Durante la excavación de una pirámide sagrada han salido a la luz evidencias de rituales sangrientos.
En el célebre Zócalo de la Ciudad de México, cerca de las ruinas de la pirámide azteca llamada Templo Mayor, fueron hallados los restos de un animal ?tal vez un perro o un lobo? sacrificado hace unos 500 años y depositado en un tiro vertical limitado con bloques de piedra de dos metros y medio de profundidad.
Es posible que el cánido no tuviera nombre ni amo aunque, seguramente, fue importante para alguien, pues estaba adornado con un collar de cuentas de jade, orejeras de turquesa y ajorcas con pequeños cascabeles de oro en las patas traseras.
El equipo arqueológico de Leonardo López Luján se topó con el «aristocánido» en el verano de 2008, tras dos años de excavaciones que comenzaron cuando los trabajos de cimentación de un edificio nuevo revelaron un objeto asombroso: un monolito rectangular de arenisca rosada y 12 toneladas de peso, fracturado en cuatro pedazos que componen la espeluznante efigie de Tlaltecuhtli, diosa azteca de la Tierra y símbolo del ciclo de la vida y la muerte, acuclillada para dar a luz mientras bebe su propia sangre y devora el fruto de sus entrañas.
Junto con la célebre Piedra del Sol o Calendario Azteca (de basalto negro y 24 toneladas, descubierta en 1790) y el disco de la diosa lunar Coyolxauhqui (de ocho toneladas, desenterrado en 1978), este es el tercer hallazgo fortuito de un relieve monolítico en las inmediaciones del Templo Mayor.
Luego de años de trabajo difícil en un profundo tiro situado junto al monolito, Leonardo López Luján y su equipo han conseguido rescatar algunas de las ofrendas más extrañas jamás vistas. Al retirar un parche de estuco en el piso de la plaza, los arqueólogos encontraron 21 cuchillos rituales de pedernal blanco, decorados con pigmento rojo y que simulan los dientes y encías del monstruo terrestre, cuya boca se abre para recibir a los muertos.
Conforme profundizaban en la excavación, dieron con un bulto de hojas de agave que contenía punzones de hueso de jaguar, utilizados por los sacerdotes aztecas para ofrendar su sangre a las deidades; a un lado de esos implementos se encontraban barras de copal, una especie de incienso sacerdotal usado en la purificación espiritual.
Punzones e incienso estaban cuidadosamente envueltos en el atado, junto con gran variedad de plumas y cuentas de jade. Con gran sorpresa, López Luján encontró una segunda ofrenda a pocos centímetros debajo del bulto: una caja de piedra que contenía las osamentas de dos águilas reales (símbolos solares) con los cuerpos vueltos hacia el poniente y, alrededor, 27 cuchillos rituales de los cuales 24 habían sido «vestidos» con pieles y diversos ornamentos, cual muñecas que representaban a las divinidades asociadas con el sol del ocaso.
En enero de 2010, el equipo había rescatado un total de seis ofrendas del tiro, la última situada a siete metros bajo el nivel de la calle e integrada por una vasija de cerámica que contenía 310 cuentas de piedra verde, orejeras y figurillas. La ubicación de cada artefacto obedecía a una lógica compleja que recreaba la cosmología del Imperio Azteca.
En el fondo de la caja que encerraba la segunda ofrenda, López Luján halló los restos del animal ricamente adornado, cubierto con conchas marinas y restos de langostinos, cangrejos y caracoles traídos desde el Golfo de México, el mar Caribe y el océano Pacífico.
El arqueólogo sabía que, según la cosmología azteca, esa organización peculiar representaba el primer nivel del inframundo, donde el perro debía guiar el alma de su amo a través de un río peligroso. Pero ¿de quién era esa alma? Desde que Hernán Cortés conquistó México, en 1521, jamás se han encontrado los restos de algún emperador azteca y, no obstante, los registros históricos confirman que tres monarcas fueron incinerados y sus cenizas se depositaron al pie del Templo Mayor.
