Georgia del Sur se alza sobre el mar, escarpada y severa, un arco de 180 kilómetros de picos antárticos oscuros, planicies de hielo y glaciares colgantes.
Georgia del Sur se alza sobre el mar, escarpada y severa, un arco de 180 kilómetros de picos antárticos oscuros, planicies de hielo y glaciares colgantes. Desde la cubierta de un barco, la isla aparece de manera sorprendente, como si el Himalaya hubiera emergido repentinamente tras el Diluvio.
Para ser un puesto de avanzada polar tan austero, mitad hielo y nieve permanentes y mitad rocas y vegetación de tundra, Georgia del Sur tiene una extraña esencia quimérica. Sus significados son opuestos y elusivos; sus temperamentos, volubles: brillante en un momento, oscura y llena de aguanieve el siguiente, luego brillante de nuevo.
La isla parece marcada de alguna forma insólita, favorecida y maldita simultáneamente. Pocos lugares en la Tierra están tan llenos de ambigüedad y paradojas. La primera paradoja para el visitante se relaciona con la latitud de partida. Para los viajeros que llegan del Norte, la isla parece inquietantemente antipodal y helada.
Para quienes vienen del Sur, desde la Península Antártica, la isla es de una exuberancia casi tropical (en la Antártida hay dos especies nativas de plantas vasculares; en Georgia del Sur, 26). Para el explorador Ernest Shackleton -cuyo buque, el Endurance, fue aplastado hace casi un siglo por hielos antárticos y quien mantuvo a su tripulación atrapada durante 16 meses para, finalmente, escapar con cinco de sus hombres en un pequeño bote salvavidas cruzando 1,300 kilómetros de mares montañosos hasta las estaciones balleneras de Georgia del Sur-, la isla parecía el paraíso.
En febrero pasado, el fotógrafo Paul Nicklen y yo recorrimos la ruta de Shackleton. Salimos de la Península Antártica y navegamos, como él, por las orillas de las islas Shetland del Sur, desde donde el explorador había zarpado en su desesperada huida hacia Georgia del Sur. Su bote salvavidas, el James Caird, medía siete metros de largo.
El bote donde íbamos Nicklen y yo, el National Geographic Explorer, medía 112 metros y pesaba 6,000 toneladas. Empezaba a sentir que me había perdido de la experiencia antártica cuando llegamos a Georgia del Sur, que nos dio la bienvenida con vientos huracanados de 180 kilómetros por hora.
La segunda paradoja de Georgia del Sur reside en los delirantes cambios de clima que tienen lugar en la isla. El Océano Antártico, el mar que rodea a la Antártida, tiene, en promedio, los vientos más fuertes de la Tierra. Pocas cosas los debilitan porque en estas latitudes los vientos rodean casi todo el planeta sin que su paso sea interrumpido por tierra.
Las áreas de baja presión están en libertad de perseguirse unas a otras hacia el Este y alrededor de la base del planeta, como un perro que aúlla mientras persigue su cola. Georgia del Sur a veces parece una película acelerada del clima, una de esas frenéticas composiciones donde las nubes hierven en el cielo mientras luz y sombra pasan de forma estroboscópica sobre la tierra.
Se llega a la bahía con un sol brillante y el aire limpio por el incesante viento circumpolar. Se puede ver hasta el infinito. Los cabos empinados son de un verde intenso, improbable. La profundidad de campo es infinita, de las extensiones de kelp al frente hasta las nieves de los picos al fondo. Un glaciar, acunado en su circo glaciar, arroja su madeja de riachuelos por la pared rocosa, hilos helados que brillan tanto que lastiman los ojos.
Luego, en unos momentos, como Dorothy volando de regreso a Kansas, la isla esmeralda se torna gris. Ha llegado un nuevo frente. El sol apenas brilla detrás de una nube y vuelan copos de nieve por los aires, con patrones oscuros y arremolinados en contraste. Georgia del Sur sufre de la versión meteorológica del desorden bipolar.
La tercera paradoja es histórica. Bahía tras bahía el escenario es inmaculado, los picos, nieves y glaciares que forman la espina dorsal de la isla, mientras que el primer plano se ve manchado por las ruinas de estaciones balleneras, una tras otra, oxidándose sobre la playa rocosa reclamada por pingüinos y focas.
