Es mi pesadilla: un día, mi hija llega a casa acompañada por un tipo con la boca llena de dientes de oro.
Es mi pesadilla: un día, mi hija llega a casa acompañada por un tipo con la boca llena de dientes de oro, un pañuelo amarrado en la cabeza, los brazos reventando de músculos y una actitud desafiante: un rapero. Y me dice: ??Papá, nos vamos a casar.??
La pesadilla empeora porque, antes de darme cuenta, escucho el sonido de los piecitos de su prole que me ahogan con el sonido de mi propia hipocresía, porque, de joven, también yo era un engreído, un cabeza dura sumergido en mi propia música y mis propios sonidos.
Así que maldigo el día en que vi su rostro, un reflejo del mío, y lamento el día en que escuché su nombre porque me doy cuenta de que el rap ?una música aparentemente sin melodía, sensibilidad, instrumentos, métrica o armonía, una música sin principio, medio o final, música que ni siquiera parece música? es lo que reina en el mundo. Un mundo que ya no es el mío, sino suyo, y que es el mundo en el que vivo: un planeta hip-hop.
La huida
Recuerdo la primera vez que oí rap, en 1980, durante una fiesta en Harlem . Un compañero de la escuela, Bill, había bebido más de la cuenta y golpeado a un sujeto, un perfecto desconocido, no recuerdo por qué. El problema era que el individuo en cuestión era enorme; usaba un pañuelo en la cabeza y se había colado a la fiesta con tres amigos.
Y a juzgar por la furia de sus rostros, no habría momentos Martin Luther King en nuestro futuro inmediato. Todos en la fiesta éramos o negros o latinos, y estábamos por graduarnos en la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia, en donde habíamos aprendido los quiénes, qués, dóndes, cuándos y porqués del quehacer periodístico.
Pero los verdaderos cronistas de la ??experiencia americana?? venían justamente del mundo al que pertenecía el tipo al que Bill había golpeado. Vivían al otro lado del río, en el sur del Bronx, a casi un kilómetro de nuestro barrio. No tenían títulos de periodismo. No tenían dinero. Tampoco tenían credibilidad. Lo que sí tenían, sin embargo, era talento.
Esa noche, alguien puso un disco en la tornamesa y todos mis compañeros de estudios se arremolinaron en la pista de baile, aullando de placer. Yo, amante del jazz, me sentí humillado: aquello sonaba como si el disco estuviera rayado. Era una versión de la vieja y ?en su momento? exitosa canción Good Times: los mismos cuatro compases que se repetían una y otra vez.
Y sobre esta secuencia repetitiva, un muchacho vociferaba rimas acerca de cómo era el mejor disc jockey (DJ) del mundo. La pieza se llamaba Rapper’s Delight. Me pareció la cosa más ridícula del mundo. Más ridículo que la pelea de Bill. Durante los siguientes 26 años, me dediqué a huir de este tipo de música, sin éxito alguno.
La oía retumbar en los automóviles y los callejones, desde París hasta Abidjan: la oía, pero nunca la escuchaba; salía de las bocinas de las radiocaseteras desde Johannesburgo hasta Osaka, y aún así pretendía no oírla. Debo haber pasado un centenar de veces por la esquina de St. James Place y Fulton Street, de mi natal Brooklyn, y apenas percibía al gordito Christopher Wallace, alias Biggie Smalls, quien entretenía a sus amigos con sus rimas.
Huí de esta música durante 26 años porque era todo lo que yo creía que era, y más de lo que soñé que podría ser, pero, principalmente, porque representaba todo aquello que yo quería dejar atrás.