Cuando se descubrió el monolito, López Luján se percató de que Tlaltecuhtli tenía un conejo con 10 puntos en la garra de la pierna derecha. En el sistema de notación azteca, la fecha 10-conejo corresponde al año 1502, en el cual, según los códices que sobreviven de aquella época, fue sepultado con gran pompa el soberano más temido del imperio, Ahuítzotl.
@@x@@López Luján está convencido de que la tumba del emperador se encuentra en algún lugar próximo al sitio donde se halló el monolito. De ser así, el «aristocánido» era tal vez su guía subterráneo por el universo místico de un pueblo que hoy denominamos azteca, pero que se hacía llamar mexica y cuyo legado es la esencia de la identidad mexicana.
Si López Luján encuentra el sepulcro de Ahuítzotl, culminará un esfuerzo notable de 32 años por desentrañar los secretos de uno de los imperios más mitificados y menos comprendidos en la historia del hemisferio occidental. Por desgracia, poco se sabe a ciencia cierta acerca del Imperio Azteca, un reino a la vez brutal y complejo que fue literalmente sepultado y que, no obstante, más de medio milenio después conserva una manifiesta preponderancia en la conciencia de una nación.
«El pasado sigue presente en todo México», sentencia López Luján, sobre todo en lo tocante al Imperio Azteca, cuya totalidad yace casi a flor de tierra en la moderna república. En 1978, cuando se corrió la voz de que habían confirmado la ubicación del Templo Mayor en el corazón de la segunda ciudad más populosa del orbe, el espectáculo resultante fue más propio de un estreno en Broadway que de un triunfo arqueológico.
A diferencia de los mayas, otra superpotencia prehispánica de Mesoamérica, la identidad de los aztecas está vinculada exclusivamente con México y el país no pierde ocasión para mitificarlos.
Además del escudo nacional, el águila azteca se encuentra representada en el logotipo de las dos aerolíneas mexicanas más importantes; diversas entidades, como Banco Azteca y TV Azteca, han adoptado el nombre del antiguo pueblo; la icónica ave va estampada en el uniforme de la selección nacional de futbol, que juega sus partidos locales en el Estadio Azteca; y, por supuesto, la Ciudad de México (centro neurálgico del país) es, en sí misma, un homenaje implícito a la ciudad-Estado de Tenochtitlan y los indómitos aztecas.
Con todo, ver a los aztecas sólo en términos emblemáticos es malinterpretarlos. Para empezar, aquel poderoso pueblo afirmó su imperio (la triple alianza de Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan) durante poco menos de un siglo, hasta que fue eviscerado por los conquistadores europeos.
Así, no obstante el temor y odio que infundían en las regiones conquistadas, su dominio fue efímero. Los aztecas tampoco erigieron templos ni diseminaron tradiciones culturales por todo su imperio, como hicieran los romanos o los incas; por el contrario, establecieron lo que muchos eruditos denominan un «imperio barato», el cual permitía que los conquistados conservaran sus propias formas de gobierno a condición de que pagaran tributo y reforzaba ese «esquema de protección» con demostraciones periódicas de poderío.
Los aztecas limitaron la expresión de su creatividad al epicentro del imperio, la ciudad-Estado de Tenochtitlan, pero, en muchos sentidos, la gran urbe era mera depositaria de costumbres, imágenes y prácticas religiosas tomadas de civilizaciones precedentes.
En palabras del erudito mesoamericanista Alfredo López Austin, padre de López Luján: «El error interpretativo más común es que los aztecas fueron una cultura completamente original cuando, de hecho, no lo eran». Pero el burdo retrato de los aztecas como un pueblo sanguinario es igual de equívoco.
Tal fue la exageración de los españoles acerca de la sed de sangre de los mexicas (por ejemplo, afirmaron que habían sacrificado 80,400 víctimas en la consagración de un templo, cuando semejante hazaña habría despoblado gran parte del centro de México) que algunos incluso creen justificado considerar el sacrificio humano como una ficción europea.
