Según la política china de un país, dos sistemas, los hongkoneses disfrutan de libertad de expresión, pero el derecho al voto está limitado
En la superficie del mar de la China Meridional, la metrópolis de Hong Kong centellea y brilla, sus rascacielos icónicos semejan columnas fundidas y la bahía refleja todos los maravillosos azules y fucsias del deseo de la ciudad. Con poco terreno plano disponible y la mayor cantidad de rascacielos del mundo, Hong Kong está tan llena de edificios, de hasta 100 pisos de altura, que parece surgir de las laderas de las montañas como si estuviera llena de helio. Hong Kong es una ciudad flotante:
Flota entre mundos, sobre tasas fluctuantes de cambio de divisas y de oferta pública inicial (IPO, por sus siglas en inglés), especulación de bienes raíces y el yuan de los chinos continentales que llegan en tropel en una oleada de nueva riqueza. Flota sobre las capas de sedimentos de su pasado: la Antigua ciudad pesquera, refugio de piratas, ex colonia británica, ahora se reconstruye, una vez más como una región administrativa especial china bajo una presión tremenda. Y, cada vez más, la ciudad de más de siete millones de habitantes, flota sobre una creciente sensación de inquietud, un malestar en oposición directa a los días embriagadores en que Hong Kong era una de las grandes capitales comerciales de Asia.
Lo que ha sumido en una profunda paranoia al que alguna vez fue el vertiginoso deseo adquisitivo de Hong Kong es, por supuesto, la nueva China, la segunda economía más grande del mundo, que se ha convertido aquí en sombra, inferencia, quimera y dueña de todas las conversaciones. China, nunca confiable. Menospreciada y admirada con temor. Los vapores de este malestar pueden sentirse en toda la ciudad, como la niebla que sube del puerto o de las calles humeantes al amanecer, una mezcla de confusión y temor, y el fuerte presentimiento del aniquilamiento.
«Si quiere ver el capitalismo en acción, vaya a Hong Kong», dicen que solía afirmar el economista Milton Friedman. Sin embargo, idealizar la ciudad hoy día como un paraíso del libre mercado, floreciendo en su decimoquinto año después de la transferencia británica a China, sería simplificar en exceso, si no es que malinterpretar, las fuerzas oscuras que funcionan aquí; sería no fijarse en las tensiones y los movimientos tectónicos debajo del ostentoso centro financiero que Hong Kong muestra al mundo. Tras esta fachada se encuentran buscadores de asilo y prostitutas; mafiosos de copete incongruente; miles de sirvientas indonesias que se congregan en el Parque Victoria en sus preciados domingos libres, y los que apenas sobreviven, gente hacinada en conjuntos departamentales divididos en «casas jaula» del tamaño de un refrigerador. Aunque el producto interno bruto per cápita de Hong Kong se encuentra en el décimo lugar mundial, su coeficiente de Gini, un índice que mide la brecha entre ricos y pobres, también está entre los más altos.
Los hongkoneses dicen que su ciudad se reinventa a sí misma cada pocos años y citan como ejemplo visible el horizonte siempre cambiante. «Todos sentimos estos grandes cambios, pero no sabemos cómo llamarlos», dice Patrick Mok, el coordinador del Proyecto de la Memoria de Hong Kong, un esfuerzo de 6.4 millones de dólares dirigido al problema de identidad de Hong Kong mediante la creación de un sitio web interactivo de objetos y fotografías antiguos. «El ritmo de la ciudad es demasiado rápido para la memoria».
A pocos pasos de las elegantes tiendas de diseñadores a lo largo de la calle Canton y del opulento hotel Peninsula en el distrito Tsim Sha Tsui de Kowloon, un edificio en ruinas de 17 pisos llamado Mansiones Chungking, que ocupa más de una manzana, alberga a 4 000 personas que constituyen una brigada internacional de compradors y vendedores. Los pueden encontrar a todas horas bajo la luz brillante de neón, husmeando en este mundo de hoteles modestos, restaurantes que ofrecen estofados africanos y curry indio, y tiendas que venden de todo, desde whisky en botella hasta saris y esteras de oración.
