En México, la dura realidad de la vida diaria ha enaltecido a santos profanos, quienes ahora se codean con los iconos tradicionales.
El preso conocido como «El Niño» ingresó en el Centro de Ejecución de las Consecuencias Jurídicas del Delito hace nueve años y medio. Es alto y desgarbado, con una sonrisa boba e infantil; parece que nunca creció, aunque el solo recuerdo de sus hazañas le sacaría canas a alguien más. Su padre lo abandonó a los siete años y fue criado por sus abuelos maternos. Tenía 20 cuando cometió el asesinato que lo condujo a esta prisión en el norte de México. A su amigo Antonio, bien vestido, alerta, de movimientos rápidos y ojos redondos, lo metieron en la misma celda de detención, acusado de secuestro. «Desde entonces somos amigos», dice uno y el otro asiente.
Nadie sabe cuándo saldrá de la cárcel, pero «El Niño» tiene motivos para ser optimista: confía en un protector que, él cree, evitó que los guardias de la prisión descubrieran un par de objetos estrictamente prohibidos en su posesión, lo que pudo haber agregado décadas a su castigo. Este ser sobrenatural lo cuida cuando sus enemigos están alrededor, y sigue ahí, como dice Antonio para apoyar la fe de su amigo, cuando todos los que creía sus amigos se olvidaron hasta de su nombre. Este hacedor de milagros, este guardián de los más indefensos y de los peores pecadores es la Santa Muerte.
Es sólo una entre las muchas figuras espirituales a las que los mexicanos han recurrido conforme su país se ha visto azotado por todas las dificultades posibles: la sequía, un brote de influenza porcina seguido por la caída del turismo, el agotamiento de las reservas de petróleo (que son la principal exportación), la crisis económica y, sobre todo, el espantoso regalo del tráfico de la droga y su muy publicitada y truculenta violencia. Aunque el número total de homicidios en México ha disminuido constantemente en las últimas dos décadas, los crímenes cometidos por los narcotraficantes son más y más horribles, y han perturbado tanto el imperio de la ley que los mexicanos comunes con frecuencia se preguntan en voz alta si las mafias ya ganaron la guerra contra el Estado mexicano.
«Las presiones emocionales y la tensión de vivir en un tiempo de crisis hacen que la gente busque figuras simbólicas que los puedan ayudar a enfrentar el peligro», dice José Luis González, profesor de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, quien se especializa en religiones populares. Entre las figuras de ayuda están las deidades afrocubanas que recientemente hallaron su camino hasta nuevas costas y forajidos que han sido transformados en hacedores de milagros, como un mítico bandido del norte de México de nombre Jesús Malverde. Incluso hay santos del Nuevo Testamento que ahora tienen el propósito de lograr ya no la salvación, sino el éxito. En este universo espiritual en expansión, posiblemente sea la adoración a un esqueleto con toga larga y guadaña -la Santa Muerte- la que crece más rápido y, al menos a primera vista, el más extravagante de los nuevos cultos. «Si lo miras desde el punto de vista de un país que durante los últimos 10 años se ha familiarizado peligrosamente con la muerte ?dice González?, podrás ver que este esqueleto es una referencia simbólica muy clara y concreta a la situación actual».
Desconocida hasta hace poco por la mayoría de los mexicanos, esta figura de la muerte se asemeja a las representaciones medievales de la Parca, pero es esencialmente distinta a los esqueletos juguetones que se ven el Día de Muertos -cuando los seres queridos que ya partieron regresan a compartir con los vivos unas cuantas horas de festejos y remembranzas-. Sus altares se encuentran ahora por todo México, en las esquinas de las calles y en las casas de los pobres. Sus seguidores son tanto hombres como mujeres. En el corazón de la Ciudad de México, en un barrio que siempre ha sido escandaloso y desafiante, Enriqueta Romero conduce una oración en honor del esqueleto el primer día de cada mes. A la vez brava, malhablada y maternal, Romero fue de las primeras y más efectivas promotoras de un culto que algunos creen comenzó en pueblos a lo largo del Golfo de México, pero que ahora cubre un amplio territorio en todo el país. También en California y Centroamérica los jóvenes le prenden veladoras a la Santa Muerte y se tatúan su imagen en la piel. Hace pocos años, la Secretaría de Gobernación le revocó a la Santa Muerte su registro como religión legítima, pero eso no dio resultados. En los quioscos de periódicos se venden instrucciones para rezarle a la divinidad, e incluso los intelectuales de vanguardia comienzan a decir que el culto es muy auténtico.