Aquí la paradoja roza el milagro: la isla, epicentro de una de las peores masacres de mamíferos marinos de la historia, ahora tiene una multitud de seres en una escala que el planeta sólo había experimentado antes de la invención de la lanza, el arco y la pistola. El capitán James Cook, después de explorar Georgia del Sur en 1775, informó que había una «isla de hielo».
Después, en uno de esos momentos que marcan el destino, mencionaría la extraordinaria abundancia de focas. Diez años después aparecieron las primeras naves en busca de estos mamíferos. En la temporada de focas, de 1800 a 1801, un solo barco, de una flota de 18 navíos estadounidenses y británicos que cazaban en la isla, regresó con 57,000 pieles.
El lobo fino antártico, Arctocephalus gazella, sería cazado hasta casi la extinción. El elefante marino del sur también llegaría a cifras bajas, ya que se mataba para utilizar el aceite que se obtenía de su grasa. Después llegaron los balleneros. Primero buscaron las ballenas más lentas, como las francas australes, jorobadas y cachalotes.
Después, a principios del siglo XX, con la invención de botes a vapor más rápidos y de arpones explosivos, construyeron estaciones balleneras en Georgia del Sur y concentraron su atención en las especies más grandes de ballenas, los rorcuales comunes y los azules, mejor conocidos como ballenas azules.
Los años veinte del siglo pasado atestiguaron la introducción de buques balleneros industriales que atrapaban y procesaban ballenas en altamar, sin necesidad de regresar a las estaciones en la costa. Grytviken y las otras bases balleneras de Georgia del Sur declinaron lentamente.
@@x@@Para mí, esos poblados fantasmas repletos de plataformas oxidadas que extraían la grasa de los mamíferos marinos, calentadores, chimeneas y tanques de almacenamiento de aceite de ballena resultaban conmovedores. El año anterior, en un trabajo para esta revista, pasé un mes en el Pacífico tropical con la última población restante de ballenas azules (véase «Aún azules», marzo de 2009).
Entendía la matanza de forma intelectual, que apenas en cuatro décadas habíamos logrado llevar al borde de la extinción a la criatura más grande que jamás haya vivido, pero ahora lo estaba viviendo visceralmente. Aquí estaban las pruebas a todo color, con el acero oxidado que resonaba bajo mis nudillos. La ballena azul había desaparecido en esos tanques gigantes, los cadáveres formados en grandes filas como en cualquier refinería.
Pero así como el sol sigue al aguanieve en este lugar, así sucedió con la depresión de los tanques de aceite. Pronto desapareció al ver la realidad del presente. Las estaciones balleneras son las que se extinguieron. Los cazadores de focas desaparecieron hace mucho. La mayoría de las especies victimizadas regresaron con fuerza -a excepción de la ballena azul- y hoy estos oxidados campos de muerte han sido retomados por la vida.
Uuna pared blanca con un metro de altura -el frente de una falange de pingüinos rey- saluda un esquife o Zodiac que se acerca a la playa en la Bahía de St. Andrews. El muro blanco alguna vez tuvo 20 metros de alto y estaba hecho de hielo, la punta del Glaciar Cook. Pero en los últimos 30 años, los tres glaciares de St. Andrews han retrocedido y los pingüinos llenan el espacio liberado.
Al caminar por la playa se abre la vista: al Sur, pingüinos hasta donde el ojo alcanza a ver: unas 150,000 parejas, la colonia de pingüinos rey más grande en Georgia del Sur. Las aves se amontonan una junto a otra, excepto donde los ríos glaciales forman canales a lo largo de la colonia. Mezclados entre las multitudes de pingüinos había cientos de lobos marinos antárticos, la mayoría cachorros, durmiendo o jugando en pequeños grupos.
Los jóvenes llegaron a una tregua con los pingüinos, pero no con los humanos; a los cachorros les gusta atacar a las personas. Los ataques son meros espectáculos. Si el humano aplaude o grita «¡Alto!», el cachorro inmediatamente pierde su valor y se aleja tímidamente. Las hembras de elefante marino del sur, unas 6,000 en octubre, el auge de la temporada de parto, se suman a la población de la Bahía de St. Andrews.
Los lobos y elefantes marinos se han recuperado de forma espectacular. A principios del siglo xx, tras un siglo de cacería, apenas una pequeña población de lobos marinos antárticos sobrevivía en Georgia del Sur; ahora se cuentan por millones, la mayoría de los cuales se reproduce en este lugar. De la misma forma, cientos de miles de elefantes marinos vienen a esta isla cada verano, para reproducirse y criar a sus pequeños.
