su yurta resultara tan confortable como lo era en el campo.
Sin embargo, la vista fuera de la tienda era totalmente distinta de la que disfrutaban en la estepa, a una hora escasa al suroeste de la capital. En vez de extensos pastizales, los rodeaba una empalizada de dos metros de altura a corta distancia de la vivienda y, como sustituto del atesorado ganado de Ochkhuu (caballos, reses y borregos), lo que tenían era el perro del casero.
All otro lado de la valla, en las barriadas ruinosas o distritos de yurtas, se hacina casi 60 % de los 1.2 millones de habitantes de Ulán Bator, sin calles pavimentadas, servicios sanitarios ni agua corriente. En los distritos de yurtas imperan la criminalidad, el alcoholismo, la pobreza y la desesperación, por lo cual muchos residentes hacen algo impensable para cualquier pastor: cierran sus portones al caer la noche.
«Cuando salimos de la yurta, lo único que vemos es la valla -se lamenta Ochkhuu-. Es como si viviéramos en una caja». Aunque los nómadas no nacieron para vivir encajonados, Ochkhuu y Norvoo no tienen opción. Durante el invierno 2009-2010, la mayor parte del ganado familiar murió congelado o por inanición durante un blanco dzud, devastador temporal de nieve, hielo y frío brutal que suele seguir a una sequía de verano; aquel año se prolongó más de cuatro meses.
Cuando el clima finalmente cambió, solo quedaban 90 de las 350 cabezas del rebaño original de la pareja; de hecho, ese invierno perecieron cerca de ocho millones de animales en toda Mongolia: vacas, yaks, camellos, caballos, cabras y borregos.
«Después de aquello, vi que no teníamos futuro en el campo -comenta Ochkhuu, apesadumbrado-. Así que decidimos vender lo que quedaba de nuestro rebaño y empezar una nueva vida». La decisión también fue motivada por la ambición calculada de mejorar las vidas de sus hijos.
En el campo vivían lejos de los servicios de salud y las escuelas, pero en Ulán Bator era posible obtener atención médica para su pequeño hijo y Anuka podía asistir a una escuela pública. Hoy día, más de medio millón de individuos como Ochkhuu y Norvoo residen en UB -apelativo que dan los mongoles a su capital nacional, Ulán Bator-.@@x@@Muchos fueron expulsados de las estepas a causa de los inviernos crudos, la mala suerte y sus perspectivas limitadas, pero los yacimientos de carbón, oro y cobre de Mongolia captan millones de dólares en inversión extranjera, lo que ha motivado a muchos a migrar a UB en busca de oportunidades de empleo.
Al alejarnos de los rascacielos del centro de la ciudad, nos asalta la sensación de que UB no es más que un desordenado pueblo fronterizo que se extiende sobre un valle fluvial. Fundado en 1639 como centro monástico budista y avanzada comercial flotante, para 1778 el asentamiento echaba raíces en su ubicación actual, a lo largo de la calzada importante que rodeaba la base de una montaña de poca altura.
Hoy día, ese camino recibe el nombre de Avenida de la Paz y sigue siendo la única ruta directa para cruzar la ciudad de lado a lado. La avenida está repleta por el tráfico. Conducir en ella es como montar una banda transportadora que se desplaza a lo largo de derruidas unidades habitacionales de la era soviética y bocacalles que corren alentadoramente unos 50 metros hasta que, de pronto, se detienen en una barricada de inexplicables montones de hierro oxidado y concreto y edificios de oficinas tan torpemente ubicados que ningún taxista puede dar con ellos.
Sumemos a esto el torrente de nómadas, muchos de ellos recién llegados, que carecen de destrezas básicas como conducir en la ciudad o cruzar una calle transitada, y que desconocen las sutilezas de la interacción social en un ambiente urbano.
Suele ocurrir que, mientras la gente hace fila en un quiosco, algún hombre corpulento y recio, vestido con atuendo de pastor (botas esteparias, sombrero de fieltro y el tradicional del que lo envuelve), se meta, cual jugador de hockey, a empellones en la fila solo para ver lo que venden allí; si hay otros pastores formados, el individuo será expulsado con la misma brusquedad.
Pero eso sí, sin peleas ni resentimientos. Así son las cosas en UB. «Esta gente es completamente libre -dice Baabar, importante editor e historiador que suele escribir sobre la idiosincrasia nacional de Mongolia-. Aunque hayan pasado muchos años en la capital, conservan la mentalidad nómada y hacen lo que quieren, cuando quieren.
Obsérvelos cruzar una calle. Se lanzan al arroyo sin siquiera pestañear. Nunca hacen concesiones, ni siquiera con un auto que se aproxima a toda velocidad. La nuestra es una nación de individuos audaces que no reconoce reglas». Un sábado por la mañana, Ochkhuu, Norvoo y sus hijos regresaron al campo a pasar el fin de semana con los padres de Norvoo y disponerlo todo en la granja para el invierno.
