El aislamiento geográfico de la isla creó una tierra maravillosa de gran riqueza biológica. Hoy día, las presiones demográficas y la agitación política aceleran el saqueo de su palo de rosa, sus minerales y piedras preciosas.
El joven que lleva pantaloncillos cortos y camiseta sin mangas está de pie en su piragua y la impulsa río arriba con una larga pértiga de bambú. El río Onive es poco profundo y corre rápidamente en dirección contraria. En lo alto, un cielo amenazador se abre y descarga un torrente de lluvia, luego de luz de sol; después, más lluvia. Al joven, de nombre Remon, no le preocupan ni el tiempo ni los cocodrilos postrados en la ribera.
Deslizándose en dirección contraria a la suya, cada tres minutos pasan otros piragüistas. Remon los saluda en voz alta; ellos le responden el saludo. Son sus compañeros en el río, cada uno transporta río abajo un enorme tronco de palo de rosa cortado ilegalmente, desde el bosque tropical hasta los almacenes de madera de la ciudad de Antalaha, localizada al noreste de Madagascar. Ahí los espera un cheque.
A Remon no le gusta este trabajo. El traficante de madera que lo emplea, cuyo nombre ignora, le ha dicho que debe remar todo el día sin pausa, porque los guardias forestales han sido sobornados para permanecer lejos sólo durante un periodo determinado, después del cual esperan otro soborno. Con todo, transportar los árboles talados es mejor que cortarlos, lo cual había sido el trabajo anterior de Remon. Renunció cuando llegó a la conclusión de que el riesgo se había vuelto demasiado grande. Aunque la tala ilegal había ocurrido durante años, el ritmo se había acelerado repentinamente: el bosque no era vigilado por la policía y se llenó de bandas organizadas, una deforestación general acicateada por la caída del gobierno de Madagascar en marzo de 2009 y por el apetito insaciable de los traficantes de madera chinos, quienes en apenas unos meses importaron palo de rosa por un valor de más de 200 millones de dólares de los bosques del noreste. A un leñador de palo de rosa, conocido de Remon, bandidos del bosque le robaron su cosecha y le dijeron: «Nosotros somos 30, tú eres uno».
El río se amansa y Remon enciende un cigarrillo de tabaco y mariguana. Habla acerca de los fady, los tabúes que protegieron al bosque durante siglos. Entre los ladrones de madera se habla con inquietud siempre que un árbol errante aplasta un cráneo o los rápidos del río hacen pedazos una pierna: hemos provocado la ira de nuestros antepasados. Nos están castigando. Los ancianos han sermoneado a Remon acerca del pillaje en territorio sagrado. «Está bien, les dice. Traten de alimentar a su familia con árboles».
Remon solía alimentar a su familia con su trabajo en los campos de vainilla situados en las afueras de Antalaha, ciudad costera que, como la isla misma, es rica en recursos y pobre en todo lo demás. Hace dos décadas, el presidente en turno, Didier Ratsiraka, estaba tan orgulloso de la reputación de Antalaha como la capital mundial de la vainilla que despachó a un oficial para rendirle homenaje a la ciudad. «Él pensaba que tendríamos edificios por todas partes y caminos pavimentados, dice Michel Lomone, quien ha exportado vainilla por mucho tiempo. El informe que su asesor le entregó decepcionó mucho al presidente».
Desde entonces, una sucesión de ciclones y los precios a la baja se han confabulado para derribar la corona de la cabeza del rey de la vainilla. Hoy día, Antalaha es polvorienta y aletargada, y aunque su bulevar principal, Rue de Tananarive, por fin fue pavimentado en 2005 con financiamiento de la Unión Europea, el tráfico de la ciudad consiste sobre todo en unos cuantos taxis pequeñitos, bicicletas oxidadas, pollos, cabras y, sobre todo, transeúntes que van y vienen bajo la lluvia, sosteniendo sobre la cabeza hojas gigantes, conocidas como árbol del viajero, para permanecer secos.