Las poblaciones de pingüino rey de Georgia del Sur también van en aumento. En 1925 sólo se contaron 1,100 pingüinos en la Bahía de St. Andrews. A partir de entonces, la colonia ha aumentado 300 veces. Una reunión de 300,000 pingüinos usualmente haría un escándalo, pero para el momento de mi visita, los pájaros estaban relativamente lacónicos.
No había mucho ruido en la bahía, el ruido más fuerte era visual: los grandes números de criaturas. En algunos lugares, el suelo de la colonia parecía compuesto principalmente por las plumas y sus delgadas barbas blancas sueltas en montones. Los vientos generaban tormentas de plumas que volaban hacia el mar.
Desde la distancia el efecto era como si el aire caliente vibrara sobre los pingüinos. Estas tormentas de plumas, más que las aves que las generan, son testigo de la exuberancia de la vida en esta isla. Al verlo casi se me llenaron los ojos de lágrimas. Crecí en una familia donde el ambientalismo era una religión. Aquí, en esta colonia, para alguien de mi fe, la vida estaba como debía: en toda su amplitud.
Este tipo de epifanía aguarda en casi toda bahía y ensenada de Georgia del Sur. En ocasiones las multitudes de animales son horizontales, como en la llanura de Salisbury, el delta de un glaciar densamente colonizado por pingüinos rey, lobos y elefantes marinos y gaviotas cocineras.
Otras veces son verticales, como en Elseul, donde las costas y colinas bajas están llenas de pingüinos, lobos marinos, cormoranes geórgicos y palomas antárticas, mientras que en las empinadas tierras elevadas llenas de matorrales se forman densas colonias de albatros de cabeza gris, de ceja negra, errantes y tiznados, así como de escúas y gaviotines antárticos.
Esta profusión de vida tiene un secreto: Georgia del Sur es una isla relativamente templada en el paso de una corriente de krill que sube de la Península Antártica, un río viviente de pequeños crustáceos parecidos a los camarones. Si Georgia del Sur tiene algo especial es este río de krill. Alimentó a las manadas más grandes de lobos marinos y a las grandes ballenas de la Tierra en épocas previas a los cazadores.
Hoy alimenta la impresionante resurrección del lobo marino antártico así como la lenta pero constante recuperación de las especies de ballenas. Periódicamente, una o dos veces cada década, el río de krill parece desviarse. Para Georgia del Sur, 2004 fue un mal año y 2009 lo ha sido también.
Una tendencia a veces aparece inicialmente enmascarada como ciclo y los datos sugieren que estos años de falta de krill podrían ser el principio de una nueva era en Georgia del Sur. Un artículo de Angus Atkinson de British Antarctic Survey presentó pruebas de una disminución en el krill durante 30 años en un amplio sector que tiene más de la mitad de las reservas del Océano Antártico.
El krill, en especial sus larvas, dependen en el invierno del hielo marino. Durante las últimas décadas esta capa de agua de mar congelada se ha reducido en algunas partes de la Antártida (aunque ha crecido ligeramente en general). A principios de este año, un equipo de oceanógrafos reportó que los mares al oeste de la Península Antártica se han calentado mucho más rápido que el promedio mundial durante los últimos 50 años.
El calentamiento es mayor cerca de la superficie y en invierno; no son buenas noticias para el hielo marino invernal. Tampoco es buena para las placas de hielo de la Antártida, los glaciares que se extienden hacia el mar. Gran parte de la Plataforma Larsen colapsó en 2002, y la Plataforma Wordie, de menores dimensiones, desapareció en abril pasado.
Si la lente de aumento del calentamiento global tiene un punto focal, parece estar en los mares de la Península Antártica occidental, las fuentes del río de krill de Georgia del Sur. El día que dejé la isla, mi barco alcanzó un iceberg al atardecer. Era lo más hermoso que había visto. La brillante pared blanca se elevaba sobre nosotros, hermosa y pura bajo la última luz del día.
Los icebergs siempre han sido iconos del gran continente blanco, un microcosmos de la Antártida. En un momento en que las plataformas de hielo se desintegran, este iceberg parecía tener más significado. Era la última paradoja. En esta nueva era de cambio climático, los icebergs tienen un doble simbolismo: tanto la belleza pura de la región antártica como los problemas que guarda el futuro.
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