Solo unas cuantas especies animales han podido criarse con éxito para convivir con los humanos. La explicación, según científicos, está en los genes.
«¡Hola! ¿Cómo estás?», pregunta Lyudmila Trut al agacharse para quitar el cerrojo de una jaula de alambre con el rótulo «Mavrik». Nos encontramos entre dos largas hileras de armazones similares en una granja de las afueras de Novosibirsk, en el sur de Siberia, y el saludo de la bióloga de 76 años no va dirigido a mí, sino al peludo ocupante del contenedor. Reconozco el tono de ternura maternal que adoptan los propietarios de perros al dirigirse a sus mascotas.
Trut dedica todo su interés a Mavrik, criatura más o menos del tamaño de un pastor de Shetland, con pelaje castaño rojizo y mancha blanca en el pecho, quien interpreta a la perfección su papel: mueve la cola, hace el muertito y jadea emocionado, como esperando atenciones.
Desde el interior de las jaulas adyacentes, docenas de cánidos actúan del mismo modo. «Como puede ver, dice Trut, alzando la voz para hacerse oír, todos ansían el contacto humano». Sin embargo, ese día Mavrik es el afortunado beneficiario y Trut alarga los brazos para sacarlo de la jaula y entregármelo. Acunado contra mi pecho, el animal mordisquea mi mano; es tan dócil como un perrito faldero.
La diferencia estriba en que Mavrik no es un perro, sino un zorro. Mavrik y varios cientos de sus parientes integran la única población de zorros plateados domesticados en el mundo (de hecho, la mayoría es de color plateado o gris oscuro, así que el pelaje rojizo de Mavrik es una rareza).
Y uso el término «domesticado» no para decir que han sido capturados y amansados, o criados por personas y amaestrados para tolerar caricias ocasionales a cambio de alimento. Me refiero a que estos seres fueron reproducidos como animales domésticos, tan mansos como un gato o un perro Labrador.
«Es más, agrega Anna Kukekova, investigadora de Cornell especializada en zorros, estos animales me recuerdan mucho a los cobradores dorados, los cuales, en esencia, no saben que hay gente buena, gente mala, personas que conocen de antes y perfectos desconocidos». Estos zorros tratan a cualquier humano como compañero potencial, conducta resultante de lo que, podría decirse, es el experimento de reproducción selectiva más extraordinario jamás emprendido.
Todo comenzó hace más de cincuenta años, cuando Trut aún estudiaba en la universidad. Bajo la dirección del biólogo Dmitri Belyaev, investigadores del vecino Instituto de Citología y Genética rescataron cerca de 130 zorros de diversas granjas de pieles y comenzaron a cruzarlos con la intención de recrear la evolución de los lobos en perros, transformación que inició hace más de 15 000 años.
Con cada nueva generación de zorreznos, Belyaev y sus colegas analizaban las respuestas al contacto humano y seleccionaban los más accesibles para engendrar la siguiente generación.
A mediados de los sesenta, el experimento había dado resultados que ni el propio Belyaev pudo imaginar y así comenzaron a nacer zorritos como Mavrik, que no solo no temen al hombre, sino que buscan la oportunidad de forjar vínculos con sus criadores, lo que llevó al equipo a repetir el experimento con otras dos especies, visones y ratas.
«Un parámetro muy importante que reveló Belyaev fue el tiempo requerido para lograr ese cambio, explica Gordon Lark, biólogo que estudia la genética de los perros. Que se volvieran amistosos en tan corto lapso. Es asombroso».
Como por ensalmo, Belyaev condensó milenios de domesticación en unos cuantos años; sin embargo, su objetivo no era demostrar que era capaz de crear zorros amigables. Tenía la corazonada de que los podía utilizar para desentrañar los misterios moleculares de la domesticación.
Es bien sabido que los animales domesticados comparten ciertas características, particularidad que Darwin documentó en su libro La variación de los animales y las plantas bajo domesticación. Tienden a ser más pequeños, de orejas péndulas y colas más enroscadas que sus progenitores salvajes; adquieren rasgos que les confieren un aspecto juvenil que atrae a los humanos, y pelaje moteado, mientras que el de sus antepasados es de color uniforme.
Estas y otras peculiaridades, conocidas como fenotipo de domesticación, pueden manifestarse en gran variedad de especies, desde perros, cerdos y vacas hasta no mamíferos, como gallinas e incluso algunos peces.