Es decir, así era el tráfico hasta la primavera de 2009. Durante esa época, en las calles de Antalaha súbitamente comenzaron a oírse rugidos de motocicletas. En poco tiempo, la única tienda sobre Rue de Tananarive que vendía esos vehículos agotó sus existencias. En respuesta a la demanda, una segunda tienda abrió calle abajo y comenzó también a vender cantidades enormes. Los compradores eran jóvenes huesudos, y todo mundo en Antalaha conocía la procedencia de su efectivo momentáneo. No provenía de los campos de vainilla. Los mismos jóvenes podían ser vistos entrando a la ciudad en la parte trasera de furgonetas de reparto sentados a horcajadas sobre grandes cargas de madera obtenida ilegalmente, y llenando sus bolsillos por la tala selectiva de los preciosos árboles de palo de rosa del bosque.
Madagascar es una isla, la cuarta mayor del mundo, con más de 585 000 kilómetros cuadrados, pero una isla al fin y al cabo. Aunque todas las islas gozan de su propia biosfera única, Madagascar (que se separó de África hace unos 165 millones de años) es un caso especial: aproximadamente 90% de su flora y fauna no se halla en ninguna otra parte del planeta. El espectáculo extraterrestre de los baobabs en forma de zanahoria, de los lémures fantasmales y de «bosques» enteros de elevadísimas espigas de piedra predispone a los visitantes más indolentes a quedarse boquiabiertos y con una sensación inocente de placer.
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Su belleza extraordinaria e inquietante coexiste con la desesperación de su gente, la cual define la vida cotidiana. Los malgaches, principal grupo étnico de la isla, tienen una expresión que es elegante en su fatalismo: «Aleo maty rahampitso toy izay maty androany», es decir, «Es mejor morir mañana que morir hoy». El malgache típico vive con alrededor de un dólar al día.
Además, tomando en cuenta que la población de Madagascar, de más de 20 millones de habitantes, crece 3% al año (una de las tasas más rápidas de África), aumenta a diario la tensión entre los terratenientes ricos y los residentes pobres en un paisaje finito. Por esta razón, los ecologistas alarmados han designado a Madagascar como zona crítica para la biodiversidad, deplorando en concreto la práctica malgache de la agricultura de corta y quema, en la que franjas de bosque son quemadas y convertidas en arrozales. Así como la comunidad ambientalista mundial se regocijó en 2002 cuando Marc Ravalomanana asumió la presidencia con una plataforma ecológica, reaccionaron con consternación en la primavera de 2009 cuando el ejército lo obligó a abandonar su cargo e instaló en su lugar a un ex pinchadiscos de la radio, que constitucionalmente no tenía la edad necesaria. Como afirmó un trabajador de ayuda humanitaria apostado en Madagascar: «Siento que se han deshecho los últimos 25 años de trabajo».
En septiembre de 2009, después de meses durante los cuales se obtuvo ilegalmente palo de rosa por un valor de hasta 460?000 dólares diarios, el nuevo gobierno, que tenía un presupuesto cada vez más limitado, revocó una prohibición a la exportación de palo de rosa ordenada en 2000 y emitió un decreto por el que legalizaba la venta de troncos acumulados. Presionado por una alarmada comunidad internacional, el gobierno restableció la prohibición en abril. Sin embargo, la tala continúa.
El mundo exterior no está en posición de sermonear, dado su propio apetito voraz (en ocasiones benigno, otras veces menos) por los maravillosos recursos de Madagascar. El asalto de los bosques ejemplifica la facilidad con la que el frágil equilibrio entre los imperativos humanos y ecológicos puede deshacerse. Sin embargo, el equilibrio siempre ha sido tambaleante en Madagascar. Diversos grupos de participación extranjera poseen casi todos los derechos para hacer prospecciones y explotar el oro, níquel, cobalto, ilmenita y zafiro (que otrora abasteciera un tercio del mercado mundial). Exxon Mobil comenzó en Madagascar la exploración de petróleo en aguas profundas hace cuatro años. Desde hace mucho, algunos de los mejores guitarreros estadounidenses han incluido diapasones fabricados con el extraordinario ébano de Madagascar. En los últimos años, el gobierno federal de la isla ha buscado arrendar tierras de labranza a surcoreanos y vender agua a saudíes. En este clima de «vengan a buscarlo» se extrae mucho, pero poco se gana en nombre del malgache medio. Poco es de extrañar, entonces, que los mineros locales saqueen el campo de piedras preciosas que serán vendidas en los mercados asiáticos. Tampoco que animales como el geco de cola de hoja de Henkel y la tortuga de Madagascar sean sacados clandestinamente de la isla por operadores menores que los entregan a coleccionistas. Y menos que los jóvenes huesudos de Antalaha decidan que es mejor morir mañana mientras toman el dinero de los compradores chinos de palo de rosa hoy.