Gordon Mathews, antropólogo estadounidense que lleva seis años estudiando y escribiendo acerca de las Mansiones Chungking, afirma que 130 nacionalidades se relacionan aquí cada año, esperando hacer grandes negocios en lo que llaman «el gueto en el centro del mundo». Cuando se construyó, Mansiones Chungking era el reino de los inmigrantes chinos que prosperaban y se iban. Mathews estima que 20 % de los teléfonos celulares en uso en el África subsahariana pasan por aquí. «Este es probablemente el edificio más importante del mundo para la globalización de bajo nivel», agrega.
Hong Kong se construyó con base en este tipo de comercio global y debe su nacimiento al opio, lo que podría explicar por qué hasta el día de hoy la ciudad mantiene una línea difusa entre sus actividades legales y extralegales. Cuando los comerciantes británicos llegaron en fragatas en la primera década del siglo xix, buscando cambiar un excedente de opio indio empacado en cofres de madera, divisaron la isla de granito que se convertiría en Hong Kong en su camino a Cantón, subiendo por el estuario del río Perla.
Luego vino la primera Guerra del Opio en 1839: el Imperio Manchú ordenó un alto al comercio de «lodo extranjero» de los «bárbaros extranjeros», confiscó más de 20 000 cofres de opio y los destruyó en público; los británicos tomaron represalias, llevando sus fuerzas navales a 160 kilómetros de Pekín antes de llegar a un cese de hostilidades.
El superintendente de comercio, un hombre llamado Charles Elliot, negoció la isla aparentemente sin valor de Hong Kong, creyendo que su puerto de aguas profundas podría ser de gran ayuda. Durante el gobierno británico, los asentamientos irregulares cedieron el paso a edificios de granito, creció una infraestructura colonial y una ciudad empezó a tomar forma en las costas de un puerto floreciente, que funcionaba como punto de tránsito para el comercio con China.
Sin embargo, la reacción a la revolución comunista de China en 1949 fue la que transformó Hong Kong en un centro del capitalismo industrializado. Enfrentados con el impulso nacionalizador de Mao Zedong, los industriales chinos se desarraigaron y se restablecieron en Hong Kong, y una ola de refugiados llegó en busca de trabajo. Surgió un sólido capitalismo que convirtió la ciudad en un prodigioso exportador de mercancías y en un lugar de regulaciones tan laxas que atraía dinero de todas partes.
Con el tiempo, Hong Kong construyó sus rascacielos resplandecientes, algunos diseñados por arquitectos de clase mundial como I.M. Pei y Norman Foster, así como sus desarrollos inmobiliarios más problemáticos, aunque detrás de su moderna fachada seguían proliferando enfermedades sociales, como la prostitución, el tráfico de drogas, el contrabando y el juego.
Las Mansiones Chungking son una medida de lo mucho que la ciudad ha cambiado. «Aquí no hay mucho de ilegal, excepto los ilegales que trabajan aquí, muchos de ellos en busca de asilo», dice Mathews, quien cree que las Mansiones es donde Hong Kong cumple parcialmente su promesa, reproduciendo una versión más antigua de sí misma proveniente de los siglos xix y xx: el crisol, el puerto abierto, el bazar mundial sin trabas. «Es la encapsulación más verídica de lo que era, es y podría ser Hong Kong».
En una tienda de curry en las Mansiones Chungking conocí a un hombre que decía ser pakistaní y pedía que lo llamaran «Jack Dawson», por el personaje que representó Leonardo DiCaprio en Titanic. Comentó que lo habían amenazado en su país y por eso vino a Hong Kong sin papeles. Juntó algo de capital y empezó a vender teléfonos, y ahora comercia «teléfonos desechables de 14 días» con ganancias de 60 000 dólares al año. Jack Dawson señala el mal ventilado pasillo atestado de gente que va y viene y dice: «Este es mi país de los sueños».