Belyaev sospechaba que, conforme avanzara el amansamiento, los zorros desarrollarían elementos del fenotipo de domesticación. Otra vez estuvo en lo cierto: la selección de zorros para cruza, basada solo en la forma como respondían a los humanos, parecía alterar su aspecto físico tanto como su temperamento.
Al cabo de solo nueve generaciones, los investigadores registraron el nacimiento de crías con orejas péndulas; también aparecieron pelajes moteados. Para ese momento, los animales gemían y meneaban la cola en respuesta a la presencia humana, conducta nunca vista en zorros salvajes.
Belyaev propuso entonces que el motor de dichos cambios era un conjunto de genes que propiciaban la tendencia a la sumisión, genotipo que los zorros, posiblemente, comparten con cualquier otra especie susceptible de domesticación. Hoy día, en la granja de zorros, Kukekova y Trut tratan de identificar cuáles son, exactamente, esos genes, mientras que investigadores de otras partes del mundo diseccionan el ADN de cerdos, gallinas, caballos y otras especies domesticadas.
La investigación pretende responder una interrogante biológica fundamental: «¿cómo es posible llevar a cabo la tremenda transformación de los animales salvajes en criaturas domesticadas?», dice Leif Andersson, profesor de biología genómica, consciente de que la respuesta tiene grandes implicaciones para entender no solo cómo hemos domesticado los animales, sino cómo hemos sometido nuestros propios instintos salvajes.
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Ejercer el dominio de animales y plantas es, posiblemente, el acontecimiento más influyente en la historia de la humanidad. Junto con la agricultura, la capacidad para criar y controlar fauna domesticada (quizá empezando con los lobos, aunque las aves de corral, el ganado y otras especies alimentarias son más importantes) contribuyó a modificar la dieta humana y allanó el camino para los primeros asentamientos y el florecimiento posterior de las ciudades-Estado.
Por otra parte, al poner al hombre en contacto estrecho con los animales, la domesticación creó también vectores para las enfermedades que han definido nuestra sociedad. El proceso que precipitó esta transformación permanece como un misterio.
Huesos animales y esculturas de piedra aportan información sobre cuándo y dónde comenzó cada especie a convivir con la humanidad, pero lo más difícil de desentrañar es cómo. ¿Acaso unos jabalíes curiosos se acercaron poco a poco a las poblaciones humanas para alimentarse con los desechos y, posteriormente, integrarse a nuestra dieta a través de generaciones sucesivas?
¿Pudo el hombre capturar al gallo rojo, antepasado del pollo moderno, o fue el ave la que inició el acercamiento? Si hay 148 especies de grandes mamíferos terrestres, ¿por qué solo hemos domesticado apenas 15? ¿Por qué hemos doblegado y reproducido caballos desde hace miles de años, pero jamás a su pariente cercano, la cebra, a pesar de numerosos esfuerzos?
Los científicos ni siquiera pueden ofrecernos una definición precisa de la domesticación. Todos sabemos que es posible entrenar animales para que vivan en contacto estrecho con el hombre. Por ejemplo, si alimentamos a mano una cría de tigre, dejando así nuestra impronta, el animal crecerá considerándonos parte de la familia; sin embargo, al nacer, sus crías serán igual de salvajes que sus antepasados.
La domesticación es una cualidad que se infunde en toda una población por varias generaciones de convivencia con humanos, de manera que la especie pierde muchos o quizá todos sus instintos salvajes con el paso del tiempo. En otras palabras, la domesticación depende, primordialmente, de los genes.
Con todo, el límite entre domesticación y estado salvaje es muy lábil. Cada vez hay más pruebas de que los animales han desempeñado un papel prominente en su propia domesticación, habituándose a la presencia humana antes que nosotros participáramos de manera deliberada en el proceso.
«Mi hipótesis, dice Greger Larson, experto en genética y domesticación, es que los primeros animales domesticados (inicialmente los perros, después cerdos, ovejas y cabras) pasaron por un periodo prolongado de manejo accidental por parte del hombre». El vocablo domesticación «implica una acción deliberada, algo que se hace a propósito, agrega. Sin embargo, la historia compleja es mucho más interesante».
El experimento de la granja de zorros para desentrañar esa complejidad se antoja particularmente notable por la forma como dio inicio. A mediados del siglo xx, bajo el régimen de José Stalin, el establishment soviético de las ciencias biológicas estaba dirigido por el infame Trofim Lysenko, quien proscribió la investigación en genética mendeliana.
