Formado durante el transcurso de millones de años, el Monumento Nacional Vermilion Cliffs aún es una maravilla poco conocida.
Lleva una silla plegable y un parasol (también mucha agua) cuando te dirijas hacia las llanuras de salvia ubicadas apenas al sur de la Autopista 89A de Arizona, cerca de la boca del cañón Badger. Coloca la silla apuntando al norte, hacia Utah, y toma asiento.
Detrás tuyo, el río Colorado forma un profundo meandro desde la presa del cañón Glen hasta el Gran Cañón del Colorado. Directamente frente a ti surge un caos de rocas que forman un salto de más de 900 metros: Vermilion Cliffs (acantilados bermellón).
Tienen facetas innumerables, fracturadas y serradas, sombreadas con rayas, además, caen repentinamente. Puede sentirse la inercia en sus colosales fisuras verticales. A lo largo de las capas inferiores, parecidas a las de un pastel de bodas, escombros apilados semejan arena en el fondo de un reloj de arena.
Pasemos ahora a la pregunta: ¿cuánto tendrías que esperar hasta que los Vermilion Cliffs dieran a luz un canto rodado del tamaño de un autobús escolar? La respuesta sería la siguiente: podría suceder el día en que tomes asiento frente a ellos.
Sin embargo, es más probable que los descendientes de tus descendientes siguieran sentados en esa silla, muchos cientos de generaciones más tarde, en espera de que los acantilados se desmoronen un poco más. Hace millones de años, el lugar donde te encuentras estaba enterrado bajo las capas expuestas de los acantilados actuales, debajo de estratos que hoy reciben los nombres de Moenkopi, Chinle, Moenave, Kayenta y Navajo; cada uno es distinto en cuanto a color y resistencia a la erosión.
La meseta del Paria se ha estado retirando hacia el noroeste desde hace eones, y estos acantilados de colorido intenso marcan su avance a la fecha. Cuesta trabajo creer que un monumento nacional rodeado por altísimos acantilados (su color recorre el espectro conforme avanza el día) podría ser tan poco conocido.
Sin embargo, pocas personas han oído hablar del lugar, aparte de uno o dos de sus famosos accidentes geográficos. Uno de los motivos es que el Monumento Nacional Vermilion Cliffs es eclipsado por sus vecinos, entre los que se hallan algunos de los parques y monumentos nacionales más famosos de Estados Unidos, a saber: el Gran Cañón del Colorado, Zion, el cañón Bryce y otros más. Otro motivo es lo accidentado del terreno.
Las 120,000 hectáreas del monumento no son lugar para pusilánimes ni personas sin preparación. «Salga del auto, entre en la cadena alimenticia», dice bromeando un oficial de la Oficina de Ordenamiento Territorial, organismo que administra el monumento. Los depredadores aquí son el sol, el calor, la sed, la ignorancia y el aislamiento (también las serpientes de cascabel y los escorpiones).
Casi no hay senderos marcados, solo unos cuantos postes indicadores que hallamos en otros parques nacionales. Ahí no sirve nuestro teléfono celular, acampamos donde podemos y la única agua que hay es la que llevamos. Los acantilados en sí se encuentran protegidos como zona en estado natural desde 1984.
Forman una herradura irregular e invertida, abrupta y escarpada del lado este cerca del río Colorado, que se curva pronunciadamente en dirección sur y se vuelve menos profunda al oeste, a medida que se acerca a Utah. Sin embargo, cruza en vehículo el sector norte de la parte superior de la herradura, desde Page, Arizona, hasta Kanab, Utah, y nunca imaginarías que los acantilados están ahí.
Realiza una caminata hacia la meseta del Paria y sentirás que cruzas una isla en el cielo. Los acantilados son invisibles debajo de ti, pero podrás sentir su presencia. Así sería el mundo si fuera plano y terminara en un precipicio al borde del espacio.
Al llegar al final de la meseta (encima de Vermilion Cliffs) observarás que el mundo continúa, descendiendo repisa por repisa hasta el Gran Cañón del Colorado y más allá. La meseta del Paria y su dobladillo de acantilados fueron declarados monumento nacional mediante un decreto presidencial en el año 2000, sobre todo en reconocimiento al exquisito archivo de formas producidas por la erosión: paisajes creados por el tiempo, el viento, el agua y, sobre todo, la arena.
Hay arena de la época actual: la arenilla que tienes entre los dientes, el apoyo inestable, el serpenteante camino en el que se hunden los pies a lo largo de los senderos a mitad de la meseta Sand Hills. Esa arena (lo suficientemente
antigua, grano a grano) se deriva de arena prehistórica: la arenisca navajo que forma la meseta y los acantilados.
Esta arenisca, a su vez, constituye los restos de un enorme erg, es decir, un mar de dunas creado por el viento que cubrió durante millones de años casi toda la región que hoy día es la meseta del Colorado. Es difícil imaginar la geología del lugar. Ello se vuelve aún más difícil si uno tiene la suerte de toparse con «la Ola», oculta en la esquina noroeste del monumento, en un lugar llamado Colinas Coyote.