En la calle Lockhart, en el distrito Wan Chai, la atmósfera de un atestado vestíbulo en un edificio destartalado es tensa, por decir lo menos: todos esperan el elevador para subir, los adolescentes juegan videojuegos en sus teléfonos y los hombres de traje se mecen ansiosos evitando el contacto visual. Cuando se abre la puerta del ascensor, una horda de hombres sale, y otra entra arrastrando los pies. Cada nivel del edificio de 20 pisos incluye media docena de departamentos de paredes delgadas que ofrecen prostíbulos de una sola mujer, los cuales apenas disimulan los ruidos de los servicios proporcionados en el interior.
Durante los años ochenta del siglo xx, el tráfico humano fue facilitado por las tríadas, pandillas criminales que se definen a sí mismas según su dialecto, profesión y afiliación política, las cuales importaban sexoservidoras a Hong Kong en lanchas rápidas. Las tríadas empezaron como sociedades criminales secretas en épocas más anárquicas, pero alcanzaron su punto culminante en los sesenta y los primeros años de los setenta, durante la edad dorada de la corrupción hongkonesa. Las películas violentas sobre tríadas de John Woo reforzaron el concepto del mafioso como héroe, mientras subrayaban la desigual dicotomía que aún prevalece en la ciudad: en las relucientes torres el dinero fluye en una corriente de especulación y ganancias de cuello blanco, mientras que en el bullicio de las atestadas calles las tríadas apuñalan, acribillan y amputan la civilización hasta que esta yace sangrante al borde de la desaparición.
La verdad hoy día es mucho más difusa y menos nefasta. La actividad criminal relacionada con las tríadas, como el comercio ilícito de drogas, se ha mudado al continente. Y las tríadas de hoy, dice Alex Tsui, un ex funcionario anticorrupción, ya no conservan los vestigios de lealtad y patriotismo que estimularon algunos de los conflictos. Más bien, todo se ha reducido a negocios. Con ganancias a la vista, las tríadas están más dispuestas a colaborar unas con otras y resolver sus diferencias en torno a una mesa en lugar de en las calles. Manejan líneas de autobuses y se interesan en la decoración de interiores, aunque todavía se aferran a la brutalidad cotidiana. Pero las líneas se han difuminado. Los hijos de los capos de las tríadas asisten a buenas universidades y encuentran su realización en los nuevos iPads en lugar de en el acoso callejero. Los mafiosos de alto nivel están más interesados en sus inversiones y sus portafolios de bienes raíces o en comprar caballos de carreras que en arriesgar su vida en un tiroteo sangriento.
Los cambios en la ley también han minimizado el dominio de las tríadas sobre la economía clandestina. Hoy la prostitución es legal en Hong Kong, con restricciones diseñadas para mantenerla fuera de la vista pública y ordenanzas para proteger a las sexoservidoras de las tríadas o proxenetas que intentan beneficiarse como intermediarios. No es que no se viole la ley, pero es una nueva era que ha traído un flujo de sexoservidoras de la China continental en cantidades que dificultan la vigilancia del negocio.
En la actualidad, edificios completos de departamentos, sin señales por fuera, proven piso tras piso de departamentos de una sola habitación ocupados por sexoservidoras que anuncian sus servicios en páginas de internet, donde son evaluados por sus clientes que, en este edificio, el día de hoy, pagarán 60 dólares por 40 minutos.
Arriba encontré a una mujer dispuesta a hablar si no mencionaba su nombre. «Después de pagar la renta me quedan más de 100 000 dólares al año», dice con una voz de Betty Boop, vestida con un negligé rosa con un escote profundo y de pie en un cuarto con espejos de piso a techo y el piso del baño húmedo después de una ducha más entre clientes. «Desde que trabajo en esto, he comprado tres departamentos para mi familia», dice con orgullo.
Al hacer la cuenta, uno observa que, para bien o para mal, es una mujer ocupada. Y al comparar este mundo con el equívoco retrato hollywoodense de sordidez exótica y amor encontrado que se muestra en una película como El mundo de Suzie Wong («Contigo es diferente», le dice Suzie, la prostituta, al personaje interpretado por William Holden. «Siento algo en el corazón»), uno también se da cuenta de que el acto más íntimo solo es otra transacción en una ciudad de transacciones, un servicio proporcionado en secuencias de 40 minutos, intercambios monetarios, inversiones hechas, dinero para hacer más dinero que es enviado de vuelta a casa, a la familia en el continente.