Esto también es extremista, dado que, en los últimos 15 años, análisis químicos practicados a las superficies porosas en varios puntos de la Ciudad de México han arrojado «rastros de sangre por todas partes ?dice López Luján?. Están las piedras y los cuchillos de sacrificio, así como los restos de 127 víctimas.
Es imposible negar el sacrificio humano». Por supuesto, agrega de inmediato, la práctica también fue registrada en todos los rincones del mundo antiguo. Los mayas y muchas otras culturas anteriores a la azteca recurrieron al sacrificio humano.
«No fue una forma de violencia exclusiva de un pueblo, sino una costumbre característica de la época, de una era belicosa en que la religión exigía vidas humanas para vigorizar a los dioses», observa López Austin.
@@x@@El imperio surgió de la nada. Los primeros aztecas o mexicas emigraron del norte (según la tradición, de un lugar llamado Aztlan; no obstante, ese hogar ancestral jamás ha sido localizado y posiblemente sólo sea una leyenda). Y aun cuando hablaban la lengua náhuatl de los poderosos toltecas ?cuyo dominio del centro de México llegó a su fin en el siglo xii?, esa era su única conexión con la grandeza.
Expulsados de cada asentamiento que establecían en el Valle de México, finalmente llegaron a una isla en el lago de Texcoco que nadie había querido y, en 1325, la llamaron Tenochtitlan.
Apenas poco más que un pantano, el islote carecía de agua potable y piedras o madera para la construcción, pero sus rústicos ocupantes «casi ignorantes por completo», de acuerdo con el renombrado erudito Miguel León-Portilla, compensaron esas condiciones poco favorables con lo que el mismo estudioso califica como «una voluntad indomable».
Los colonizadores mexicas procedieron a excavar las ruinas de Teotihuacan y Tula, antiguas ciudades-Estado de gran prominencia, y se apropiaron de cuanto encontraron. Para 1430, Tenochtitlan había superado en grandeza a cualquier otra ciudad de la época, convirtiéndose en una maravilla de tierras ganadas al lago que, divididas por canales y calzadas en cuatro cuadrantes distribuidos en torno de un área central donde se alzaba una pirámide de doble escalinata rematada con dos templos idénticos.
Ninguna de sus construcciones era particularmente original, pero eso tenía una razón. Los mexicas deseaban establecer lazos ancestrales con imperios desaparecidos, movidos, particularmente, por las maquinaciones de Tlacaelel, consejero real que se jactaba de que «ninguno de los antiguos reyes actuó sin pedir mi opinión o consentimiento».
Durante la primera mitad del siglo XV, Tlacaelel dictó una nueva versión de la historia mexica en la que afirmaba que su pueblo descendía de los grandiosos toltecas y elevaba a Huitzilopochtli (su dios tutelar del Sol y la guerra) al panteón de las deidades que reverenciaron los toltecas.
El consejero real llegó incluso más allá y, como escribe Miguel León-Portilla, definió la misión imperial de los mexicas como «la conquista de las demás naciones? y la captura de víctimas propiciatorias porque el Sol, fuente de toda vida, moriría sin el alimento de la sangre humana».
Fue así como los despreciados inmigrantes del norte alcanzaron la nobleza y subyugaron una a una las ciudades del Valle de México. A fines de la década de los cuarenta del siglo XV, bajo el reinado de Moctezuma I, los mexicas y sus aliados extendieron el imperio hacia el sur, ocupando los modernos estados de Morelos y Guerrero.
Durante el siguiente decenio expandieron sus fronteras hasta la costa norte del Golfo de México y finalmente, en 1465, derrotaron a la Confederación de Chalco, último baluarte independiente en el valle. Fue Ahuítzotl, octavo emperador azteca, quien llevaría el imperio al límite del colapso.
@@x@@Ahuítzotl es un monarca sin rostro.
Leonardo López Luján se ha dado a la tarea de buscar los restos de un hombre que jamás fue representado en las obras plásticas de su tiempo. «Moctezuma II es el único monarca mexica del que tenemos imágenes y esos retratos están basados en las descripciones que hicieron los españoles después de su muerte ?explica el arqueólogo acerca del último emperador que gobernó México en los albores de la conquista europea?.