Sin embargo, Dmitri Belyaev y su hermano mayor, Nikolái, ambos biólogos, estaban intrigados por las posibilidades que ofrecía esa ciencia. «En aquellos días la genética se consideraba una ciencia falsa», recuerda Trut acerca de su mentor.
Por ello, cuando los Belyaev continuaron sus estudios mendelianos, Dmitri perdió su empleo como director del Departamento para la Crianza de Animales de Piel, mientras que Nikolái sufría un destino más trágico: fue exiliado a un campamento de trabajos forzados, donde al cabo falleció.
Dmitri Belyaev siguió dedicándose en secreto a la ciencia genética, disimulando su labor como una investigación en fisiología animal. Le obsesionaba, sobre todo, que una increíble diversidad de perros descendiera de los lobos y estaba seguro de que la respuesta yacía en el nivel molecular.
Pero en la década de los cincuenta la tecnología para secuenciar el genoma animal y, consiguientemente, entender cómo cambiaron sus genes a lo largo de la historia era un sueño imposible incluso fuera de la Unión Soviética. Por ello, el biólogo decidió reproducir personalmente la evolución y el zorro plateado, un cánido estrechamente emparentado con los perros y jamás domesticado, le pareció el candidato idóneo.
En 1958, el primer trabajo de Lyudmila Trut como estudiante de posgrado consistió en recorrer granjas de piel para seleccionar los zorros más pacíficos que pudiera encontrar, los cuales conformarían la población base para el experimento de Belyaev.
La prohibición que pesaba sobre los estudios genéticos se había relajado tras la muerte de Stalin, en 1953, así que Belyaev estableció su trabajo en Siberia, en el recién fundado Instituto de Citología y Genética. Sin embargo, tuvo cuidado de describir la investigación en términos puramente fisiológicos.
Trut recuerda que cuando el líder soviético Nikita Kruschev fue a inspeccionar el instituto se le escuchó comentar: «¡Cómo! ¿Esos genetistas siguen por aquí? ¿Por qué no acabaron con ellos?». Para 1964, la cuarta generación empezó a cumplir las expectativas de los científicos. La misma Trut todavía recuerda la primera vez que un zorro meneó la cola al verla acercarse.
En poco tiempo, los ejemplares más mansos saltaban a los brazos de los investigadores para lamerles el rostro. En una ocasión, durante los años setenta, un obrero llevó a casa un zorro para tenerlo temporalmente como mascota. Cuando Trut fue a visitarlo lo encontró paseando al animal sin correa, «como si fuera un perro.
Le dije: ¡No haga eso! ¡Podríamos perderlo y es propiedad del instituto!, «recuerda». El hombre respondió: «Aguarde un momento». Entonces silbó y llamó: «¡Coca!». El zorro regresó a su lado de inmediato».
Al mismo tiempo, cada vez más ejemplares comenzaron a manifestar signos del fenotipo de domesticación: las orejas permanecían péndulas durante buena parte de su desarrollo y muchos conservaban las manchas blancas del pelaje. «A principios de los ochenta, observamos un cambio explosivo en la apariencia», dice Trut.
En 1972 habían ampliado la investigación para incluir ratas, después visones y, por un corto tiempo, nutrias. Estas eran difíciles de reproducir y, aunque esa parte del experimento fue abandonada, los científicos lograron modelar la conducta de las otras dos especies en paralelo con los zorros.
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Justo cuando surgían las herramientas genéticas que ayudarían a Belyaev a alcanzar su objetivo de rastrear el vínculo con el ADN animal, el proyecto pasó por una época difícil. Tras el colapso de la Unión Soviética, los fondos científicos empezaron a menguar y los investigadores no podían hacer mucho más que mantener con vida la población de zorros. Cuando Belyaev murió de cáncer, en 1985, Trut se hizo cargo del experimento y luchó para obtener fondos.
Por esos días, Anna Kukekova, bióloga rusa que estudiaba un posdoctorado en genética molecular en Cornell, se enteró de los problemas que enfrentaba el proyecto. Fascinada desde hacía años con la labor de la granja de zorros, decidió centrar su investigación en el experimento y con apoyo de Gordon Lark, de la Universidad de Utah, así como de una beca de los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, se sumó al esfuerzo de Trut para llevar a buen término lo que Belyaev había empezado.
