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Intacta

Ladrones que saquearon durante décadas un sitio en Perú, pasaron por alto una tumba real que permaneció oculta por más de 1000 años.

Extracto de la edición de junio de la revista National Geographic en español.
Fotografías de Robert Clark

A lo largo de tres años de excavaciones, el arqueólogo Milosz Giersz ha descubierto un inesperado ecosistema conocido como el Castillo de Huarmey, desde rastros de insectos que se alimentaban de carne humana y serpientes enroscadas que murieron dentro de vasijas de cerámica, hasta abejas africanizadas que salían en enjambres de las cámaras subterráneas para atacar a los obreros.

Mucha gente le advirtió que excavar los escombros de El Castillo no solo sería difícil, sino una pérdida de tiempo y dinero dado que, al menos durante un siglo, los ladrones de tumbas habían abierto túneles en las laderas de la enorme colina, buscando sepulturas que albergaran esqueletos antiguos adornados con oro y envueltos en algunos de los tapices más magníficos jamás tejidos. A cuatro horas en auto al norte de Lima, la loma lucía como una combinación entre superficie lunar y vertedero de basura, con infinidad de agujeros, vetustos huesos humanos regados por doquier y montones de basura moderna.

No obstante, Giersz -inconformista afable que imparte la cátedra de arqueología andina en la Universidad de Varsovia- estaba decidido a seguir adelante con la excavación, convencido de que algo importante ocurrió en el Castillo hace 1,200 años, porque en las laderas había fragmentos de textiles y vasijas de la casi desconocida civilización huari, cuyo territorio yacía mucho más al sur. El arqueólogo y un grupo pequeño de investigadores utilizaron un magnetómetro para obtener imágenes de lo que yacía bajo la superficie y tomaron fotografías aéreas con una cámara montada en un cometa; sus estudios revelaron algo que generaciones de saqueadores pasaron por alto: la silueta sutil de una muralla enterrada que se extendía sobre una estribación rocosa en el lado sur de El Castillo. De inmediato, Giersz y un equipo polaco-peruano solicitaron autorización para comenzar las excavaciones. El contorno tenue resultó ser un laberinto colosal de torres y paredes altas que abarcaba todo el extremo austral de El Castillo.

Antaño pintado de carmesí, el extenso complejo parecía un templo huari dedicado a la veneración de los antepasados, pero en el otoño de 2012, mientras excavaban bajo una capa de pesados ladrillos trapezoidales descubrieron algo que pocos arqueólogos andinos imaginaron hallar: una tumba intacta que albergaba los entierros de cuatro reinas o princesas huaris, al menos otros 54 individuos de alcurnia y más de 1000 artefactos de élite, desde enormes orejeras de oro hasta cuencos de plata y hachas de aleación de cobre, todo de las más fina manufactura.

«Es uno de los descubrimientos más importantes de los últimos años», asegura Cecilia Pardo Grau, curadora de arte precolombino en el Museo de arte de Lima. Los hallazgos han arrojado información nueva sobre los huaris y su opulenta clase reinante.

Mucho antes del advenimiento de los incas, los huaris emergieron del anonimato en el valle de Ayacucho y alcanzaron su esplendor alrededor del siglo VII d-C., época de reiteradas sequías y crisis ambientales en Perú.
Casi todos los personajes sepultados en la cámara eran mujeres y niñas que al parecer fallecieron en el lapso de varios meses, probablemente por causas naturales, y todas fueron tratadas con gran respeto. Sus asistentes  las vistieron con túnicas y chales de ricos bordados, pintaron sus rostros con un pigmento rojo sagrado y las adornaron con valiosas joyas, como orejeras de oro y delicados collares de cuentas de cristal. Luego, los dolientes dispusieron sus cuerpos en la tradicional postura sedente, con las extremidades flexionadas, y envolvieron a cada una con un gran lienzo, formando el fardo funerario.

Ilustración: Fernando G. Baptista, Daniela Santamarina y Amanda Hobbs.

National Geographic

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