Para asegurar la paz será clave conseguir que los agricultores afganos dejen de cultivar amapolas.
El jefe de policía tiene una manera memorable de demostrar que no teme a los traficantes de drogas. Levanta la mano derecha para revelar la ausencia de su dedo medio. Hace cuatro años, el general de brigada Aqa Noor Kintuz fue contratado como jefe de policía en la provincia de Badajshán, en el noreste afgano, con la consigna de destruir sus abundantes campos de amapola. «Después de terminar una de las primeras erradicaciones ?dice?, hicieron explotar mi vehículo con una bomba a control remoto». Se recoge la manga derecha de la camisa. Su antebrazo está casi destrozado. En los años que han pasado desde entonces, ha recibido innumerables amenazas de muerte. Las mujeres e hijos de los agricultores de amapola han arrojado piedras a sus policías. Uno de sus tractores para erradicar fue incendiado.
El axioma desalentador que define hoy día a Afganistán, con 85 % de sus ciudadanos dedicados a la agricultura, es que la economía depende de dos corrientes de ingresos en contraposición. Una fluye de la ayuda que brinda Occidente con la esperanza de que el país renuncie a los talibanes. La otra proviene del tráfico de opio respaldado por ellos, que utilizan las ganancias para financiar sus ataques a las tropas de Occidente. Sólo hasta hace poco el gobierno afgano pareció darse cuenta de lo obvio: para que el mundo exterior siga siendo tan espléndido, la economía nacional debe abandonar su adicción al opio. Los campos de amapola deben ser destruidos. Pero así como esta nación musulmana devota no se convirtió en el principal proveedor mundial de la noche a la mañana, arrancar de raíz la cultura de la amapola en Afganistán parece una tarea complicada.
En Badajshán, el jefe de policía Kintuz parece lograr algunos avances contra la amapola. Hace cinco años, esta provincia era el segundo productor de opio, después de la provincia de Helmand, controlada por los talibanes. Por un breve periodo posterior a una prohibición de los talibanes en 2000, Badajshán incluso se volvió líder del cultivo de amapola, debido a que la provincia estaba bajo el control de los ejércitos de la Alianza del Norte y no de los talibanes. Cuando Kintuz comenzó su trabajo en 2007, había aproximadamente 3 650 hectáreas de cultivos de amapola. Dos años después había menos de 600.
Los esfuerzos de erradicación han obligado a los agricultores de amapola a desplazarse a las zonas más remotas del campo. Sus parcelas son, por diseño, casi invisibles. Para encontrar una hay que conducir por horas sobre un camino aislado que se desmorona junto a la montaña, acompañado por alguien que conozca la zona y, si es necesario, pueda explicar qué haces ahí. Hay que ver más allá del camino, fijando la mirada en la larga terra incognita del norte de Afganistán, estudiando sus pliegues monocromáticos en busca de ese estallido de color, inocente y obsceno a la vez, que finalmente grita lo que solo puede ser un campo de amapolas.
Un agricultor está agachado de espalda a las flores, desbrozando un campo adyacente. Es un hombre de 37 años con los rasgos mongoles característicos de las tierras fronterizas y lleva una túnica café, un turbante y una sonrisa indecisa. Se presenta como Mohammed Khalid. Reconoce que el campo de amapolas es suyo.
«Mi padre me enseñó a cultivar amapolas hace 10 años ?dice?. Hasta este año podía producir 27 kilos de opio de mis tierras de cultivo». De rodillas y rozando la tierra labrada con las puntas de sus dedos, Khalid describe cómo los traficantes le adelantan dinero por su cosecha y cómo media docena de familiares se reúne con él en el campo para desherbar, podar y, finalmente, cosechar la oscura pasta de opio de los bulbos de amapola: una temporada de cuatro meses de tedio que difícilmente le resultan molestos dados los beneficios. Los tabiques de opio que envolvió en plástico y llevó al mercado pagarán toda la comida que su familia necesita. Además, el agricultor usará las semillas para elaborar aceite de cocina, los tallos como leña y las cenizas para hacer jabón. «Proveía todo», dice.
Con la erradicación implacable, a Khalid se le ocurrió una estrategia. Su tierra de cultivo más visible, la zona que ahora está desherbando, de ahora en adelante será utilizada para sembrar trigo y melones. Solo la franja de tierra que es casi imposible de ver desde el camino quedará como santuario de su cosecha de más alto valor. «De ese pequeño campo ?dice mirando sobre su hombro la profusión desenfrenada de violeta, rosa y blanco? sacaré alrededor de 900 gramos de opio. Quizá 80 dólares».
