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Gigantes perdidos

Canguros de dos metros de altura, mamíferos del tamaño de un rinoceronte, aves enormes que no volaban y un depredador que podía matarlos a todos: esa era la megafauna que alguna vez dominó Australia. Después llegaron los humanos y desapareció la mayoría de los animales gigantes. ¿Finalmente los alcanzó la Era del Hielo? ¿O los humanos cazaron la megafauna hasta su extinción?

Las cuevas de Naracoorte se encuentran en el territorio BUCÓLICO vitivinícola de Australia Meridional, a cuatro horas de Adelaide por caminos solitarios que se dirigen hacia lo que los australianos llaman el Océano Meridional. El suelo rojo se asienta como una capa de glaseado sobre piedra caliza porosa. Es un lugar encantador, pero puede ser traicionero. El suelo está lleno de agujeros, muchos de ellos no más grandes que una mesa de café, conocidos como trampas de foso. Son profundas. Se desploman hacia las cavernas más oscuras. Las trampas de foso han engullido a muchos canguros que vagaban por la noche.

Un día en 1969, un cazador de fósiles novato llamado Rod Wells llegó a Naracoorte para explorar lo que entonces era conocido como la Caverna Victoria. Era una atracción turística antigua, con escaleras, barandales y luz eléctrica. Sin embargo, Wells y media docena de sus colegas se aventuraron más allá de la sección turística, abriéndose camino por pasajes oscuros y estrechos. Cuando sintieron una brisa que surgía de entre los escombros supieron que más allá había una cámara. Wells y otro se deslizaron hacia el enorme espacio. El amplio suelo de tierra roja estaba lleno de objetos extraños. Wells tardó un poco en darse cuenta de lo que veían. Huesos, muchos huesos; abundantes víctimas de las trampas de foso.

La Caverna Fósil Victoria, como se conoce hoy, almacena los huesos de unos 45 000 animales. Algunos de los huesos más antiguos pertenecían a criaturas mucho más temibles y mucho más grandes de las que se encuentran actualmente en Australia. Eran la antigua megafauna australiana: animales enormes que deambulaban por el continente durante el Pleistoceno.

En los terrenos llenos de huesos de todo el continente, los científicos han encontrado fósiles de una serpiente gigante, un pájaro enorme que no volaba, una criatura semejante a un wombat del tamaño de un rinoceronte y un canguro de dos metros de altura con una cara extrañamente corta. También han encontrado los restos de una criatura parecida al tapir, una bestia semejante al hipopótamo y un lagarto de seis metros de largo que emboscaba a sus presas y engullía todo, hasta la última pluma.

La megafauna australiana dominaba sus ecosistemas y después desapareció en un espasmo de extinción que eliminó a casi todo animal que pesara 45 kilos o más. Exactamente, ¿qué los mató? Dada la cantidad de tinta que se ha empleado en la extinción de los dinosaurios, es de sorprenderse que no se le haya dedicado más a la megafauna del Pleistoceno, criaturas que tenían la virtud dual de ser dramáticamente grandes y convivir con los humanos. Los humanos prehistóricos nunca arrojaron sus lanzas a los Tyrannosaurus rex, salvo en las caricaturas. Sin embargo, los humanos realmente cazaban mamuts y mastodontes.

La desaparición de la megafauna del continente americano mamuts, camellos, osos gigantes de cara corta, armadillos gigantes, alces almizcleros, gliptodontes, felinos dientes de sable, lobos gigantes, perezosos terrestres gigantes y caballos, entre otros, ocurrió relativamente pronto después de la llegada de los humanos, hace unos 13 000 años. En los sesenta, el paleontólogo Paul Martin desarrolló lo que se conoce como la hipótesis del Blitzkrieg. Martin declaró que los humanos modernos crearon un desorden al extenderse a través de América, blandiendo lanzas con puntas de piedra para aniquilar a los animales que jamás se habían enfrentado a un depredador tecnológico. Sin embargo, el espasmo de extinción no fue general. América del Norte conservó sus venados, berrendos y un tipo de bisonte pequeño; los osos pardos y los recién llegados alces y ciervos canadienses extendieron sus dominios. América del Sur conservó los jaguares y las llamas.

En Australia, el animal nativo más grande es el canguro rojo.