«Es bueno para la economía, malo para la ecología», observa un hombre envuelto en el negocio ilícito del palo de rosa. Sin embargo, el breve auge en Antalaha ha demostrado ser falso. Aun dejando de lado las consecuencias devastadoras que ocasiona un bosque saqueado a largo plazo (la desaparición de madera preciosa de hasta 10 110 hectáreas de las 4.5 millones de hectáreas de zonas protegidas del país, la extinción de lémures y otras especies endémicas, una plaga de erosión del suelo que encenega ríos y borra del mapa las tierras de labranza cercanas, la pérdida de ingresos por turismo), los efectos colaterales perversos del asalto al palo de rosa se sienten de manera más inmediata. Los residentes de Antalaha que repentinamente se hallaban esquivando el tránsito de motocicletas también comenzaron a advertir que comenzó a subir el precio del pescado, el arroz y otros bienes de consumo diario. El motivo era simple: había menos hombres en el mar o en los campos.
«Están en el bosque, afirma Michel Lomone, el exportador de vainilla. Todo el mundo se ha ido al bosque».
Para desplazarse desde Antalaha hasta el bosque (es decir, el Parque Nacional Masoala, el mayor de Madagascar) hace falta un recorrido que nadie hace sólo por gusto.
El límite suroccidental del parque es la bahía de Antongil, donde ballenas jorobadas dan a luz entre julio y septiembre. En el hábitat natural, matriz verde del bosque tropical lluvioso con una superficie de 235 000 hectáreas, la obstinación de un foráneo puede ser recompensada por la aparición inesperada de orquídeas, plantas carnívoras, águilas culebreras azores, el deslumbrante camaleón de Parson y el lémur rojo. Masoala ofrece a los aldeanos, quienes a diario entran y salen descalzos del bosque, cantando y conversando, una aparente infinitud de yerbas, bayas silvestres y leña. En contraste, los jóvenes que han llegado de la ciudad por negocios parecen perdidos en este matorral húmedo y enigmático.
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Durante semanas acampan en pequeños grupos junto a los árboles que han elegido para cortar, subsisten con arroz y café, hasta que el jefe se presenta. Inspecciona el palo de rosa y da la orden. Talan los árboles con hachas. En pocas horas un árbol que arraigó quizá hace 500 años ha caído al suelo. Los cortadores retiran a tajos el exterior blanco hasta que todo lo que queda es el característico corazón violeta. El palo de rosa se corta en troncos de unos dos metros de largo. Otra pareja de hombres ata cuerdas alrededor de cada tronco para sacarlo a rastras del bosque hacia la ribera del río, proeza que les llevará dos días y por la que ganarán entre 10 y 20 dólares por tronco, dependiendo de la distancia. Mientras me tambaleaba por el bosque, de tanto en tanto me topaba con la discordante aparición de dos figuras estoicas que arrastraban un tronco de 180 kilogramos cuesta arriba por alguna pendiente imposible, o cuesta abajo por una caída de agua o atravesando ciénagas que parecían arenas movedizas, afanosa tarea de escala bíblica, salvo que estos hombres lo hacen por dinero. Como también lo hace el hombre que el par encontraría en el río, en espera de amarrar el tronco a una radeau o balsa, hecha a mano, para permitir que flote cuando descienda por los rápidos (25 dólares por tronco). Lo mismo hace el piragüista que espera la radeau donde los rápidos se calman (12 dólares por tronco). Al igual que el guardia forestal a quien los traficantes de madera han sobornado para que permanezca alejado (200 dólares por dos semanas). Del mismo modo que los puestos de revisión a lo largo del camino a Antalaha (20 dólares por oficial). El daño al bosque es mucho mayor que la pérdida de maderas preciosas nobles: por cada tronco de palo de rosa denso se cortan cuatro o cinco árboles más livianos para crear la balsa que lo transportará río abajo.