Con solo una idea vaga de que campesinos como él se han convertido en la bisagra en la que penden el futuro de Afganistán y los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos, Khalid frunce el ceño y dice: «No tengo idea de por qué están erradicando. Soy solo un agricultor pobre, y en lo único que tengo tiempo de pensar es en cómo alimentar a mi familia».
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Una mañana, durante la temporada de cosecha, el jefe Kintuz y su equipo llevan a cabo una erradicación de amapola en el distrito de Argo en Badajshán, dos días después de que nueve miembros de su fuerza antinarcóticos fueran asesinados por una bomba al lado del camino en Darayem. El convoy sale al amanecer desde la capital provincial de Faizabad, pasando por grupos de casas muy nuevas levantadas antes de que la erradicación terminara con la construcción. Gracias a los esfuerzos del jefe Kintuz, este territorio ondulado ya no exhibe vistas interminables de amapolas. Los 14 kilómetros de camino a Argo son un desorden fragmentado: el deterioro lo dejó peor que antes de que se le pagaran 2.5 millones de dólares a un subcontratista estadounidense para repavimentarlo. Al pasar por el centro del distrito, entre docenas de tiendas cerradas donde alguna vez se vendió opio abiertamente, el convoy es recibido por la mirada dura de los pobladores. Unos cuantos kilómetros más allá de Argo, cerca del poblado de Barlas, los cerca de 30 oficiales antinarcóticos armados se bajan de sus vehículos. Los hombres emprenden el camino a pie en las montañas, en busca de amapolas confiscadas.
Los campos están por todas partes: docenas y docenas de extensiones de colores delirantes, ninguna de más de media hectárea. Los oficiales se vuelcan sobre ellos con cañas de bambú y abaten las flores, como dando tajos. El jefe también asesta golpes. Un supervisor de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) registra fielmente cada sitio destruido en su tabla. Un agricultor joven observa el caos arrodillado en su parcela. «Esa tierra es de mi vecino Israyel ?dice?. Creo que sabía que vendrían y no quería estar aquí para verlo. La policía nos advirtió el año pasado que no plantáramos amapola, así que yo cambié a melón. Pero toda esta es tierra alimentada por las lluvias, así que si hay sequía estoy en verdaderos problemas».
Le pregunto si él o sus vecinos han recibido algo de los millones de dólares que la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID, por sus siglas en inglés) y otras organizaciones de Occidente han derramado sobre la provincia de Badajshán en su intento por alejar a los agricultores de la amapola. «Le prometieron al gobernador del distrito de Argo que nos darían bolsas con semillas de trigo y fertilizante ?responde?. Pero no lo han hecho». La observación es similar a la de un anciano del distrito cercano de Tashkán: «El gobierno dijo: ?Nosotros construiremos caminos, puentes y canales, y ustedes se olvidarán de la amapola para siempre?. Eso fue hace cinco años. No han hecho nada».
Hay que reconocer que se han hecho varias cosas: una carretera recién pavimentada de Faizabad a Kabul, proyectos para construir caminos en Tashkán, una granja de azafrán en Baharak y 18 nuevas oficinas de policía distrital. Pero por cada proyecto encomiable disperso en esta vasta provincia del norte hay un poblado como Sar Ab, en el distrito de Yamgán, donde la falta de una clínica médica ha obligado a los residentes a usar el opio como su única medicina, al grado de que la mitad de los 1 800 pobladores se ha vuelto adicta. O como el poblado de Du Ghalat, en Argo, donde 100 niños se apiñan como ganado en el suelo sucio de una escuela que se cae a pedazos, construida con dinero del opio que ahora se ha agotado conforme continúa la erradicación de amapolas. O los millones de dólares de los contribuyentes de Estados Unidos destinados a financiar proyectos agrícolas en Badajshán que, de acuerdo con un oficial antinarcóticos, «nunca llegaron, desaparecieron».
El equipo avanza a otro campo y una mujer sale de una casa en ruinas, chillando: «Por el amor de Dios, ¡no lo destruyan! ¡No tenemos nada más!». Los hombres no dicen nada y siguen arrasando. Unos minutos después, descubren otro campo de amapolas, rodeado de muros de ladrillo.
Dos niños pequeños están junto al muro y lloran a gritos cuando los oficiales se acercan. Su hermana mayor trata de consolarlos mientras su madre grita: «¡Estos niños no tienen padre! ¿Cómo los voy a mantener ahora?».
El jefe se ve afligido. Baja su caña, camina hasta donde está la niña, le murmura unas palabras comprensivas y pone algunos dólares en
su mano.
«¡Regrésale su dinero!», dice entre dientes la madre.