Resulta que no todos los ejemplares de la granja de Novosibirsk son tan amistosos como Mavrik. Al otro lado del camino, frente al cobertizo donde viven los animales mansos, se encuentra una segunda estructura de aspecto idéntico e igualmente repleta de jaulas; cada una de ellas está ocupada por uno de los ejemplares que los investigadores describen como «zorros agresivos».
La razón es que los científicos necesitan contar con un grupo de animales decididamente indómitos para estudiar la biología de la mansedumbre. Como imagen espejo de los zorros amistosos, los animales de la población agresiva están clasificados según el grado de hostilidad de su conducta y solamente los más belicosos pueden reproducirse para dar origen a la siguiente generación.
Allí se encuentran los gemelos malvados del gracioso Mavrik, como engendros de una película de horror de serie B: todo siseos, dientes amenazadores y mordidas feroces a cuantos se aproximan.
«Quiero que observe esta zorra, dice Trut y señala un animal que gruñe cerca de nosotros. Vea lo agresiva que es. Es hija de una madre agresiva, pero fue criada por una madre mansa». El trueque, consecuencia de que la madre biológica fue incapaz de amamantar a su cría, demostró de manera accidental un hecho de gran envergadura: la respuesta de los zorros a la presencia humana es producto de su naturaleza más que de la crianza.
«En este caso, agrega la investigadora, la genética es lo que controla la transformación conductual». No obstante, identificar con precisión la huella genética responsable de la mansedumbre es extremadamente difícil. En primera instancia, los investigadores tienen que encontrar los genes que determinan las conductas amistosa y agresiva.
Sin embargo, los rasgos generales de conducta suelen ser fusiones de características más específicas (como temor, audacia, pasividad y curiosidad), las cuales hay que identificar, medir y rastrear una a una hasta localizar genes individuales o grupos de ellos que trabajen en combinación.
Una vez que detectan esos genes, los investigadores pueden hacer pruebas para establecer cuáles de los que determinan la conducta participan también en el desarrollo del fenotipo de domesticación, como orejas péndulas, pelaje moteado y demás.
Por ahora, Kukekova está dedicada a la primera parte del proceso: vincular la conducta de domesticación con los genes. Hacia fines de cada verano, la científica viaja de Cornell a Novosibirsk para evaluar las crías nacidas durante el año.
Aplica medidas objetivas para cuantificar las actitudes, vocalizaciones y demás conductas del animal, introduciendo toda la información en genealogías, esto es, registros que siguen el linaje de los zorros mansos, agresivos y «cruzados» (crías de progenitores seleccionados de ambos grupos).
El equipo de investigación ruso-estadounidense extrae entonces el ADN de las muestras de sangre obtenidas de cada zorro en estudio y busca diferencias notorias en los genomas de los animales clasificados como agresivos o dóciles según las mediciones de conducta.
En un artículo de próxima publicación en Behavior Genetics, el grupo informa el hallazgo de dos regiones muy divergentes en las dos variedades conductuales, en el que podrían estar contenidos los genes de la domesticación. A juzgar por ese descubrimiento, cada vez resulta más evidente que el proceso no depende de un gen único, sino de un conjunto de cambios genéticos. «Parece que la domesticación, concluye el documento, es un fenotipo muy complejo».
De hecho, a 4 500 kilómetros al oeste, un laboratorio de Leipzig, Alemania, se encuentra justamente en la misma coyuntura para identificar los genes de la domesticación en ratas. En 2004, Frank Albert, investigador del Instituto de Antropología Evolutiva Max Planck, recibió 30 roedores que descendían de la población original de Belyaev (15 ratas dóciles y 15 agresivas).
«Lo que hemos encontrado son regiones del genoma que influyen en la docilidad y la agresividad, explica Albert. Pero no sabemos cuáles son los genes que envían la señal». Igual que el grupo de Kukekova, «estamos reduciendo la lista de posibles candidatos».
Una vez que cualquiera de los equipos consiga aislar las vías genéticas específicas que participan en el proceso, será posible buscar genes paralelos en otras especies domesticadas. «Lo ideal sería identificar los genes específicos que contribuyen a las conductas de docilidad y agresividad, dice Kukekova. Pero aun cuando los encontremos, no sabremos si son los genes de domesticación hasta que podamos compararlos con los de otros animales».
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A fin de cuentas, la mayor recompensa de la investigación podría estribar en el hallazgo de genes similares en la especie más domesticada de todas: el ser humano. «Averiguar qué ha cambiado en estos animales será un descubrimiento increíblemente informativo», asegura Elaine Ostrander, del Instituto Nacional para la Investigación del Genoma Humano, en los NIH.