En junio el fantasma de China se cierne sobre Hong Kong más que en ningún otro mes. El aniversario de la represión en la plaza de Tiananmen, 4 de junio de 1989, es para Hong Kong su propio 11 de septiembre simbólico. Justo en los años previos a la transferencia, la masacre de cientos de manifestantes envió un grito de alarma por toda la colonia, y etiquetó al gobierno chino como un Estado policiaco, dispuesto a llegar al extremo para aplastar cualquier demanda de libertad de expresión.
En el distrito de moda Causeway Bay, en la plaza de concreto frente a Times Square, Sam Wong, de 22 años, está parado debajo de enormes cartels con la imagen de George Clooney luciendo un reloj Omega y supermodelos en poses sensuales. Wong viste una camiseta blanca que dice «¡Libertad ahora!» en inglés y tiene una cinta en la cabeza en la que se lee «¡Huelga de hambre!» en chino.
Delgado como un palillo y con apenas un asomo de barba, Wong lleva 24 de 64 horas de huelga de hambre para recordar el aniversario de Tiananmen. Se le han unido otros 18 jóvenes manifestantes en una improvisada ciudad de tiendas de campaña repleta de folletos y cantos en coro que incluyen letras que piden a China ser más democrática y liberar a los disidentes politicos encarcelados.
Los compradores al pasar apenas les hacen caso. Sin embargo, la tarde anterior, un grupo grande de turistas del continente se detuvo a mirar un documental acerca de la plaza de Tiananmen, mirando escenas de la masacre bajo una pantalla gigante que proyecta avances cinematográficos. Más tarde, un grupo se quedó a conversar; algunos exclamaban que apenas estaban conociendo lo que realmente había pasado, otros cuestionaban cortésmente lo que consideraban la versión antigubernamental de los acontecimientos de acuerdo con los manifestantes. «No tememos a la gente con ideas diferente», asegura Wong. «Nos preocupa que la policía abuse de su poder y nos arreste, que violente nuestro derecho de libre expresión».
Esta es una idea que se expresa constantemente en Hong Kong en estos días: la volubilidad de las autoridades, que muchos creen son simples títeres de las intenciones y directrices ocultas de sus amos en Pekín. A pesar de la promesa de China de «un país, dos sistemas», que garantiza el derecho de Hong Kong a un sistema político y económico autónomo hasta 2047, los habitantes se horrorizan ante el espectro del control de China, que limita las libertades y las maneras laxas del pasado, imponiendo su voluntad, subsumiendo lo que es fundamentalmente distinto de Hong Kong y refundando la ciudad a su manera.
Leung Kwok Hung, un importante activista pro democracia y miembro del consejo legislativo, conocido como «Cabello Largo» por la melena hippie que cae sobre sus omóplatos, clama contra lo que considera una creciente prohibición a la libre expresión. «La policía se doblega ante Pekín, porque si uno dice no a lo que quiere el Partido Comunista, le está diciendo no a su carrera», comenta. «Pero eso se extiende también a los funcionarios del gobierno y a los magnates propietarios de los medios de comunicación, o a los que quieren hacer negocios en China. Cada vez nos estamos volviendo más pasivos. La mitad de los medios de comunicación no quiere ni siquiera informar sobre nuestras protestas».
Vestido con una camiseta del Che Guevara y escuchando a Richie Havens en su oficina de paredes llenas de libros, «Cabello Largo» dice que ha sido arrestado cerca de 20 veces a lo largo de los años, condenado una docena de ellas y encarcelado cuatro. Trata de defender lo que considera los elementos más importantes de la identidad de Hong Kong: la libre expresión, una prensa libre, todo lo que se había dado por hecho durante el gobierno «positivo y no intervencionista» de los británicos y que ahora está en peligro, en mayor o menor medida, a causa del Partido Comunista chino. Debido a que Hong Kong no es autónomo ni una democracia hecha y derecha, Cabello Largo percibe un vacío peligroso. Pero, en sus mejores días, cree que Hong Kong es un bastion importante de las libertades civiles, capaz de enfrentarse a China, si fuera necesario.