Junto con Jaya, su suegro, Ochkhuu cortó heno durante ocho horas continuas; llegada la noche del domingo, el establo contenía suficiente forraje para mantener con vida a los animales durante toda la estación, incluso con un dzud. Jaya, quien también perdió mucho de su ganado en la última tormenta invernal (su rebaño menguó de más de 1 000 cabezas a solo 300), estaba decidido a recuperarse de aquel revés apoyándose en su experiencia como pastor durante y después del periodo comunista, que echa mucho de menos.
«No me gustaba que los burócratas me dijeran qué hacer. Pero el comunismo nos protegía de desastres ?explica?. Aun si perdíamos todos los animales, no moríamos de hambre». A pesar de que respaldaron la decisión de Ochkhuu y Norvoo de mudarse a la capital, Jaya y su esposa, Chantsal, mencionaron a menudo lo solos que se sentían ahora que no eran sus vecinos.@@x@@Con todo, mudarse a UB está fuera de discusión. «No duraría una semana en esa ciudad -refunfuña Jaya-. Demasiado ruido, demasiado trajín y traqueteo. Estoy seguro de que me enfermaría y moriría».
A diferencia de otros que fracasaron durante el dzud, los hombres como Jaya y Ochkhuu son pastores auténticos, afirma el historiador Baabar. Tras la caída del comunismo, la clausura de fábricas de la era soviética orilló a miles de personas a emigrar de UB para retomar sus raíces pastorales, pero muchos «habían olvidado la vida nómada, la crianza de ganado, la supervivencia en aquellos inviernos crudos», dijo.
Todo esto ocurre en una época en que Mongolia, nación comunista hasta 1990, busca validar su condición frente a Rusia y China, dos potencias vecinas que la han mangoneado durante siglos. Tal vez por ello, el nacionalismo incluso la xenofobia? va en aumento y cada vez es más frecuente que los extranjeros sean responsabilizados de los problemas de Mongolia, a la par que los políticos locales y nacionales, cuya acendrada corrupción es ampliamente conocida.
Acusados de enriquecerse a expensas de Mongolia, los empresarios chinos visitantes ya no salen de noche a las calles de UB, temerosos de los ataques de jóvenes que, vestidos de cuero negro, siguen el ejemplo de Gengis Kan, personaje que ha vuelto a ponerse de moda como símbolo del orgullo mongol.
Proscrito en el periodo soviético, sus imágenes están ahora por todas partes, desde etiquetas de vodka y naipes hasta una colosal estatua ecuestre de acero, de 40 metros de altura, situada en la estepa como a una hora de viaje al oriente de la capital, desde donde dirige su mirada colérica hacia China. Y no es el único que mira en esa dirección.
Según diversos cálculos, Mongolia yace sobre una reserva explotable de carbón, cobre y oro valuada en un billón de dólares; está concentrada, eminentemente, cerca de la frontera con China, en las inmediaciones de Oyu Tolgoi, o Colina Turquesa, sitio donde Ivanhoe Mines, el gigante canadiense de la minería, ha empezado a explotar el yacimiento de cobre y oro más grande del mundo en sociedad con la angloaustraliana Rio Tinto y el gobierno mongol, cuya participación es de 34 % en un proyecto que, potencialmente, podría inyectar miles de millones de dólares a la economía nacional.
Sin embargo, está por verse cuánto de ese ingreso migrará 550 kilómetros al norte, hasta los bolsillos de gente como Ochkhuu. Expertos del Banco Mundial y Naciones Unidas instan a Mongolia a invertir el capital en infraestructura, capacitación y fomento económico, pero el gobierno que encabeza el actual primer ministro, Sukhbaatar Batbold, ha optado por una estrategia más directa al prometer pagar a cada hombre, mujer y niño un total de 1 200 dólares como participación de las ganancias mineras.
Ochkhuu duda de recibir ese dinero y, entretanto, necesita encontrar empleo. Al principio probó suerte como empresario. En colaboración con un socio, alquiló una habitación en un hotel de la ciudad para ofrecerla a los habitantes de los distritos de yurtas quienes, sin agua corriente, necesitan un lugar donde ducharse o un baño de tina. Pero muy pocos aceptaron el ofrecimiento.
Al final, Ochkhuu perdió más de 200 dólares en el negocio, una parte sustancial de sus ahorros. Ahora tiene la intención de comprar un auto usado y convertirlo en taxi. Para ello, tendrá que solicitar un préstamo, pero el ingreso resultaría adecuado, amén de que la libertad de conducir el vehículo y el incentivo de ser su propio jefe resultan muy atractivos.
Lo más importante es que podría llevar y traer a su hija de la escuela. «Tal vez no podamos criar animales en UB -añade-. Pero es un buen lugar para educar a los niños». Al cruzar la empalizada de su patio, Ochkhuu tira trabajosamente del portón de madera hasta que escucha el chasquido del cerrojo. «Dios mío, cómo echo de menos mis caballos», suspira.
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