Conocemos muchos detalles de la vida de Moctezuma II, pero sabemos muy poco de Ahuítzotl». Lo único cierto es que el militar de alto rango ascendió al trono en 1486 cuando su hermano, Tízoc, perdió el control del imperio y murió, tal vez envenenado o quizá a manos del hermano menor, cuyo nombre, de por sí, tiene una connotación violenta: en lengua náhuatl, el Ahuítzotl era una criatura sanguinaria, semejante a una nutria, que estrangulaba a los humanos con su cola musculosa.
Las 45 conquistas que marcaron los 16 años de reinado de Ahuítzotl quedaron vívidamente inmortalizadas en el manuscrito de un virrey español, hoy conocido como Códice Mendocino. Sus ejércitos conquistaron grandes extensiones de la costa del Pacífico, incluyendo la actual Guatemala, y de ese modo «expandieron el alcance territorial del imperio hasta límites sin precedentes», dice el historiador Davíd Carrasco.
Aunque algunas de aquellas batallas fueron meras exhibiciones de poderío o tuvieron la única intención de castigar a los señoríos que se rebelaban, la mayoría sirvió para satisfacer dos ambiciones fundamentales: obtener tributo para Tenochtitlan y víctimas para los dioses.
Cuando Ahuítzotl ascendió al trono, el primer precepto del dominio azteca estaba ya firmemente afianzado: apropiarse de lo mejor de toda región conquistada. «Mercaderes y negociantes servían de espías», prosigue Eduardo Matos Moctezuma, el arqueólogo que emprendió las colosales excavaciones del Templo Mayor, comenzadas en 1978.
Una vez que esos individuos rendían su informe de los recursos de una población, las fuerzas imperiales se aprestaban para atacarla. «La expansión militar fue también una expansión económica ?añade Matos Moctezuma?. Los aztecas no imponían su religión, pues sólo querían los productos».
Ni siquiera el oro rivalizaba con el valor que las culturas mesoamericanas daban al jade, mineral que simbolizaba la fertilidad y que sólo podía extraerse de las minas guatemaltecas. Por ello, no sorprende que Ahuítzotl estableciera rutas comerciales que llegaban hasta América Central para adquirir, amén de las metamórficas piedras verdes, «plumas de quetzal, oro, pieles de jaguar y cacao, que para ellos era como dinero que crecía en los árboles», dice López Luján.
Con tal abundancia de riquezas, Tenochtitlan evolucionó en una potencia mercantil y cultural. «Fue la capital artística más rica de la época, como después lo serían París y Nueva York», dice López Luján. El resplandor azteca se reflejaba también en la muy ritualizada espiritualidad de Tenochtitlan.
El Templo Mayor no era una simple pirámide mortuoria como las erigidas en el antiguo Egipto, sino que simbolizaba la sagrada montaña de Coatépec, escenario principal de un drama cosmogónico donde el recién nacido dios del Sol, Huitzilopochtli, mató y desmembró a su aguerrida hermana, la diosa lunar Coyolxauhqui, lanzando los pedazos de su cuerpo al fondo de la montaña.
Los mexicas creían que el suministro continuo de guerreros saciaría a los dioses y perpetuaría el ciclo de la vida, mientras que, sin los sacrificios, las deidades perecerían y el mundo llegaría a su fin. «La montaña sagrada era tan importante para ellos como la cruz lo es para el catolicismo ?dice Carrasco, y desde la perspectiva mexica, así como la de casi todas las culturas mesoamericanas?, ese ciclo de destrucción y creación se repetía incesantemente».
Rendir tributo a la montaña sagrada dictaba que los soldados cautivos, cubiertos con coloridos atuendos, subieran por la escalinata de la pirámide y realizaran danzas ceremoniales antes de arrancarles el corazón y dejar que sus cadáveres rodaran escalera abajo, de suerte que los mexicas mantenían una campaña sin tregua para conseguir los prisioneros indispensables que, posteriormente, serían sacrificados.