Las protestas del 4 de junio del año pasado, las únicas permitidas en toda China, parecieron adquirir mayor importancia, dado el alboroto causado por la detención de un artista chino, Ai Weiwei, cuyo trabajo provocativo y protestas sociales causaron que se embrollara en una disputa con el gobierno comunista (fue arrestado y acusado por evasión fiscal mientras abordaba un avión a Hong Kong). Hubo demostraciones de propaganda política en la calle East Point: un hombre invitó a la gente a garabatear sus protestas en notas adheribles que luego fueron pegadas a su cuerpo; una mujer prendió fuego a un polvo herbal sobre la palma de su mano, luego apagó las llamas con un soplido justo antes de que le quemaran la carne.
Decenas de miles se reunieron en el Parque Victoria para una vigilia con velas encendidas. Los organizadores afirmaron que asistieron 150 000 personas, mientras que la policía estimó que fueron cuando mucho la mitad. La urgencia de la protesta fue resaltada por una profusión de camisetas, carteles y pines con la leyenda «¿Quién le teme a Ai Weiwei?». Hubo canciones («Somos los nuevos jóvenes y no habrá miedo») y discursos, y una pantalla de video que mostraba mensajes grabados por las madres de las víctimas de la plaza de Tiananmen exigiendo que no haya olvido y deseándoles fortaleza. Fue, alternadamente, desgarrador, melodramático, totalmente irresistible y extrañamente esperanzador, pero lo que logró que fuera más conmovedor fue la sensación real entre los manifestantes de que lo que pasó en Tiananmen podría ocurrir un día en el Parque Victoria y que ellos podrían ser, de hecho, las próximas víctimas.
Después, un grupo de jóvenes manifestantes limpió el parque, fregando el pavimento a conciencia, utilizando espátulas para levantar la cera de las velas. No hubo escándalo, no hubo llamientos espontáneos para marchar u ocupar o lanzar cocteles molotov. Fue una protesta al estilo hongkonés: educada, temporal, ferviente hasta la despedida, por tanto, extrañamente complaciente y sin provocación final.
Cuando el parque estaba vaciándose después de la protesta de la noche, encontré a un hombre que ondeaba una bandera roja, vestido con pantaloncillos cortos de color aguamarina. Llevaba una bolsa con volantes y folletos, algunos que alababan el movimiento pro democracia o que exigían la liberación de los disidentes politicos detenidos, incluidos el premio Nobel Liu Xiaobo y los miembros de Falun Gong. «El Partido Comunista me odia», afirmó el hombre.
Miembro de una familia terrateniente de China, se mudó a Hong Kong en 1951, a los 17 años, para escapar del gobierno de Mao Zedong. Algunos de sus tíos habían sido apresados, mientras que otro se había convertido en funcionario del Partido Comunista. «Nuestra familia ha militado en todas las facciones», dijo. Se había retirado del negocio de joyería a los cincuenta y tantos años y, desde entonces, regresaba una vez al mes a su pueblo de origen en la provincia de Cantón. «Regaño a los comunistas», comentó, «y abogo por el tipo de democracia de Hong Kong». ¿Qué va a hacer con todos los folletos de la bolsa? «Llevarlos de regreso a China», afirmó.
Si los hongkoneses están exportando sutilmente sus ideas políticas a China, son los chinos continentales los que han mantenido a flote la ciudad con su poder de compra, especialmente después de que esta se paralizó debido a la epidemia de gripe aviar en 1997 y a la crisis del SARS (syndrome respiratorio agudo severo, por sus siglas en inglés) en 2003. «La tienda Rolex en Times Square vende 200 relojes diariamente, la mayoría a los continentales», declara Francis Cheng, un importante organizador de eventos para las marcas más importantes de Hong Kong y asistente personal de Pansy Ho, la socialité multimillonaria que maneja el imperio de los juegos de apuestas MGM China.