Lo que les haya pasado a los animales grandes de Australia es uno de los misterios paleontológicos más desconcertantes del planeta. Durante años los científicos culparon de la extinción al cambio climático. De hecho, Australia se ha secado desde hace un millón de años o más, y la megafauna se enfrentó a un continente que se volvió cada vez más reseco y despojado de vegetación. El paleontólogo australiano Tim Flannery sugiere que los humanos, que llegaron al continente hace unos 50 000 años, utilizaron fuego para cazar, lo que condujo a la deforestación y a una disrupción dramática del ciclo hidrológico.

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He aquí lo que es cierto, explica Flannery. De manera abrupta (y qué tan abruptamente es una cuestión debatible), algo dramático les sucedió a las criaturas terrestres dominantes de Australia en algún punto de los últimos 46 000 años, notablemente poco después de la invasión de un depredador inteligente que usaba herramientas.

En 1994, Flannery publicó un libro titulado The Future Eaters, en el que proponía la versión antípoda de la hipótesis del Blitzkrieg de Martin. También presentó una tesis más amplia y ambiciosa: que los seres humanos, en general, son un tipo de animal nuevo en el planeta, que tiende a arruinar ecosistemas y a destruir su propio futuro.

El libro de Flannery resultó muy controvertido. Algunos lo vieron como una crítica hacia los aborígenes, orgullosos de vivir en armonía con la naturaleza. El problema más básico con la tesis de Flannery es que no hay evidencia directa de que los humanos hayan matado ningún tipo de megafauna, ni siquiera un solo animal. Sería útil si alguien descubriera el esqueleto de un Diprotodon con la punta de una lanza clavada en una costilla o quizá una pila de huesos de Thylacoleo cerca del carbón de una fogata en un campamento humano. Este tipo de sitios de matanza se ha encontrado en América, pero no existe su análogo en Australia. En palabras de Stephen Wroe, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, uno de los críticos de Flannery más destacados, «si esto fuera un juicio por asesinato, no pasaría de primera base. Se reirían de él en la Corte».

Otra de las impugnaciones al modelo de Flannery sobre la extinción de la megafauna australiana es más mecánica: ¿cómo fue posible que gente armada sólo con lanzas y fuego pudiera erradicar tantas especies? Relativamente poca gente, contada, si acaso, por miles, habría matado una población de animales dispersa en una gran variedad de hábitats y refugios a lo largo de todo un continente. La extinción es diferente: por definición, no puede haber sobrevivientes.

El debate sobre la megafauna gira en gran medida alrededor de las técnicas para fechar los huesos antiguos y los sedimentos en los que están enterrados. Es una cuestión coyuntural. Si los científicos pueden demostrar que la megafauna murió más o menos rápido y que este evento de extinción ocurrió dentro de los pocos cientos o incluso un par de miles de años de la llegada de los humanos, entonces se contará con un argumento sólido, incluso si es puramente circunstancial, de que una cosa fue el resultado directo de la otra. Flannery arguye que las islas contienen otra clave del misterio. De acuerdo con él, algunas especies de megafauna sobrevivieron en Tasmania hasta hace 40 000 años, cuando el descenso en el nivel del mar permitió que los humanos por fin alcanzaran la isla. Esto tiene un paralelo con la situación de los mamuts en Siberia y los perezosos gigantes de América, que también encontraron refugio en islas y sobrevivieron por miles de años después de los espasmos de extinción más amplios de las zonas continentales. Esta línea de argumentación se basa en la falta de evidencia fósil de una coincidencia prolongada entre humanos y megafauna. Sin embargo, si encontramos evidencia de que la megafauna y los humanos convivieron durante miles o decenas de miles de años, entonces la participación de los humanos en la extinción se tornaría borrosa en el mejor de los casos. Ciertamente desmentiría la noción de un ataque relámpago al estilo Martin-Flannery.

Da la casualidad de que un lugar así existe en las zonas despobladas de Australia en donde podría haber ese tipo de evidencia; pero sigue quedando en duda a qué hipótesis de extinción respalda esta evidencia.

Cuddie Springs es un lago efímero en el centro norte de Nueva Gales del Sur. En 1878, un granjero que perforaba un pozo descubrió huesos de megafauna en Cuddie. Hoy día, la persona que más publicita el sitio, una mujer que ha dedicado su vida a excavar e interpretar los fósiles del lugar, es Judith Field, arqueóloga de la Universidad de Sídney.