Para tal fin, en días específicos y en terreno neutral, sostenían enfrentamientos rituales con la única finalidad de capturar enemigos, en vez de territorios. Como explica Ross Hassig, especialista en la cultura azteca, cada combate «comenzaba formalmente con la quema de una gran pira de papel e incienso situada entre los dos ejércitos».
Los mexicas no hablaban de «guerras santas» porque, para ellos, no había contiendas que no lo fueran: el combate y la religión eran inseparables.
@@x@@Ahuítzotl extendió las fronteras del imperio más al sur que cualquiera de sus predecesores, cerrando las rutas comerciales de los poderosos tarascos de occidente e imponiendo un control férreo a todos los territorios subyugados.
«Fue mucho más enérgico, más brutal ?opina el arqueólogo Raúl Arana?. Cuando un pueblo se negaba a pagar tributo, enviaba al ejército. Bajo Ahuítzotl, los aztecas alcanzaron la máxima expresión en todo sentido y eso, posiblemente, fue demasiado. Todos los imperios tienen límites». El pueblo mexica perdió al gran arquitecto del imperio en el apogeo de su reinado.
En el año 1502 (10-conejo), Ahuítzotl murió a causa de un supuesto golpe en la cabeza mientras escapaba de palacio durante la inundación que provocó un acueducto construido de manera precipitada: parte del proyecto que él mismo había ordenado para aprovechar los manantiales de la vecina Coyoacán (cuando el gobernante de la entidad lo previno acerca de los caudales irregulares de aquellas fuentes, Ahuítzotl correspondió a su advertencia haciéndolo ejecutar).
Doscientos esclavos acompañaron al emperador al más allá. Ataviados con finos ropajes y llevando provisiones para el viaje, los esclavos desfilaron hasta el Templo Mayor, donde sus corazones fueron arrancados antes de arrojar los cuerpos a la pira funeraria. Se cree que sus restos, junto con los de su señor, fueron sepultados frente al Templo Mayor.
Y justo en ese lugar es donde se descubrieron el monolito de Tlaltecuhtli y al «aristocánido». De hecho, el equipo de López Luján ha encontrado ofrendas nuevas en las inmediaciones, una de ellas enterrada bajo una mansión de estilo toscano erigida para uno de los soldados de Cortés y otra situada varios metros debajo de una gran losa de piedra.
En ambos casos, López Luján supo dónde excavar siguiendo el trazo de una compleja serie de ejes o «líneas imaginarias» dibujadas en dirección Este-Oeste sobre un mapa del sitio. «Siempre encontramos esta simetría repetitiva ?revela el arqueólogo?.
Era como una obsesión para ellos». En buena medida, la labor del equipo arqueológico es tediosa y poco glamorosa debido a los desafíos inherentes a una excavación urbana: obtener permisos y rodear tuberías de drenaje o líneas del Metro; evitar los cables de telefonía, fibra óptica y servicio eléctrico tendidos en el subsuelo; mantener la seguridad en un sitio arqueológico ubicado en una de las zonas peatonales más concurridas del planeta.
Sin embargo, el aspecto más crítico de su tarea es la absoluta precisión requerida para trabajar con restos aztecas. Parado junto a la abertura de un pozo donde, en mayo de 2007, su equipo se topó con un recipiente votivo no más grande que una caja de zapatos, López Luján explica: «Tardamos 15 meses en registrar toda la ofrenda. A pesar del tamaño reducido, la caja contenía más de 5,000 artefactos dispuestos en 10 capas. Un tesoro increíble en términos de cantidad y riqueza.
«Pareciera una organización aleatoria, pero no es así ?prosigue López Luján?. Todo tiene un significado cósmico y, para nosotros, el reto estriba en descubrir la lógica y los patrones de distribución espacial. Cuando Leopoldo Batres trabajó aquí [a principios del siglo pasado], sólo le interesaba acumular artefactos como trofeos arqueológicos. Sin embargo, lo que hemos aprendido a lo largo de 32 años de esfuerzo es que la importancia de un hallazgo no radica en los objetos, sino en su ubicación espacial».