En un recodo del río, las piraguas se detienen en la ribera. Un hombre de bigote se sienta en cuclillas dentro de una tienda de campaña, fuma un cigarrillo liado a mano. Se llama Dieudonne. Trabaja con el intermediario, el jefe en tierra; el barón de la madera le ha encomendado seleccionar los árboles para la tala así como supervisar el traslado de los troncos desde la ribera hasta los camiones de transporte. Esta mañana ha habido 18 camiones. Unos 30 troncos de palo de rosa yacen dispersos alrededor de la tienda de campaña de Dieudonne. Su parte son 12 dólares por tronco. Le pregunto qué hará con su dinero. Reflexiona un momento.
«Me gustaría comprar una motocicleta», dice.
El hombre que embelesó Occidente con sus promesas de hacer llegar una época con conciencia ecológica, del «Madagascar naturellement», fue Marc Ravalomanana, un ex vendedor ambulante de yogur quien ascendió a alcalde de la ciudad capital Antananarivo, derrocó al presidente socialista Ratsiraka y formó en 2002 el partido político Tiako I Madagasikara (Yo Amo Madagascar). El presidente construyó carreteras y hospitales, distribuyó uniformes escolares y, simbólicamente, cortó el cordón que unía el país con los colonialistas franceses al cambiar la divisa del franco al ariary malgache. También fortaleció la prohibición de la agricultura de corta y quema (sin efecto aparente, por desgracia), anunció el Plan de Acción de Madagascar para promover la biodiversidad del país y se comprometió a triplicar el tamaño de las reservas protegidas del país. Declaraciones como «Nuestro activo más importante es nuestro medio ambiente» fueron música para los oídos de la comunidad ecologista y, como dijo un experto en cuestiones de medio ambiente: «sentí que teníamos un lugar a la mesa».
Por desgracia, distintos tipos de «planes de acción» se fraguaban bajo la mesa del presidente: se dice que confiscó a los señores de la madera palo de rosa cortado sólo para venderlo y obtener un beneficio personal. Exigió, en presencia de reporteros, una participación de 10% de los costos de exploración de una compañía petrolera. A medida que la billetera del presidente engordaba, el poder adquisitivo de sus paisanos se desplomaba. Miles de protestantes irrumpieron en el palacio presidencial el 7 de febrero de 2009. Fueron recibidos con disparos que dejaron por lo menos 30 muertos. Sin embargo, un mes más tarde, el ejército se volvió contra Ravalomanana, quien huyó a Suazilandia. Una vez en el exilio, fue declarado culpable de confiscar terrenos urbanos para los negocios familiares y de emplear fondos públicos para comprar un avión de 60 millones de dólares al sobrino de Walt Disney.
La comunidad internacional se negó a reconocer el nuevo gobierno, encabezado por el ex alcalde de Antananarivo, Andry Rajoelina, de 34 años. El Banco Mundial, la ONU, USAID y otros donantes retiraron recursos financieros y a Madagascar se le otorgó la dudosa distinción de ser el primer país en recibir una subvención por 110 millones de dólares del Millennium Challenge Account y, cuatro años más tarde, ser expulsado del programa. Los países occidentales emitieron recomendaciones de no viajar a Madagascar. Le habían dado un manotazo a la mano verde de Ravalomanana. El nuevo gobierno no tenía dinero para sostener la aplicación de las normas forestales.
Un grupo estaba a todas luces encantado con este giro de los acontecimientos. El 17 de marzo de 2009, el día que Marc Ravalomanana firmaba los documentos de su renuncia, unas 20 000 personas abarrotaron el estadio de futbol de Antalaha. Se asaron 12 cabezas de cebú, la cerveza fluyó en abundancia y los aldeanos bailaron toda la noche acompañados por música en vivo. Los 13 señores de la madera de la zona pagaron la cuenta. El bosque estaba desprotegido.
