El tesoro de Tutankamón estuvo perdido por milenios. Ahora, Egipto revela piezas inéditas que se encontraron en la tumba del rey niño.
Fiona Herbert, la octava condesa de Carnarvon, pasa las hojas de un libro de visitas encuadernado en piel, y señala las firmas de los invitados ilustres que frecuentaban su casa hace un siglo. Estamos en lo alto del castillo de Highclere, la mansión a unos 90 kilómetros al oeste de Londres que en años recientes se convirtió en el escenario del popular drama de época Downton Abbey.
Hoy día, todas las mesas, sillas y gran parte del suelo del pequeño estudio de lady Carnarvon están atestados de libros y documentos de los años veinte del siglo XX: cartas, diarios y fotografías amarillentas montadas en álbumes o enrolladas como papiros antiguos. El registro de asistentes contiene los personajes de un libro que lady Carnarvon escribe sobre el antepasado de su marido, George Edward Stanhope Molyneux Herbert.
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A la busca del tesoro de Tutankamón: ¿quién patrocinó los viajes de exploración?
“El Quinto Conde”, como se refiere a él, fue famoso por patrocinar al arqueólogo británico Howard Carter en su búsqueda tenaz de la tumba perdida del rey Tutankamón. Lord Carnarvon también organizó fiestas lujosas en Highclere que reunieron una mezcla ecléctica de exploradores, diplomáticos, miembros de la alta sociedad y –algo sorprendente para un aristócrata inglés– líderes del movimiento independentista egipcio.
Lady Carnarvon se detiene en el 3 de julio de 1920, y presenta a los invitados:
“Está Howard Carter, por supuesto, quien pasaba semanas enteras aquí cada verano para planear las excavaciones con el Quinto Conde… el Alto Comisionado británico lord Allenby… Alfred Duff Cooper y su bella esposa lady Diana Cooper”.
Señala a un noble que firma solo con un nombre: Carisbrooke, nieto de la reina Victoria, “un integrante de la familia real para dar a la reunión un poco de crédito social”, comparte.
Señala una serie de firmas, algunas en caligrafía árabe. “Y mira ahí… Saad Zagloul, Adly Yeghen y otros padres del Estado egipcio moderno”. Zagloul, un héroe nacional en Egipto, había sido arrestado y exiliado por oponerse a la ocupación británica. Sin embargo, aquí estaba, codeándose con los mandamases ingleses.
“Puedo ver lo que hacía, porque yo hago lo mismo –dice lady Carnarvon–. El Quinto Conde reunía a la gente de manera informal para desarrollar cierta confianza, quizá incluso amistad, antes de negociar un tratado o resolver una crisis política”.
Saad Zagloul firmó con su nombre junto al de Howard Carter, y me pregunto si conversaron sobre el destino de los tesoros de Egipto. Zagloul condenaba el control extranjero de las antigüedades egipcias como una forma perniciosa de colonialismo, un tema por el que pronto se enfrentaría a Carter y a su benefactor de sangre azul.
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Inviernos junto al Nilo
A partir de 1903, lord Carnarvon pasó los inviernos en el Nilo por consejo de su médico. Padecía de mala salud congénita agravada por un accidente en coche casi mortal que le dejó los pulmones dañados. La suerte de Carter dio un vuelco en 1905, después de lo que él denominó una “mala pelea” con un grupo de turistas franceses (estaban ebrios y se comportaban de manera abusiva, afirmó, aunque más tarde admitió que tenía un “carácter irascible”).
Para evitar un incidente diplomático, su superior le dijo que expresara su arrepentimiento. Él se negó, y como pensó que su única opción honorable era renunciar, lo hizo meses después.
Carter se ganaba la vida con la venta de acuarelas a turistas adinerados cuando le presentaron a lord Carnarvon dos años más tarde. Ambos estaban muy alejados en la jerarquía social, pero compartían su pasión por el Egipto antiguo.
La colaboración conduciría al descubrimiento de un rey niño poco conocido, que había sido enterrado con una cantidad asombrosa de tesoros olvidados durante más de 3 mil años. El hallazgo fue uno de los mayores triunfos de la arqueología, ofreció al mundo una visión deslumbrante de la antigua vida en el Nilo e infundió en los egipcios modernos un sentimiento de orgullo nacional y autodeterminación.
