Su bendición es sinónimo de buena suerte.
Kanta y Sudha aguardan a los fieles en el templo hindú de Becharaji, un pueblo a las afueras del estado indio de Gujarat. Sus angulosos rostros masculinos contrastan con los muchos pendientes con los que se adornan estas dos hijras, como se conoce allí a los transexuales. Con cierta incomodidad, pero también con esperanza, muchos visitantes acuden a ellas con sus hijos en busca de su bendición.
Para los hindúes de India, los hijras son sagrados. Se los considera tocados por los dioses y su bendición es sinónimo de buena suerte. Por eso, a menudo se los invita a bodas, nacimientos, inauguraciones de viviendas y otras celebraciones a cambio de cuantiosas propinas. Otros recorren los vagones de trenes o esperan a los conductores en los semáforos en rojo para conseguir dinero por sus buenos deseos.
En el templo de Becharaji puede verse a muchos hijras entre la multitud, pues allí reside una importante diosa: Mahuchara Mata. La pequeña estatua dorada, que representa a una mujer empuñando una espada, se sitúa en un altar con forma de cueva en medio del complejo religioso. «Todos los años acuden decenas de miles de hijras para ser bendecidos por la deidad», señala Gunvant B. Joshi miembro del comité del templo.
En la epopeya india «Mahabharata», explica Joshi, el héroe Arjuna se viste de mujer en Becharaji y vive un año como transexual. Así, pasa a llamarse Brihannala y comienza a enseñar baile y canto en palacio. Antes de su transformación, esconde su flecha y su arco en el árbol que hoy sigue estando en el patio del templo.
No obstante, esa no es la única leyenda de Becharaji. Según cuenta la tradición, una vez el jefe del pueblo tuvo una hija, pero como necesitaba un hijo para continuar con la línea sucesoria, decidió sencillamente anunciar que había nacido un varón. Después, al pequeño lo casaron con una chica de un pueblo cercano. Un día, el «niño» fue con una yegua al estanque del pueblo y, cuando ésta bebió agua, se transformó en semental. La niña también bebió y se convirtió en chico. «Así que el jefe del pueblo se ahorró el embrollo», cuenta Joshi.
Actualmente, varias decenas de hijras residen en la casa de invitados junto al templo. «Somos los jóvenes de la diosa, que nos ayuda en la vida», explica Gita. «Hemos consagrado nuestras vidas a la fe», dice sentada junto a Kanta y Sudha. Según cuenta, es incapaz de imaginarse la vida como empleada en una oficina, trabajando en el campo o como ama de casa en una familia.
En cualquier caso, eso sería difícil: aunque la mayoría de hindúes en India cree que los hijras poseen una fuerza especial, los apartan de sus familias y de la sociedad. En abril, el Tribunal Supremo del país dictó que es necesario proteger especialmente a las comunidades de hijras debido a su enorme retraso económico y social.
Según calculan las organizaciones humanitarias, en India viven unos dos millones de hijras, aunque no hay cifras oficiales al respecto. La activista Laxmi Narayan Tripathi denuncia que son discriminados en todas partes, desde autobuses y trenes hasta cuando buscan un baño o agua potable. «Incluso se los expulsa de los hospitales y a menudo son víctimas de burlas y risas».
Para el centro de investigación sobre la igualdad en Delhi, los transexuales cuestionan la concepción básica de la relación entre el cuerpo y la identidad. Y eso es tan fascinante como provocador. «Puede conllevar el valor exótico de ser ‘diferente’, pero también supone convertirse en invisible, ridículo, terrible o repugnante para los demás».