Era suyo.
El señor de la madera está sentado detrás de un escritorio de ébano, en una silla de madera de palisandro, rodeado de muros, un techo y piso de palisandro. Aunque sus padres llegaron de China en los años treinta y, como señala, «los chinos están locos por el palo de rosa», él nació cerca de Antalaha y tiene debilidad por el color pardo rojizo del palisandro, una especie íntimamente relacionada con el palo de rosa que es de un color más parecido a la remolacha. Su oficina está perfumada de vainilla, pues tiene una bodega colindante, llena de fardos en espera de ser exportados. El rugir de sierras proviene de su almacén de madera, donde pilas de palo de rosa yacen a la vista.
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Se llama Roger Thunam y hay la creencia generalizada de que se halla entre los mayores empresarios de palo de rosa en Madagascar. Es un hombre compacto, de edad mediana, con gafas y rasgos característicamente asiáticos, sereno a la manera de quienes ejercen un gran poder. La pequeña población de emigrados chinos del país está plenamente asimilada en la comunidad. Thunam es la prueba de esto: la suya es una presencia gregaria en Antalaha, una persona muy comprensiva cuando un campesino de la localidad necesita ayuda para pagar un funeral, por no mencionar un buen hombre al que se puede recurrir cuando se busca empleo bien remunerado. Con todo, pese a la gran cantidad de derechos pagados en la cadena de la madera (a los cortadores, los arrastradores, los balseros, los piragüistas, los intermediarios, los conductores de camiones y los policías a lo largo de la carretera hacia los puertos de Iharana y Toamasina), la mayor tajada la reciben hombres como este, quien confiesa: «No puedo recordar la última vez que estuve en el bosque».
«Thunam no es un hombre de negocios, es un traficante, dice un funcionario local. Corta lo que no es suyo. Ha tomado del parque del pueblo. Y ahora otros creen que es aceptable tomar lo que está prohibido». No es de sorprender que Thunam afirme lo contrario. Nacido en el negocio de la vainilla, se expandió hacia la madera hace 30 años. Desde entonces, dice, el gobierno le ha expedido distintos permisos.
En efecto, el gobierno ha retirado la prohibición a las exportaciones de palo de rosa cuando los ciclones han devastado los bosques situados a lo largo de la costa oriental de Madagascar, permitiendo que los árboles dañados por las tormentas sean cortados y comerciados. Esta política fluctuante ha permitido a los barones de la madera acumular troncos ilegales cuando la prohibición está en vigor y venderlos como madera «salvada» cuando la prohibición se retira temporalmente. La laguna jurídica sólo alienta más cortes ilegales en los parques nacionales, donde aún puede encontrarse casi todo el palo de rosa.
Thunam insiste en que sólo corta madera legal y, aunque hoy su almacén de madera está abarrotado de troncos de palo de rosa, él puede explicarlo: «No creerías cuántos hombres están allá cortando. Son los mismos que solían realizar la corta y quema. Nunca han ido a la escuela. No les importa la siguiente generación. Son destructores… Pero esta madera ya ha sido cortada. Si no se las compramos a ellos, alguien más lo hará».
Reconoce que los chinos locos por el palo de rosa son «los principales compradores» (un juego de comedor de palo de rosa producido en China se vende al por menor en más de 5 000 dólares). Incluso cuando el nuevo gobierno permitió una revocación temporal de la prohibición que expiraba en el verano de 2009, los chinos siguieron haciendo pedidos de palo de rosa a Thunam. Permitir a sus competidores hacerse de todos esos bienes lo disminuiría a él, según afirma. «En seis meses, seríamos muy pequeños».
Pero, ¿cómo parar? Le pregunto más tarde al alcalde de Antalaha, Risy Aimé. «Es fácil, responde. Vaya y arreste a 13 personas (haciendo referencia a Roger Thunam y los demás señores de la madera)».