No sólo es la crisis sino también el tipo de problemas que la gente enfrenta estos días lo que ha propiciado la expansión de los cultos. Digamos, por ejemplo, que vives en una de las ciudades dominadas por el comercio de drogas a lo largo de la frontera y que el chasquido de una ráfaga de ametralladoras estalla cada noche, aterrorizándote por las balas perdidas. ¿No es entendible rezarle por protección a alguien como el narcosanto fugitivo Jesús Malverde, a quienes los traficantes de la droga reverencian? Por su parte, los mexicanos que aún tienen un vínculo fuerte con la fe católica romana podrían recurrir a san Judas Tadeo. En un tiempo en el que abundan las situaciones sin salida, pasa por un incremento en su popularidad sólo comparable al de la Santa Muerte, quizá porque es conocido en la Iglesia católica precisamente como el santo patrono de las causas perdidas.
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Hace 15 años, un hombre con la piel curtida por el sol, llamado Daniel Bucio, le rezó por primera vez a san Judas, y hace seis años, dice, el santo respondió a sus oraciones y le concedió que su madre descansara tras una larga y dolorosa enfermedad. Ahora Bucio viene cada mes a una iglesia colonial ladeada llamada San Hipólito, en el centro de la Ciudad de México, para darle las gracias a la milagrosa estatua de san Judas que fue donada a la iglesia hace unos 30 años (a los historiadores del narcotráfico les sorprendería una coincidencia: fue hace más o menos 30 años que los traficantes colombianos de Medellín, famosos por su devoción a san Judas, establecieron por primera vez relaciones comerciales con sus contrapartes mexicanas). La fiesta oficial de san Judas es el 28 de octubre, y miles de sus seguidores se sienten inspirados para venir y rezarle ese día de cada mes. Desde el amanecer hasta la noche, se celebran 16 misas en la parroquia, y los fieles se arrastran de rodillas hasta la estatua del santo, orando por ayuda, protección y supervivencia. Las multitudes son tan largas que la policía tiene que acordonar varios carriles de tránsito afuera de la iglesia.
Daniel Bucio adora estas romerías con los empujones de la muchedumbre, la comida de la calle y el interminable desfile de estatuas de san Judas, algunas tan grandes como puede cargarlas un hombre, otras pequeñas pero fantásticamente decoradas, como la suya que, obediente a las antiguas tradiciones religiosas de su ciudad natal, está ataviada con una túnica brillante hasta los tobillos y el tocado de plumas de los emperadores aztecas. En años recientes, sin embargo, el placer de Bucio por su peregrinaje mensual se ha visto arruinado por las crecientes hordas de hombres y mujeres jóvenes con actitud seria, tatuajes y cadenas, los cuales llegan en grupos y se abren paso entre la multitud, a menudo intercambiando en rápidas transacciones lo que parecen pequeños dulces envueltos. Bucio cree saber en qué andan.
«Desafortunadamente a muchos de estos chicos les ha dado por venir aquí ?dice?. Mancillan el nombre de Nuestro Señor y también el de san Judas, que no tienen nada que ver con esta cosa del narcotráfico. Si todos los que vinieran aquí lo hicieran con verdadera devoción, no verías esta clase de gente».El padre Jesús García, un pequeño y animado miembro de la orden claretiana que oficia en muchas de estas misas dedicadas a san Judas, está consciente de que ciertas personas que parecen tener muchas ganas de hacer grandes cantidades de dinero muy rápido vienen a esta iglesia a rezarle al santo. Pero se apresura a señalar que la nueva devoción a san Judas trasciende todas las clases sociales y ocupaciones. «El otro día vino un político a pedirme que lo ayudara a orar por la victoria en las elecciones. ¡Imagínate!», exclama divertido, haciendo caso omiso de que san Judas pudiera ser un narcosanto. El padre Jesús prefiere enfocarse en todos los nuevos fieles que son verdaderamente piadosos.
Aparentemente, los traficantes mexicanos son los únicos que no tienen motivos para sentirse desesperados por la crisis que actualmente obsesiona a sus compatriotas. Los traficantes mexicanos, que gozan de una ubicación ideal para despachar casi toda la cocaína que se consume en el norte de la frontera, también cultivan y contrabandean gran parte de la mariguana y un porcentaje cada vez mayor de los estimulantes químicos que prefieren los consumidores de Estados Unidos. Usan la violencia como un medio particularmente eficaz de comunicación, desfigurando de manera horrible a sus víctimas y exhibiendo sus cadáveres para que todos los vean, sepan lo poderosos que son los barones de la droga y les teman.