No todos los investigadores están convencidos de que los zorros plateados de Belyaev desvelarán los secretos de la domesticación. En la Universidad de Uppsala, el investigador Leif Andersson, quien estudia la genética de los animales de granja y elogia las contribuciones de Belyaev y colegas, opina que la relación entre la mansedumbre y el fenotipo de domesticación podría ser menos directa.
«Podemos elegir un rasgo y observar cambios en otros, reconoce Andersson, pero jamás se ha demostrado una relación causal». Para entender cómo difiere la opinión de Andersson de la de los investigadores de Novosibirsk, es útil imaginar la forma como se desarrollaron ambas teorías en el contexto histórico.
Las dos concordarían en que los animales susceptibles de domesticación eran los más predispuestos al contacto humano, tal vez porque una mutación o un conjunto de mutaciones del ADN los llevó a temer menos al hombre y aceptar mejor su cercanía; quizá porque se alimentaban de los desechos humanos o se beneficiaban de su inesperada protección contra los depredadores.
En determinado momento, el hombre percibió que sus vecinos animales correspondían con algún beneficio y se dedicó seleccionar los ejemplares más tratables para reproducirlos. «Al iniciarse la domesticación, el proceso fue impelido exclusivamente por la selección natural, explica Trut. Con el paso del tiempo, la selección natural fue sustituida por la selección artificial».
A partir de este punto, Andersson difiere en su interpretación de los acontecimientos. Si Belyaev y Trut tienen razón, la autoselección y después la selección humana de los animales menos temerosos introdujeron elementos del fenotipo de domesticación, como las colas enroscadas y los cuerpos más pequeños.
En opinión de Andersson, la curiosidad y ausencia de temor debieron precipitar el proceso, pero una vez que los animales quedaron bajo el control humano y al abrigo de sus depredadores naturales, las mutaciones aleatorias para rasgos físicos que se habrían perdido rápidamente en estado salvaje (como las manchas blancas sobre pelaje oscuro) tuvieron oportunidad de persistir y proliferar, en buena medida, porque agradaban al hombre. «No es que los animales se hayan comportado de manera distinta, insiste Andersson. Simplemente, nos parecieron encantadores».
En 2009, Andersson apuntaló su teoría al comparar mutaciones en los genes para el color del pelo de numerosas variedades de cerdos domesticados y salvajes. Sus resultados «prueban que los primeros criadores seleccionaron, intencionalmente, cerdos con pelaje de color novedoso».
En su búsqueda de los genes de la domesticación, Andersson ha vuelto la mirada hacia el animal domesticado más numeroso del planeta: el pollo. Sus antepasados (gallos rojos salvajes) merodeaban libremente las selvas de Asia, pero hace unos ocho milenios el hombre comenzó a reproducirlos como fuente de alimento.
El año pasado, Andersson y sus colegas compararon los genomas completos de los pollos domesticados con los de poblaciones de gallos rojos en instituciones zoológicas e identificaron una mutación en un gen conocido como TSHR, el cual solo está presente en las poblaciones domésticas.
La implicación es que TSHR debió cumplir una función importante en la domesticación. Andersson ha aventurado la teoría de que el gen podría influir en los ciclos reproductores de las aves, permitiendo que los pollos en cautiverio procreen con más frecuencia que los gallos rojos salvajes, rasgo que los primeros criadores habrían estado deseosos de perpetuar.
Si andersson está en lo cierto, su teoría tendría implicaciones muy intrigantes para nuestra especie. Richard Wrangham, biólogo de Harvard, ha postulado que también el hombre sufrió un proceso de domesticación que modificó su biología. «La interrogante sobre cuáles son las diferencias entre el cerdo y el jabalí, o entre el pollo de granja y el gallo salvaje, me comentó Andersson, es muy semejante al cuestionamiento sobre las diferencias entre el humano y el chimpancé».
El hombre no es solo un chimpancé domesticado, pero al elucidar la genética de la domesticación podría haber sorprendentes revelaciones sobre los orígenes de nuestro comportamiento social. «Hay más de 14 000 genes que se expresan en el cerebro, pero solo hemos podido explicar la acción de unos cuantos», apunta la investigadora. Identificar los genes relacionados con la conducta social es una tarea muy compleja para la que, obviamente, no es posible experimentar con personas.