Cada cierto tiempo, el gobierno ha hecho justamente eso: ha presentado cargos contra los señores de la madera sospechosos de realizar comercio ilegal. Sin embargo, los comerciantes ejercen un poder enorme y han logrado aprovechar el caótico estatus legal de la explotación de la madera. De acuerdo con un informe de Global Witness y de Environmental Investigation Agency, Thunam fue uno de tan sólo dos señores (de seis casos conocidos) hallado culpable de exportar palo de rosa; fue liberado de su detención en 2008 después de un arreglo extrajudicial. Acusado de nuevo en 2009, Thunam fue hallado no culpable. El señor de la madera puede encontrarse nuevamente detrás de su escritorio de ébano, presidiendo sobre un ajetreado almacén de madera.
Mi guía en Masoala, antiguo empleado del parque de nombre Rabe, ha estado en el bosque más de 100 veces durante el decenio pasado. A pesar de estar descalzo, mantiene un paso enérgico cuando atraviesa la naturaleza enmarañada y claustrofóbica, observándola con una íntima familiaridad. Pero para su sorpresa, algo ha cambiando desde su última visita, hace unos cuantos meses.
«No hay lémures, afirma. Han desaparecido».
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Los ladrones de palo de rosa están detrás de esto. Hartos de una dieta exclusiva de arroz, han comenzado a colocar trampas. Nos enteramos de que un grupo capturó 16 lémures en un solo día. No todos se comen en el mismo lugar. En la ciudad de Sambava, apenas al norte de Antalaha, tres restaurantes incluyen lémur en su carta, a pesar de las leyes federales. De este modo los bosques tropicales lluviosos del noreste de Madagascar están perdiendo rápidamente el lémur rojo, el de orejas ahorquilladas, el lémur enano y el aye-aye. Los lémures no se hallan en ningún otro país de la Tierra, excepto por las vecinas islas Comoras.
«No queremos preservar un bosque vacío, donde lo único que puede verse son árboles ?señala el primatólogo Jonah Ratsimbazafy del Fondo Fiduciario Durrell para la Conservación de la Vida Silvestre. Pese a toda la riqueza ecológica de Madagascar, para su comercio turístico de varios miles de millones de dólares es fundamental su animal por antonomasia, como lo atestiguan las miles de personas que visitan la Reserva Especial Analamazaotra. Estos primates de ojos saltones, que habitan en los árboles, fascinan no sólo porque están ahí y sólo ahí, sino porque están ahí en medio de tanta diversidad. Aunque casi las 50 especies de lémures son polígamas, tienen colas exuberantes y muchos tienden a gruñir como cerdos, también existe el indri colicorto que es blanco y negro y monógamo, no tiene cola y sacude el bosque con lamentos espectrales. Por increíble que parezca, los científicos siguen descubriendo nuevas especies de lémures en la isla. Sin embargo, cada especie tiene un número de individuos reducido y, mientras tanto, cinco lémures diferentes habitan en la lista mundial de los 25 primates en mayor peligro de extinción.
Hasta ahora, no ha surgido ninguna profusión de simpatía por la grave situación del lémur. Los malgaches «deberían estar orgullosos de los lémures porque Madagascar es el único lugar para ellos, menciona Ratsimbazafy, pero algunas personas que viven aquí no saben o no les importa. Los malgaches que no viven cerca de las zonas turísticas piensan que los lémures son sólo para los vazaha [las personas blancas], no ven los beneficios». De hecho, aunque algunas tribus consideran sagradas algunas especies de lémur, las tribus del norte creen que el aye-aye (de aspecto más bien inquietante, dados sus enormes ojos y orejas) es un mal augurio y, por lo tanto, lo matan cuando lo encuentran.
Esos tabúes han regido la conducta malgache durante siglos. Son advertencias de los antepasados, que se piensa perviven en la Tierra como intermediarios y, por consiguiente, se les debe hacer caso y apaciguarlos, en ocasiones, como lo atestigüé, mediante la famadihana, ceremonia en la que se desentierran huesos de los antepasados, envueltos ceremonialmente en mortajas blancas limpias, y con los que se baila alrededor de la tumba antes de devolverlos a la tierra. En distintas tribus es tabú tocar un camaleón, hablar sobre cocodrilos, comer cerdo o trabajar los jueves. Numerosos tabúes prohíben profanar una montaña, un peñasco, un grupo de árboles o incluso un bosque entero; todo ello, prueba de una conexión profunda, aunque complicada, con la tierra y una inversión espiritual en su buena salud. No obstante, los tabúes que tienden a tomarse en cuenta son los que no chocan con la verdad malgache de que es mejor morir mañana.