Alguna vez un pequeño grupo de gente del campo unido por vínculos familiares, los comerciantes originales eran en su mayoría de Sinaloa, estado del norte de México. Atrapado entre el Golfo de California y la Sierra Madre Occidental, a unos 480 kilómetros de la frontera con Estados Unidos, preponderantemente agricultor y pobre, Sinaloa es un emplazamiento ideal para el comercio clandestino que abastece al mercado estadounidense. Las operaciones de los primeros traficantes estaban restringidas en gran parte a cultivar mariguana en las montañas o comprarla a otros agricultores a lo largo de la costa del Pacífico para luego meterla de contrabando a Estados Unidos a cambio de una ganancia estupenda. Durante décadas fue una operación de relativamente poco riesgo y escaso volumen, y la violencia se limitaba al mundo de las drogas.
En los años setenta, el gobierno mexicano, en coordinación con Estados Unidos, llevó a cabo una serie de ofensivas contra los traficantes sinaloenses. Fue como intentar deshacerse de un virus inyectándolo al torrente sanguíneo. Algunos «soldados de a pie» de la droga, como comenzaban a llamarlos, fueron apresados o muertos, pero la mayoría de sus líderes escaparon de Sinaloa ilesos y establecieron sus operaciones en estados vecinos y en las principales ciudades a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos. Con cada nueva ofensiva militar, los traficantes se escabullían a una nueva región y se hacían más fuertes. Conforme los riesgos aumentaron, también lo hicieron las armas y el número de traficantes, y en cada nueva ciudad y región compraron más políticos y policías. No había manera de ponerle un alto al comercio de la droga, porque estaba administrado de acuerdo con una fórmula impecable: vender bienes ilegales con un enorme margen de ganancia a consumidores con dinero, y reclutar la fuerza de trabajo principalmente entre hombres jóvenes sin dinero y sin futuro, desesperados por parecer astutos, actuar rudos y sentirse poderosos. Para los años ochenta, se instaló un nuevo orden. Los barones de la droga controlaban el bajo mundo y a miembros clave de las fuerzas de seguridad en ciudades como Guadalajara, Tijuana y Ciudad Juárez. En un endeble acuerdo de paz que no obstante duró años, los barones de la droga repartieron cada ciudad a una familia en particular.
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En los noventa, la precaria paz entre las familias desplazadas de Sinaloa se quebró. Se pelearon entre ellas por el control de los principales puntos de tránsito en la frontera y luego comenzaron a combatir con, y a veces en contra de, un grupo advenedizo de traficantes sin conexiones con Sinaloa. Se trataba del autodenominado cartel del Golfo, del estado de Tamaulipas, en la costa del Golfo de México. Los Zetas, una banda de militares canallas entrenados originalmente como fuerzas antinarcóticos de élite, fueron una filial de este grupo. Los mexicanos comunes tuvieron los primeros indicios de cuán brutal sería la violencia de la droga en septiembre de 2006, cuando un grupo de hombres vestidos de negro entró a una discoteca junto a la carretera, en el estado de Michoacán, y arrojó el contenido de una bolsa plástica de basura en el suelo. Cinco cabezas decapitadas salieron rodando.
La nueva era había comenzado, y los soldados de a pie en las guerras cada vez más intensas de la droga, frente a la posibilidad de una muerte tan terrible, comenzaron a recurrir con mayor frecuencia a la propia muerte para protegerse. Fue durante las primeras campañas antidroga que el mito de Jesús Malverde, el narcosanto original, se extendió más allá de las fronteras de Sinaloa. Según la leyenda, Malverde fue un forajido del siglo xix que robaba a los ricos y les daba a los pobres y que, después de haber sido colgado por sus pecados, realizaba milagros desde la tumba. Su culto se inició en los setenta, luego de que un ex vendedor callejero, Eligio González, le comenzó a rezar. Sentado afuera del santuario de Malverde en Culiacán, Jesús, el joven hijo de Eligio, robusto, relajado y serio, me contó la historia del milagro. Eligio trabajaba como chofer en 1976 cuando lo acuchillaron y le dispararon durante un atraco antes de dejarlo para morir. Le rezó a Malverde ?cuyo único monumento en ese tiempo era una pila de piedras donde se decía que estaba su tumba? con la promesa de levantar un santuario apropiado en su honor si el santo bandido salvaba su vida. Después de sobrevivir, cumplió su palabra.