Con todo, hurgar en el ADN de nuestros compañeros más inmediatos podría redundar en conclusiones provocadoras. En 2009, Robert Wayne, biólogo de UCLA, encabezó un estudio para comparar los genomas de lobos y perros. Wayne y sus colegas habían identificado una corta secuencia de ADN muy específica, situada cerca de un gen llamado WBSCR17, el cual es muy distinto en las dos especies.
Los investigadores sugieren que esa región genómica podría ser un objetivo potencial para «genes importantes en la domesticación inicial de los perros». En los humanos, señalaron a continuación, WBSCR17 es, por lo menos, parcialmente responsable de un trastorno genético raro llamado síndrome de Williams-Beuren, caracterizado por rasgos que confieren a los afectados el aspecto de un duende, con puente nasal corto y «un gregarismo excepcional»; en otras palabras, quienes presentan esta condición suelen ser excesivamente amistosos y confiados con los extraños.
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Wayne comenta que luego de la publicación del artículo «los correos electrónicos que recibimos con mayor frecuencia eran de padres de niños afectados con el síndrome, diciendo: Efectivamente, nuestros hijos se parecen a los perros en cuanto a su capacidad para interpretar conductas y eliminar las barreras sociales del comportamiento».
Aunque los rasgos de duende parecen corresponder con ciertos aspectos del fenotipo de domesticación, Wayne advierte que los miembros de su equipo están «muy intrigados» y esperan explorar más a fondo esta relación. En 2003, la granja de novosibirsk recibió a un joven investigador de la Universidad de Duke, llamado Brian Hare.
Reconocido por su labor para clasificar conductas singulares de perros y lobos, y por haber demostrado que los perros evolucionaron para obedecer indicaciones humanas como señalamientos y movimientos oculares, Hare decidió practicar pruebas semejantes a los zorreznos siberianos y descubrió que se desempeñaban tan bien como los cachorros de su misma edad.
Los resultados, si bien preliminares, sugieren que la selección para excluir el temor y la agresividad ha creado zorros no solo dóciles, sino que poseen la capacidad de los perros para interactuar con el hombre mediante indicaciones sociales.
«Los rusos no hicieron la selección para obtener un zorro más inteligente, sino más simpático, comenta Hare. No obstante, terminaron con zorros inteligentes». Esta investigación también tiene implicaciones para el origen de la conducta social humana.
«¿Estamos domesticados de la misma manera que los perros? No, pero me atrevo a afirmar que lo primero que ocurrió para producir un humano a partir de un antepasado simiesco fue un incremento sustancial en la tolerancia de los demás».
La última tarde que pasé en Novosibirsk, cuando Kukekova, mi traductora Luda Mekertycheva y yo nos pusimos a jugar con Mavrik en un corral, a espaldas del edificio de investigación de la granja.
Lo observamos perseguir una pelota y retozar con otro zorro, antes de regresar corriendo para que lo levantáramos en brazos y dejar que nos lamiera la cara. Al cabo de una hora, Kukekova lo llevó de vuelta al cobertizo. Mavrik debió presentir que regresaba a su jaula porque comenzó a gemir con creciente agitación. A todas luces, era un animal biológicamente condicionado para recibir la atención del hombre, igual que cualquier perro.
Claro está, el experimento de la granja de zorros no es más que eso: un experimento científico. Durante décadas, el proyecto ha debido controlar la población vendiendo ejemplares a verdaderas granjas de pieles cuando los zorros no son suficientemente amistosos o agresivos para participar en la investigación.
En los últimos años, el instituto ha tratado de obtener la autorización necesaria para vender el excedente de zorros mansos como mascotas, tanto en Rusia como en el extranjero. Argumenta que sería una solución idónea no solo para dar un mejor hogar a los animales no deseados, sino para reunir fondos que permitan continuar la investigación. «Por ahora, hacemos todo lo posible para preservar nuestra población», informa Trut.
En cuanto a Mavrik, Luda Mekertycheva quedó tan encantada con el zorrito de color rojizo y uno de sus compañeros que decidió adoptarlos. La pareja llegó a su dacha en las afueras de Moscú pocos meses después y, en breve, la traductora envió un correo electrónico para ponerme al tanto de los acontecimientos. «Mavrik y Peter me saltan cuando me arrodillo a servirles la comida, se sientan cuando los acaricio y toman vitaminas de mi mano, escribió. Los quiero muchísimo».
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