«¿ve ese tramo pelón?, inquiere Olivier Beh-ra señalando una franja visiblemente deforestada en medio de hectáreas de árboles. Allá hay un tipo que ha estado cortando. Intento que se detenga».
«¿Cómo piensa hacerlo?», inquiero.
Sonriente, Behra dice: «Dándole empleo».
Los empeños de Behra representan una solución progresista, aunque focalizada, al dilema que afrontan los recursos de Madagascar: promover beneficios inmediatos de un bosque vital para los aldeanos. Este ciudadano francés llegó a Madagascar en 1987 como parte de un proyecto de la ONU destinado a salvar la población de cocodrilos gravemente mermada. Al darse cuenta de que «si se dota de valor a los cocodrilos, las personas se interesan», comenzó a pagar a los lugareños para que cultivaran huevos de estos reptiles. Desde 2000, Behra ha aplicado la misma fórmula a los bosques malgaches en peligro de extinción por intermedio de su ONG, El Hombre y el Medio Ambiente. En los bosques de Vohimana, situados a 160 kilómetros al este de la capital, Behra encontró un bosque que había sido reducido a la mitad. Aprovechando los conocimientos locales, catalogó 90 plantas medicinales y estableció sistemas para comercializarlas en el extranjero. La compañía de perfumes francesa Chanel se interesó en extractos de hojas malgaches como la marungi. Hacia 2007 había cesado la deforestación en Vohimana. En lugar de que cientos de aldeanos corten y quemen, ahora recogen y venden hojas que antes no se pensaba que tuvieran algún valor económico.
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«Me construí una casa aquí, menciona Beh-ra. Las personas ven que no me iré mañana, de modo que pueden confiar en mí». Su presencia ha sido emprendedora, pero poco impositiva. Al reconocer que «no se puede emplear a un cortador de madera de toda la vida y esperar capacitarlo en agricultura», Behra convenció al gobierno malgache de permitir a los lugareños que siguieran utilizando una parte del bosque para explotar la madera y obtener carbón para uso doméstico. Tras enterarse de la presencia de un cazador de lémures en la aldea, Behra empleó al hombre como guía de turistas obsesionados con los lémures. Otro hombre que vivía de recoger orquídeas raras del bosque es ahora el encargado del invernadero de orquídeas de Behra. Cuando Behra analizaba un proyecto que consistía en criar los cerdos salvajes, que destruían la plantación de yuca que había puesto en marcha, los miembros de la tribu betsimisaraka le informaron que los cerdos eran tabú, y «uno debe respetar eso». Convenció a Chanel de que donara dinero para personal médico y almuerzos escolares en Vohimana.
«Trabajar a pequeña escala como lo hace Behra podría ser más eficaz que estos sueños de salvar bosques enteros, afirma Jean-Aimé Rakotoarisoa, quien ha sido director del Museo de Arte y Arqueología de la Universidad de Antananarivo durante 30 años. Casi todos los programas ambientales dicen: «No quemes el bosque porque es tu futuro. Pero estas personas no pueden esperar el futuro. Tienen hambre ahora. Debemos mostrar el beneficio inmediato a la comunidad».
El aeropuerto de Antalaha es pequeño y no tiene adornos. Perros y pollos buscan sobras. Varias decenas de personas esperan el vuelo de Antananarivo. Roger Thunam, acompañado por su asistente, atraviesa la puerta de entrada. El señor de la madera camina de un lado del edificio al otro; saluda de mano a todo el mundo, abraza a las mujeres, intercambia palabras cariñosas.
Luego sale tranquilamente y, hasta la llegada del avión, se recarga satisfecho contra un puesto de frutas y bebe de un coco con otros aldeanos: no es distinto del resto de ellos, un hombre del pueblo, que sabe lo que quieren…, y quien, al menos por hoy, provee.
Este reportaje corresponde a la edición de Septiembre 2010 de National Geographic.