La Ola es un tumulto de dunas estriadas y fosilizadas con aspecto de olas petrificadas, que se elevan y curvan sin fin, ascendiendo pronunciadamente justo antes de romperse. Lo que prolongadas edades de erosión han dejado detrás (solitarias olas de intercalaciones de arenisca en un cuenco de luz) constituye un registro de las reacciones químicas que ocurrieron a medida que se formó la arenisca, con dibujos creados por el blanqueamiento y el depósito de óxido de hierro, así como otros minerales.
Intenta mencionar los nombres de los colores que puedes ver destellando en la piedra. Cambian antes de que puedas hacerlo. El sol se mueve por el cielo, las nubes aumentan de tamaño y luego desaparecen, y la Ola evoluciona de un momento a otro sin cambiar jamás. Para proteger esta extraordinaria formación, la Oficina de Ordenamiento Territorial solo admite a 20 personas al día en la Ola, de modo que lo dejan a uno casi solo en una zona silvestre que contiene una Mona Lisa geológica.
En la Ola hay una intimidad sensorial: la abrasión de la piedra, el perfume de la lluvia sobre la roca, la luz caleidoscópica. Los procesos geológicos que dieron forma a la Ola, así como a los acantilados y cañones, además de las miríadas de formaciones geomorfológicas, continúan sucediendo, desde luego.
Una tarde seguí el lecho del arroyo seco de Buckskin Gulch situado en el lado oeste del monumento, desde elcomienzo del sendero justo frente al camino del valle House Rock. En las colinas bajas que me rodeaban yacían formaciones protuberantes de arenisca como pupas de algún insecto incomprensible.
Buckskin Gulch es famoso por su cañón de ranura, pero antes de alcanzarlo llegué a una pendiente perfectamente intacta de arena roja suelta, tan firme y uniforme como la que una ola deja tras de sí cuando se retira de una playa. Cada grano parece conocer su lugar. Se trataba de arenisca en formación, sin coagular, en espera de la diagénesis, transformación química que la convertiría en un bloque de roca.
Era muy fácil observar la estratigrafía en las capas de piedra expuestas en el frente del acantilado, pero también hay ahí una estratigrafía de las formas de vida, además de capas de experiencia humana. Remóntate lo suficiente al pasado (190 millones de años por lo menos), cuando este era un mundo muy distinto, y podrás observar especies antiguas -algunos cocodrilianos, otras emparentadas con las aves- que dejaron sus huellas en la arenisca navajo y en las formaciones que subyacen a esta.
En la meseta hay signos de habitantes más recientes en unas cuantas estructuras nudosas de antiguos ranchos, que se hallan más allá de una alambrada y que se internan en el valle Corral, en las partes altas donde hay piñones y juníperos. El paisaje tiene una gracia íntima.
Cuencas poco profundas en la arenisca captan cada gota de lluvia. Hay zanjas de pastos áridos y restos de una alambrada que parece existir únicamente para mantener dentro las plantas rodadoras. Hace miles de años este paisaje pertenecía a cazadores y recolectores nativos.
A ellos los sucedieron los ancestros de los indios pueblo y luego los paiutes, quienes compartieron parte de sus conocimientos sobre esta zona con un misionero mormón de nombre Jacob Hamblin. Hamblin, quien se estableció en el valle House Rock, conocía el paisaje de Vermilion mejor que cualquier otro hombre blanco de su época.
El explorador John Wesley Powell describió a Hamblin de la siguiente manera: «Un hombre silencioso y reservado -y añadía-. Cuando habla lo hace en voz baja y de manera pausada que inspira gran respeto». Desciende por el cañón del río Paria, 60 kilómetros de terreno húmedo, y por lo menos a cuatro días de distancia del comienzo del sendero, hasta el río Colorado, llegarás al lugar donde Powell y los restos maltrechos de su primera expedición acamparon la noche del 4 de agosto de 1869: la boca del río Paria, que Hamblin detalló a Powell un año antes.
Powell describió los acantilados con una prosa exuberante. Todos estos seres humanos (itinerantes o residentes) serían observados desde arriba por las aves conocidas hoy día como cóndores de California (Gymnogyps californianus), que habitaron a grandes alturas en los bordes de los acantilados.
Una generación tras otra, habrían vigilado la zona a intervalos durante por lo menos 20,000 años (quizá hasta 100,000), reduciéndose su número a medida que desaparecieron los grandes mamíferos del Pleistoceno. Los cóndores habían estado ausentes de Vermilion Cliffs desde comienzos del siglo xx, pero fueron reintroducidos en 1996.
Desde el punto de observación de los cóndores en el camino del valle House Rock seguro verás las rocas situadas en las partes altas de los acantilados manchadas por los excrementos de estas aves. ¿Cuánto pasará antes de que veas un cóndor? La buena noticia es que la espera ocurrirá en el transcurso de un tiempo biológico, no geológico. En lo que esperas (el sol de Vermilion estará secando tu carne) podrás imaginar el sonido del viento en los oídos de un cóndor, a medida que este se eleva en una corriente termal ascendente, y la vista ante sus ojos conforme su cabeza se inclina de un lado al otro, mientras vigila de nuevo la meseta.
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