En 1991, cuando trabajaba en el sitio como estudiante de licenciatura, Field descubrió huesos de megafauna junto a herramientas de piedra, un hallazgo digno de primera plana. Field explica que hay dos capas que muestran la asociación, una de unos   30 000 años de antigüedad y la otra de 35 000. Si la datación es correcta, significaría que los humanos y la megafauna coexistieron en Australia por algo así como 20 000 años.

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«Lo que Cuddie Springs demuestra es que se tiene un periodo extendido de coincidencia entre humanos y megafauna», dice Field.
Sus críticos responden que eso no tiene sentido. Ellos dicen que los fósiles se han movido de sus lugares originales y han llegado a sedimentos más recientes. Bert Roberts, coautor con Flannery de un artículo en 2001 que aboga por algún tipo de causa humana en la extinción de la megafauna, ha examinado granos de arena en Cuddie y dice que ha encontrado granos muy recientes mezclados con los fósiles supuestamente más antiguos. Eso le indica que la estratigrafía no está muy bien definida.

Lamentablemente, Cuddie Springs estaba por completo inundado e inaccesible cuando fui a Australia para escribir este artículo (esto no quiere decir que yo podría haber arbitrado la disputa estratigráfica). Field y yo decidimos ir a otro sitio de huesos famoso en la misma región, un lugar llamado las Cavernas Wellington. Condujimos durante cinco horas desde Sídney, a través de las Montañas Azules por un paisaje pastoral. Cuando llegamos al estacionamiento de las Cavernas Wellington vimos que estaban custodiadas por un Diprotodon de fibra de vidrio.

El Diprotodon era el más mega de la megafauna, el mayor marsupial conocido que haya pisado la tierra. Robusto y con piernas gruesas, pareciera que el Diprotodon está destinado a que en los museos se lo describa como «torpe».
Nos encontramos con Mike Augee, un científico residente del sitio que nos mostró el lugar donde se descubrió el Diprotodon. Es un agujero amplio en el suelo, un foso curvo vertical en una colina de piedra caliza cubierta con una rejilla de metal.

En 1830, un funcionario local llamado George Rankin descendió a la caverna con una cuerda que amarró a una saliente en la pared. Esa saliente resultó ser un hueso.

Un topógrafo de nombre Thomas Mitchell llegó después ese mismo año, exploró las cavernas y le envió fósiles a Richard Owen, el paleontólogo británico que más tarde se haría famoso por revelar la existencia de los dinosaurios. Owen reconoció que los huesos de Wellington pertenecían a marsupiales extintos. Le pregunté a Augee qué pensaba sobre lo ocurrido con la megafauna.

«Creo 100% en el modelo de Tim Flannery», dijo.

Field levantó una ceja.

«Pero es una cueva, agregó Augee. No se puede confiar en que el carbono te dé buenos datos en una cueva».

Cierto. El agua cuela cosas en las cuevas. Redistribuye los sedimentos. Las cosas nuevas y pesadas se hunden en las capas más antiguas. La tierra es más engañosa de lo que se cree.

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Judith field acierta en un punto clave acerca de sus datos científicos: no hay suficientes, lo investigado en las narraciones del pasado no basta.

«Hay unos 200 sitios del Pleistoceno tardío en Australia, dice Field. Las fechas de menos de 20 de ellos se han aceptado. Lo que observamos es un conjunto de datos increíblemente delgado con el que estos elaborados modelos explicativos se construyen».

Por fortuna hay cazadores de huesos en todo el continente. Los paleontólogos aficionados desempeñan un papel crucial en el hallazgo de los huesos de megafauna. Lindsay Hatcher es uno de ellos.

Hatcher es un individuo de trato fácil que conocí cerca del pueblo de Margaret River, a unas cuatro horas en auto al sur de Perth. Hatcher realizó uno de los descubrimientos de fósiles más significativos en años recientes en Margaret River. En 1992 decidió explorar la (con justa razón) llamada Caverna de la Entrada Estrecha. Hatcher siguió el camino que a menudo usaban los espeleólogos y se encontró abriéndose paso entre un montón de fósiles. «Este es un canguro extinto sobre el que todos pisan», les dijo a sus amigos. Un agujero en el piso de la cueva resultó ser la cavidad ocular de un canguro enorme. Desde entonces, más de 10 000 huesos de megafauna se han extraído de la Cueva de la Entrada Estrecha.