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Cuando el Valle de los Reyes «se agotó»
En la primera década del siglo XX se revelaron pistas importantes sobre el paradero de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes, un conjunto de cañones escarpados al otro lado del Nilo desde la moderna Luxor, lugar de la antigua capital egipcia de Tebas. A diferencia de los faraones anteriores, que fueron enterrados en pirámides elevadas que se convirtieron en objetivos fáciles para los saqueadores, a los miembros de la realeza tebana se les sepultó en tumbas excavadas en las profundidades de las laderas rocosas del valle aislado.
A principios del siglo XX, la necrópolis tebana era el yacimiento arqueológico más productivo y apreciado de Egipto. Las excavaciones patrocinadas por Theodore Davis, un empresario de Estados Unidos, produjeron una serie de descubrimientos importantes. Entre ellos, algunos artefactos que llevaban el nombre del misterioso Tutankamón.
Carter desarrolló un conocimiento profundo del Valle de los Reyes durante sus años como inspector jefe. Sin embargo, antes de que él y lord Carnarvon excavaran allí, tenían que adquirir un permiso llamado concesión, que Davis guardaba con recelo.
Los arqueólogos y buscadores de tesoros habían excavado en el valle por décadas, y muchos creían que el apogeo de los descubrimientos ya había pasado. Tras años de financiar exploraciones exitosas, Davis llegó a la misma conclusión: “Me temo que el Valle de las Tumbas está agotado”, escribió en 1912. Cuando renunció a su concesión, lord Carnarvon, a instancias de Carter, la adquirió en junio de 1914.
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Una labor dura, polvorienta y sofocante
Ese mes, el asesinato de un archiduque austro-húngaro sumió a Europa y a Oriente Medio en la Primera Guerra Mundial, lo que retrasó la búsqueda de la tumba de Tutankamón hasta otoño de 1917, cuando la mejoría de las condiciones bélicas permitió reanudar las excavaciones. Durante los cinco años siguientes, Carter y un equipo de trabajadores egipcios movieron la asombrosa cantidad de entre 150 mil y 200 mil toneladas de escombros. Bajo el sol del desierto, la labor fue dura, polvorienta y sofocante.
Ese lustro de dolor generó pocas ganancias, y el benefactor de Carter se desilusionaba. Tal vez el valle estaba, en efecto, agotado en su totalidad. En junio de 1922, lord Carnarvon convocó a Carter en Highclere: le anunció que abandonaba el valle. Carter suplicó una temporada más de excavación –incluso se ofreció a pagarla–, y el Quinto Conde aceptó con renuencia. Cuando Howard regresó a Luxor el 28 de octubre de 1922, el reloj estaba en marcha. Siete días después, un descubrimiento fortuito le devolvió las esperanzas y puso su mundo de cabeza.
El 4 de noviembre, un integrante del equipo de Carter –cuyo nombre se perdió en la historia– tropezó con una piedra tallada, la cima de una escalera enterrada. En su diario de bolsillo, Howard escribió solo seis palabras: “Primeros escalones de la tumba encontrados”.
Al día siguiente, el equipo descubrió 12 escalones y descendió hasta una puerta que había sido recubierta con yeso y estampada con sellos faraónicos. Estos eran demasiado imprecisos para ser leídos, pero no estaban rotos.
Convencido de haber descubierto una tumba intacta, Carter envió un telegrama a lord Carnarvon en Inglaterra: “Por fin descubrí algo maravilloso en el valle; una tumba magnífica con los sellos intactos… enhorabuena”.
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La apertura de la tumba
La noticia del descubrimiento se difundió rápido, y los periodistas corrieron al valle para presenciar la apertura de la tumba. Lord Carnarvon llegó el 23 de noviembre. Para el 24, Carter y su equipo habían dejado al descubierto toda la entrada y encontrado sellos más fáciles de leer. Varios de ellos contenían el tan buscado “Nebkheperure”, el nombre de trono de Tutankamón.
