Un aire añejo sopla desde los confines del tiempo. El Sahara nos impresiona como un infierno imperecedero de dunas y cielos azules, de vistas impresionantes que nos hacen olvidar que esa vasta extensión es uno de los sitios que alberga el registro de nuestro planeta.
Un aire añejo sopla desde los confines del tiempo.
El Sahara nos impresiona como un infierno imperecedero de dunas y cielos azules, de vistas impresionantes que nos hacen olvidar que esa vasta extensión es uno de los sitios que alberga el registro de nuestro planeta. Un lugar donde el pasado sobrevive y nos habla desde la arena, las rocas, el calor y los vientos áridos; nos susurra una historia de repetidos cambios climáticos y del avance y retroceso de la humanidad.
David Mattingly dirige un equipo de investigadores del Desert Migrations Project, cuyo trabajo nos guía hacia la prehistoria. Son viajeros del tiempo que recorren el Sahara en vehículos 4×4 buscando rastros de nuestros antepasados. Ascienden por dunas de más de 30 metros de altura para ofrecernos una nueva perspectiva de este desierto.
El corazón del Sahara palpita en el suroeste de Libia, en la región conocida como Fezzan, lugar inaccesible repleto de mares de arena, arroyadas secas, montañas, mesetas, oasis y misterio. Se calcula que unas 100,000 personas vivieron y labraron la tierra aquí entre 500 a.C. y 500 d.C., aunque hoy la zona recibe unos pocos centímetros de lluvia al año y, a menudo, ni siquiera eso.
«Era muchísima gente para el extremadamente árido paisaje del Sahara central», comenta Mattingly. El arqueólogo de la Universidad de Leicester se ha vuelto esclavo del desierto: «Trabajo en Libia desde hace 30 años, y el paisaje me cautivó desde entonces». Muchos otros han corrido la misma suerte, volviéndose adictos a la luz cegadora y los horizontes despejados.
Donde otros sólo verían un páramo, estos estudiosos encuentran lucidez. El explorador escocés Hugh Clapperton se adentra en el desierto del suroeste libio entre 1822 y 1825. Es la punta de lanza de un imperio, el rostro de las máquinas de vapor y la flota británica.
El 7 de noviembre de 1824, al recorrer la desolada extensión, tropieza con una esclava abandonada «a morir hoy en el camino, con la cabeza espantosamente inflamada, incapaz de caminar». Clapperton observa a uno de los servidores del amo agazapado junto a la mujer, «aguardando a que muera; no pretende enterrarla sino despojarla de los harapos que lleva encima».
La esclava no puede montar en camello; está demasiado débil para sujetarse. Clapperton reflexiona que, si permanece allí, también morirá. Siente la frialdad del viento. Sigue su camino. Tal es el Sahara de pesadilla. Un mar de arena y piedra infestado de escorpiones y serpientes, en donde el sol no muestra la menor clemencia.
Libia es un país vasto, una calcinada extensión del tamaño de Italia, Francia, España y Alemania, donde la mayoría de los seis millones de habitantes vive amontonada en la costa mediterránea. A fin de entender realmente la zona, debemos volver la espalda al océano y mirar hacia el sur, para constatar que 95% de la superficie libia es desierto, que 20% son dunas y que no existe un solo río perenne que cruce el territorio.
El Sahara libio ostenta el récord mundial de calor (57.8ºC) y, sin embargo, es capaz de helarnos hasta los huesos una noche de invierno. Fezzan nos desvela milenios de vida en lucha contra el cambio, de humanos tratando de adaptarse a un ambiente inhóspito. Es una máquina del tiempo en la que el pasado nos propina un bofetón y, si nos detenemos allí más de lo necesario, termina por afectar las nociones que dábamos por sentadas.
La modernidad nos ha llevado a aceptar, a regañadientes, que el pasado es un registro de cambios climáticos, de las grandes migraciones, del surgimiento y colapso de naciones; no obstante, actuamos como si nuestro presente fuera el último capítulo en la historia. Pero el extenso relato del Sahara confronta a cualquiera que lo visite, obligándolo a recordar que el capítulo que estamos escribiendo es incierto y frágil.
Las investigaciones de Mattingly le conducen al Mar de Arena Ubari donde, contra toda expectativa, hay numerosos lagos minúsculos cuyos minerales y algas les confieren el color de gemas purpúreas y anaranjadas: desecados recordatorios de un tiempo pasado en que el manto freático se encontraba más cerca de la superficie.
