En Vietnam hay una jungla dentro de una cueva colosal. En ella cabría un rascacielos, y el final no se ve.
Reconozno el acento británico, militar, de Jonathan Sims, pero no tengo idea de qué habla. Lo encuentro con mi lámpara, sentado solo en la negrura que recorre la pared de la cueva.
«Continúa, amigo -gruñe Sims-. Sólo estoy dejando descansar el tobillo lastimado».
Ambos habíamos cruzado atados con cuerdas el estrepitoso río subterráneo Rao Thuong y escalado seis metros de una torre de piedra caliza en forma de cuchillas hasta la ribera de arena. Avanzo solo, siguiendo con el haz de la lámpara de mi casco huellas de hace un año. En la primavera de 2009, Sims fue miembro de la primera expedición que entró a Hang Son Doong, o «caverna en el río de la montaña», localizada en un lugar remoto del centro de Vietnam. La cueva está escondida en el escarpado Parque Nacional Phong Nha-Ke Bang, en la cordillera Annamita y cerca de la frontera con Laos; es parte de una red de unas 150 cuevas, muchas de las cuales no han sido inspeccionadas. Durante la primera expedición el grupo exploró cuatro kilómetros de Hang Son Doong, hasta que una pared de 60 metros de calcita enlodada los detuvo. La llamaron la Gran Muralla Vietnamita. En la parte de arriba podrían distinguir un espacio abierto y rastros de luz, pero no tenían idea de lo que había al otro lado. Un año después han vuelto -siete espeleólogos británicos experimentados, científicos y varios cargadores- para escalar la pared (si pueden), medir el pasadizo y seguir adelante hasta el final de la cueva.
El camino desaparece detrás de una pila de escombros: bloques de piedra del tamaño de edificios que se desprendieron del techo y chocaron contra el suelo de la cueva. Volteo hacia arriba, pero la inmensidad de la cueva sofoca la pequeña luz de mi casco, como si observara un cielo sin estrellas. Me dijeron que estoy dentro de un lugar del tamaño suficiente para albergar un 747, pero no hay manera de saberlo: la oscuridad es igual que si tuviera la cabeza metida en un saco de dormir.
Apago la lámpara sólo para sentir qué tan profunda es la oscuridad. Al principio no hay nada. Pero entonces, a medida que mis pupilas se acostumbran, me sorprende distinguir adelante una luz fantasmal. Busco un camino entre los escombros, casi corriendo por la emoción, mientras las rocas se mueven bajo mis pies y resuenan en toda la cámara invisible. Subo una pendiente pronunciada y rodeo una cresta, como si estuviera en una ladera, y me detengo en seco.
Un enorme haz de luz solar entra en la cueva como una cascada. El hoyo del techo por el que cae la luz es increíblemente grande, mide al menos 90 metros de ancho. La luz alcanza las profundidades de la cueva, revelando por primera vez el tamaño alucinante de Hang Son Doong. El pasadizo mide quizá 90 metros de ancho y el techo tiene una altura de casi 240 metros: es lo bastante grande como para alojar una cuadra entera de Nueva York con edificios de 40 pisos. De hecho hay nubes tenues cerca del techo.
La luz que llega de arriba ilumina una torre de calcita de 60 metros en la cueva, cubierta de helechos, palmas y otras plantas. En torno a los bordes del enorme tragaluz, cuelgan estalactitas como carámbanos petrificados. Las lianas penden a pocos cientos de metros de la superficie; los vencejos vuelan en picada y quiebran la columna de luz. Jonathan Sims me alcanza. Entre nosotros y el pasadizo iluminado se yergue una estalagmita que de perfil parece la pata de un perro.