Cada descubrimiento es un golpe de suerte para México, dado que muchos artefactos valiosos fueron saqueados por los conquistadores, quienes los llevaron consigo a España y, de allí, los dispersaron por toda Europa. Amén de su valor estético, los nuevos hallazgos ponen de relieve la atención de los aztecas por el detalle, su preocupación por todo cuanto estaba en juego.
Para los aztecas, la responsabilidad de aplacar a los dioses ?y asegurar la supervivencia del mundo? recaía en un imperio siempre creciente y cada vez más demandante que, en última instancia, se volvió insostenible. Como dice Carrasco: «La ironía de cualquier imperio es que presiona con tanto ahínco hacia la periferia que termina por convertirse en la periferia. Sus fronteras se alejan tanto del centro que es imposible proporcionar alimento y transporte a los guerreros o protección a los mercaderes. En el caso de los aztecas, el imperio se volvió excesivamente costoso y no pudieron sostenerlo».
Diez años antes de la llegada de los españoles, visiones y portentos comenzaron a inquietar al heredero de Ahuítzotl, Moctezuma II.
Aunque el noveno monarca azteca prosiguió el esquema expansionista de su predecesor, haciendo gala de su poderío, su diadema de oro y turquesas, sus 19 hijos y un zoológico atestado de animales exóticos y «enanos, albinos y jorobados», Moctezuma II vivía atormentado por su propia inseguridad cósmica. Según un códice, en 1509 el emperador vio «un mal presagio en el cielo.
Era como una mazorca de maíz en llamas? que parecía sangrar fuego, gota a gota, cual una herida en el firmamento». Sus temores no eran infundados. «Más de 50,000 guerreros indígenas habían tomado las armas para defender el culto a sus divinidades e impedir que los aztecas siguieran atacando su comunidad», dice Davíd Carrasco.
De no haberse dado aquel levantamiento, los 500 españoles que atracaron en Veracruz en la primavera de 1519, aunque armados con arcabuces, cañones y caballos, no habrían podido derrotar a los ejércitos aztecas. Sin embargo, el 8 de noviembre el contingente de Cortés llegó a Tenochtitlan escoltado por miles de guerreros tlaxcaltecas y sus aliados.
Impresionados ante el espectáculo de la reluciente ciudad en la laguna («algunos soldados preguntaron si lo que veían no era un espejismo», escribió un testigo ocular), los españoles no se dejaron intimidar por la grandiosidad de su anfitrión.
Todo lo contrario, fue Moctezuma quien sucumbió a la inseguridad. Según la leyenda mesoamericana, Quetzalcóatl, el gran dios barbado que se exilió al cometer incesto con su hermana, regresaría un día surcando los mares para reclamar su señorío y, con ese mito arraigado en su mente, Moctezuma obsequió a Cortés «el tesoro de Quetzalcóatl»: ajuar completo que incluía «una máscara de serpiente incrustada de turquesas».
¿Acaso Moctezuma interpretó sinceramente el arribo de los españoles como la segunda llegada de la sagrada serpiente emplumada? ¿O recurrió a esa argucia para cubrir a Cortés con los divinos ropajes antes de sacrificarlo? Aquel fue el último gesto de ambigüedad azteca porque, en adelante, los hechos se vuelven incontrovertibles. La sangre corrió por las calles de Tenochtitlan y, en 1521, el imperio quedó sepultado.
«Estamos convencidos de que, tarde o temprano, encontraremos la tumba de Ahuítzotl ?insiste López Luján?. Nuestra excavación es cada vez más y más profunda». Pero sin importar cuánto profundice su equipo, el arqueólogo nunca logrará desentrañar la esencia de la mística azteca y, por ello, esta seguirá ocupando la mentalidad de los mexicanos modernos como una identidad siempre percibida aunque invisible, primitiva y majestuosa a la vez, infundiendo en los mortales el poder para transformar ciénagas en reinos.