Es difícil de imaginar, pero hace 200,000 años el lago Megafezzan (con una superficie equivalente al territorio de Inglaterra) refulgió aquí cuando la precipitación era abundante y, como atestiguan vetustos canales, había ríos que discurrían por el corazón del desierto. ¿Cómo ubicar esas vías fluviales? Desde las alturas.
A partir de imágenes de radar captadas desde el espacio, los miembros de Migrations Project crearon mapas de la distribución de residuos minerales de viejos lagos y manantiales. Con esa información, los paleoantropólogos conducen hasta esos sitios, donde desentierran herramientas de piedra, puntas de flecha, vestigios de hogueras, tumbas y otras pistas de ocupación humana.
Los primeros humanos modernos que ocuparon la región fueron cazadores y recolectores que vivieron en un ambiente de sabana hace unos 130,000 años y que lo abandonaron cuando las lluvias se interrumpieron, hace alrededor de 70,000 años; pero volvieron a reclamar la zona con el regreso de la precipitación.
Esta migración alternativa se conoce como la bomba del Sahara, término que describe el movimiento de pueblos dentro y fuera del norte de África obedeciendo modificaciones climáticas. Rayones en las rocas desérticas son el único recuerdo de un Sahara más húmedo, de una era en que el desierto estuvo habitado por criaturas dependientes del agua, como leones, elefantes y rinocerontes.
Algo peculiar ocurrió al concluir la última temporada de humedad. Hace unos 5,000 años, las lluvias pararon de nuevo, los lagos se secaron y el desierto se adueñó de la región, pero algunos pueblos no se dispersaron. Pinturas rupestres sugieren que ya habían realizado la transición de la caza a la ganadería y, a continuación, dieron origen a una sociedad que construiría grandes poblaciones donde se daría la transición a la agricultura: la civilización garamante.
Los garamantes prosperaron en un clima muy semejante al del Sahara actual. Muchos investigadores han supuesto que eran nómadas desérticos, pero las excavaciones en su ciudad capital, Garama (cerca de la actual Jarmah), y numerosos estudios de agrimensura, llevados a cabo por el equipo de Mattingly, demuestran que era un pueblo sedentario que subsistía de la agricultura de oasis.
Construyeron un sofisticado sistema de irrigación que les permitió cultivar trigo, sorgo cebada, palmas datileras y olivos. Sus canales subterráneos, llamados foggaras, conectaban con el agua subterránea y la conducían hacia los campos sin la menor pérdida por evaporación; de hecho, aún es posible detectar cerca de 1,000 kilómetros de dichos canales.
El sistema funcionó bien durante siglos, hasta que comenzó a agotarse el agua «fósil», almacenada en antiguas épocas de lluvia, y la civilización finalmente colapsó. A simple vista, el Sahara es una barrera que divide África en dos. Sin embargo, para los humanos que han habitado Libia desde hace miles de años, el desierto ha hecho las veces de corredor.
El oro, el marfil y los esclavos llegaban al norte procedentes del África subsahariana, mientras que aceite de oliva, vino, vidrio y otros artículos del Mediterráneo fluían al sur. Aquel comercio grabó una icónica imagen en nuestra memoria: la caravana que se abre camino entre enormes dunas.
El corredor sahariano pudo ser, incluso, una de las rutas que siguieron nuestros antepasados al abandonar la región oriental del continente para poblar el resto del mundo. Desde hace mucho, los investigadores han supuesto que los primeros humanos salieron del África subsahariana con destino a Eurasia, migrando a lo largo del Nilo y a través del Sinaí o, bien, cruzando el mar Rojo.
A pesar de ello, en la actualidad empiezan a considerar otra posibilidad: que Fezzan haya formado parte de un largo corredor migratorio por donde los humanos modernos alcanzaron las costas del Mediterráneo y, de allí, cruzaron el Sinaí.
Es posible que nuestros antepasados hayan surcado este mar de arena desde el Valle de la Gran Grieta hasta nuestras vidas. Mattingly comenta que su gusto por la arqueología se debe a que «ofrece lecciones para el mundo actual». Y así, a 1,500 años de la desaparición de los garamantes, el gobierno libio construye el Gran Río Artificial, conjunto de colosales acueductos que extraen antiguas reservas de agua subterránea debajo del Sahara para aprovecharlas en un nuevo florecimiento del desierto.
Pero el agua que hoy bombean fue depositada hace decenas de miles de años, en épocas mucho más húmedas. En consecuencia, el manto freático ha comenzado a menguar debido a la extracción. Según cálculos, el proyecto tendrá una vida útil de sólo 50 a 100 años, apenas un instante en la historia de esta región. A todas luces, no ha terminado de escribirse el último capítulo de Fezzan.
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