Eligio González parece haber entendido que la gente sólo captaría la verdadera importancia de Malverde si hubiera una imagen suya que pudieran adorar, pero desgraciadamente no había fotografías de Malverde ?de hecho, tampoco evidencia de que alguna vez hubiera existido?. En los ochenta, Eligio le pidió a un artesano del barrio que creara un busto de yeso: «Hazlo un poco como Pedro Infante y un poco como Carlos Mariscal», el primero una famosa estrella de cine de Sinaloa y el segundo un político local.
La capilla de Malverde es un templo improvisado de bloques justo enfrente del complejo de oficinas del gobierno del estado de Sinaloa y sus paredes verdes están cubiertas, por dentro y por fuera, con testimonios que dejan los fieles. El busto de yeso está resguardado en una caja de vidrio y rodeado por docenas de arreglos florales, en su mayoría de plástico. Muchas de las fotografías y las placas grabadas que lo acompañan tienen la imagen de una planta de mariguana o un «cuerno de chivo»: un rifle AK-47.
En la Ciudad de México, el director de las penitenciarías niega la admisión a los reporteros que no estén dispuestos a firmar una declaración en la que prometen que no escribirán «propaganda» en favor del culto de la Santa Muerte. Por otra parte, en el Centro de Ejecución de las Consecuencias Jurídicas del Delito, el director de la prisión me permite hablar sin condiciones previas con los prisioneros acerca de su fe. Escoltada por los guardias de la prisión a través de una serie de controles y pasillos, me sorprende terminar en un largo corredor al aire libre cuyo muro izquierdo ha sido decorado con imágenes de caricaturas de Blanca Nieves, Piolín, Bob Esponja y otros personajes de dibujos animados. Fueron pintadas a petición de los reclusos, explica un guardia, para que los niños se sientan menos aterrados cuando vengan a pasar los días festivos con sus padres. Frente a la pared de caricaturas hay una cerca de alambre alta y, detrás de esta, un grupo de edificios tipo hangar rodeados de pasto e incluso unos cuantos árboles.
Aquí es donde Antonio, el acusado de secuestro, escribe corridos o canciones proscritas, un par de los cuales hasta han sido grabados, y donde «El Niño», el asesino convicto, clava alfileres en fieltro negro y les enrolla hilos de colores brillantes en elaborados patrones para enmarcar imágenes recortables de la Virgen de Guadalupe, Jesucristo y la Santa Muerte. Supo por primera vez de ella por la televisión, que podría parecer una extraña fuente para semejante revelación espiritual, pero fue el camino abierto para él detrás de su cercado de alambre. Ahora nada puede quebrantar su fe en su nuevo protector. «La Muerte siempre está a tu lado, aunque sea un pequeño timbre postal que pusiste arriba de tu catre, sabes que no se va a mover, que nunca se irá».
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Se acerca el mediodía y el calor se eleva rápido. Los hombres se dan un codazo y uno se va por una jarra agrietada de plástico con agua, que le sirve con inesperada cortesía al inusual invitado. Pregunto acerca de los rumores que circulan de que los rituales a la santa -la Santísima, la Flaquita, la Niña Blanca- involucran sangre humana e incluso sacrificios humanos. Un prisionero de otro complejo, donde las condiciones son infinitamente peores, me dijo que era verdad. «El Niño» y Antonio sólo comentan que la Santa Muerte te concederá tus oraciones, pero únicamente a cambio de un pago, que debe ser proporcional al tamaño del milagro solicitado, y el castigo que sobreviene por no pagar tu deuda con ella es terrible. Los hombres y yo hemos conversado por un rato y, pese a las temperaturas que deben estar convirtiendo sus bloques de celdas en hornos, hay algo acerca de la franqueza de la prisión, el pasto, los árboles, incluso la camaradería con la que los internos tratan al solitario guardia en turno, que hace que el lugar casi parezca agradable. «Pasa 12 horas diarias aquí -dice Antonio-. Es tan prisionero como nosotros».
Conforme los hombres se relajan, su cortesía hacia mí incluso me hace posible imaginar que no son culpables de crímenes terribles, que su fe en la Santa Muerte es meramente una cuestión de preferencia y no que nace de la necesidad desesperada. Entonces le pregunto a «El Niño» si él cree que cuando salga le será posible llevar una vida normal.
Su cara se retuerce en una sonrisa amarga. «¿Con todo lo que he hecho? -dice-. Va a haber gente esperando para tumbarme en cuanto salga por la puerta». Nos damos la mano y él y Antonio me agradecen por haberles dado la oportunidad de hablar. Regreso al otro México, donde la esperanza también requiere una buena dosis de fe.
Este reportaje corresponde a la edición de National Geographic de Mayo 2010.
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