A veces los cazadores de huesos vuelan en aviones ultraligeros sobre el enorme páramo conocido como la planicie de Nullarbor, la zona sin árboles del sur de Australia a lo largo del Océano Meridional, y utilizan GPS para levantar mapas de las locaciones de las entradas de cuevas que ven desde el aire. Se han encontrado cientos de cuevas recientemente en Nullarbor y, en particular, cuatro han producido abundantes huesos de megafauna. Hatcher también encontró cuevas con bumeranes primitivos que él cree se usaban para cazar murciélagos. Sin embargo, insistimos, la megafauna y los humanos no se encuentran en los mismos lugares, excepto en unos pocos muy atractivos.

La Cueva Mamut se ha convertido en un destino turístico popular cerca del río Margaret. Entre 1909 y 1915 los sedimentos de la cueva que contenían los fósiles se extrajeron y analizaron de una manera tan desordenada que ningún científico actual lo aprobaría («básicamente se llevaron las joyas», dijo Hatcher).

Aun así, un hueso en particular ha llamado mucho la atención: un fémur con una muesca. Hay una réplica del hueso en exhibición en la Cueva Mamut. Hatcher cree que la muesca fue causada por una herramienta afilada. Cuando él mira la Cueva Mamut ve un hábitat humano obvio, un enorme refugio durante la Era del Hielo.

«Era un hermoso lugar para que la gente viviera. Resguardados. Una fuente permanente de agua en esos días. Y había mucha comida entre los arbustos», explicó Hatcher mientras vagaba por las cámaras iluminadas de la cueva.

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¿O acaso la muesca del fémur la causó el afilado diente de un león marsupial? Todo es interpretación. Lo cierto es que Hatcher seguirá buscando, haciendo su parte para resolver el misterio más grande del continente.

La tierra conserva su historia de manera desordenada. Los huesos se desintegran, los artefactos se desmoronan, la tierra se erosiona, el clima cambia, los bosques van y vienen, los ríos cambian su curso y el pasado, si no desaparece, queda continuamente oscurecido. Por necesidad, las narraciones se construyen con datos limitados.

Los primeros pobladores de Australia se expresaron con arte en piedra en afloramientos por todo el continente. Alcancé a Peter Murray, un paleontólogo asentado en Alice Springs. Condujimos a un sitio al sur del pueblo donde la arenisca roja está adornada con símbolos circulares y serpentinos. «Muy atractivos y enigmáticos, dijo Murray, pero no son megafauna».

Sin embargo, Murray estudió una pintura rupestre en Arnhem Land, en el extremo norte de Australia, que muestra lo que parece ser un marsupial de la megafauna conocido como Palorchestes. El Palorchestes, que a menudo se compara con un tapir, tenía una trompa pequeña y móvil y una lengua larga como la de las jirafas. En Australia Occidental, otro sitio de ambiguas pinturas rupestres muestra lo que parece ser un cazador humano con un león marsupial o un tigre de Tasmania, una distinción importante pues el león marsupial se extinguió y el tigre de Tasmania, mucho más pequeño, sobrevivió hasta la era histórica.

En Alice Springs, durante una cena de camello con salsa de betabel y emú ahumado, Murray habló de su profesión: «Cada paso implica interpretación. Los datos no hablan por sí mismos».

La hipótesis del Blitzkrieg presenta la imagen alarmante de seres humanos que rápidamente eliminaron un gran número de animales, pero hay un escenario aún más ominoso: las extinciones no ocurren velozmente debido a nada que se parezca a una matanza en masa sino a una secuencia de eventos, incluido el cambio climático, durante la cual la gente involucrada no pudo discernir qué le pasaba al ambiente.

Lo que nos trae al día de hoy.

«La forma en que hemos vivido y vivimos está destruyendo nuestro futuro», dice Flannery. Aun así, apenas estamos descubriendo, gradualmente, cómo estamos cambiando el mundo y hasta qué punto nuestro desarrollo daña o conduce a la extinción a incontables especies.

Este reportaje corresponde a la edición de Octubre 2010 de National Geographic.

National Geographic

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