Si alguna vez fue Hong Kong la que enviaba paquetes de alimentos a China en sus épocas de necesidad y apoyaba el mercado inmobiliario chino mediante inversiones, ahora los papeles se han invertido: hoy, China ayuda a mantener a flote a Hong Kong; los continentales acuden en tropel a la metrópoli a comprar propiedades y mercancías, a menudo en efectivo, porque las tarjetas de crédito todavía se usan en China solo para una fracción de las compras al menudeo.
«En la infancia, nos sentíamos superiores a los chinos», apunta Cheng. En Hong Kong, la gente bromea acerca de cómo los nuevos ricos del continente acuden a restaurantes lujosos e insisten en que sus copas de vino estén llenas hasta el borde. En una ocasión, se dice que un continental llevaba una bolsa llena de dinero en efectivo en una tienda de lujo, y de buenas a primeras preguntó «¿Dónde está lo más caro?». Historias como estas sustentan el estereotipo largamente sostenido de los chinos continentales como ah chan, o pueblerinos, pero, como señala Cheng, hoy las nueve tiendas Gucci de la ciudad tienen largas filas enfrente, una estela de demanda aparentemente sin fin. «Siempre habrá otro grupo de campesinos que la ha hecho en grande», exclama.
Este cambio en el poder económico ha exacerbado la crisis de identidad de Hong Kong, hasta el punto de que ahora son los continentales los que se refieren a sus hermanos de Hong Kong como kong chan, o pueblerinos de ese lugar. El Programa de Opinión Pública de la Universidad de Hong Kong informa que, en estudios recientes, la mayoría de los habitantes se consideran a sí mismos primero como hongkoneses, no chinos, lo que resalta un creciente resentimiento hacia los continentales, a quienes un anuncio de un periódico de Hong Kong ha considerado como «langostas» que plagan el territorio. Casi la mitad de los bebés nacidos el año pasado en hospitales de Hong Kong son de chinos continentales; esto ha fomentado la disconformidad de madres hongkonesas que temen que, en este auspicioso Año del Dragón, cuando es seguro que la tasa de nacimientos aumente, el sistema hospitalario de Hong Kong, ya sobrecargado, sea incapaz de darse abasto.
Recientemente, en una tienda Dolce & Gabana, a los residentes de Hong Kong se les prohibió tomar fotografías frente al aparador de la tienda. En respuesta, más de 1 000 hongkoneses se reunieron en la calle frente a la tienda para exigir una disculpa, mientras desahogaban la frustración acumulada de ser tratados como ciudadanos de segunda clase en su propio hogar.
Las tensiones se acumulan capa tras capa en la ciudad flotante. «Los visitantes ven Hong Kong como la ciudad esmeralda en la montaña», afirma Alex Tsui, «pero es una ciudad enferma. La cabeza no está funcionando bien. Los miembros no funcionan. Su caminar se ha vuelto trastabillante».
De regreso en Times Square, Sam Wong se acerca al final de su huelga de hambre. Aturdido y fatigado se refugia en una tienda de campaña, sostiene su cabeza y cierra los ojos mientras el flujo de compradores indiferentes va y viene. Siente que alguien debe hacerle frente a China, pero se alegrará cuando termine su protesta. La noche cae, los edificios están iluminados, alineados como velas. Los transbordadores se arremolinan en la bahía. Los aviones se deslizan en lo alto como pterodáctilos plateados, las calles son un río de consumidores. Hong Kong, ciudad que es un centenar de ciudades, parece inquieta, como siempre, transformándose una vez más.
«La gente se impresiona cuando les muestro imágenes de los campos de arroz que había aquí en los años setenta del siglo pasado», dice Patrick Mok, el guardián de la memoria. «Entonces, vivíamos en las calles, en los mercados y puestos al aire libre. Después, todo pasó al interior, dentro de los centros comerciales, detrás de puertas cerradas, en espacios con aire acondicionado. No estamos seguros de en qué nos estamos convirtiendo, pero podemos sentir cómo nos desvanecemos».
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