Carter y sus compañeros estaban eufóricos, pero un segundo descubrimiento ensombreció la celebración: la puerta había sido forzada. Alguien estuvo allí antes que ellos.
Cortaron la entrada, lo que reveló no un sepulcro lleno de tesoros, sino un pasaje inclinado repleto de escombros. Dos días más de excavación los llevaron a la tumba, a unos siete metros bajo tierra. Otra puerta enyesada mostraba más sellos con el nombre de Tutankamón. Carter hizo un agujero pequeño en la mampostería, levantó una vela y miró dentro. En lo que se convertiría en uno de los diálogos más famosos en los anales de la arqueología, un impaciente lord Carnarvon preguntó: “¿Puede ver algo?”, a lo que Carter respondió: “Sí. Es maravilloso”.
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Los tesoros de Tutankamón estaban amontonados
Los objetos que vislumbró eran maravillosos: camas doradas, efigies de guardianes de tamaño natural, carrozas, un trono ornamentado, todo amontonado. Carter escribió después:
“Al principio no podía ver nada: el aire caliente que se escapaba de la cámara hacía que la llama de la vela parpadeara, pero enseguida, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, surgieron de entre la niebla detalles de la habitación interior, animales extraños, estatuas y oro, en todas partes el brillo del oro”.
La tumba de Tutankamón, como Howard supo después, constaba de cuatro habitaciones, ahora conocidas como la antecámara, el anexo, el tesoro y la cámara funeraria. La fosa era demasiado pequeña para un faraón, pero las habitaciones estaban repletas de todo lo que podría necesitar para vivir como un rey por la eternidad: unos 5 mil 400 objetos.
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La ‘pesadilla’ de un arqueólogo
Era el sueño –y la pesadilla– de un arqueólogo. Desembalar, catalogar, preservar y trasladar los objetos –muchos dañados y frágiles– llevaría una década de trabajo meticuloso e involucraría a un equipo interdisciplinario de especialistas: conservadores, arquitectos, lingüistas, historiadores, expertos en botánica y textiles, y otros. El proyecto marcó una nueva era de rigor científico en la egiptología.
El ingeniero Arthur “Pecky” Callender, amigo de Carter, construyó un sistema de poleas para levantar objetos pesados, instaló luces eléctricas y, cuando fue necesario, se sentó a la entrada de la tumba con un arma cargada para ahuyentar a los intrusos.
Alfred Lucas, químico y experto forense, analizó la tumba como escena del crimen, y concluyó que hubo dos robos en la antigüedad, poco después de que Tutankamón fue enterrado. Los ladrones saquearon algunas habitaciones, pero solo consiguieron llevarse objetos pequeños y portátiles (hoy día, los estudiosos creen que extrajeron más de la mitad de las joyas).
Harry Burton, que al igual que Carter había sido un joven campirano inglés de origen modesto, era reconocido como el fotógrafo arqueológico más importante del planeta en 1922. Instaló un cuarto oscuro improvisado en una tumba cercana; sus imágenes evocadoras ayudaron a convertir el descubrimiento y la excavación en un acontecimiento mediático mundial.
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El ‘hechizo’ egipcio
Egipto había hechizado a sus invasores desde que las legiones romanas conquistaron el Nilo y arrastraron obeliscos, jeroglíficos y deidades egipcias a la Ciudad Eterna. Sin embargo, el nuevo poder de los medios de comunicación en un mundo desesperado por entretenimiento después de los horrores de la Primera Guerra Mundial desató una ola moderna de egiptomanía que convirtió al rey niño en una celebridad de la cultura pop.
Pronto aparecieron limones del rey Tutankamón en California, estampas de cigarrillos, latas de galletas e incluso un juego de mesa llamado Tutoom, en el que pequeños arqueólogos de metal montados en burros buscaban tesoros. Canciones como “Old King Tut” se convirtieron en éxitos de la era del jazz que bailaban las jóvenes con tocados de cobra y ojos de Horus delineados con kohl. Los símbolos egipcios se incorporaron al art déco, mientras que los jeroglíficos y cartuchos invadieron el papel tapiz y la ropa.
En ningún sitio fue la tutmanía más poderosa que en la patria del faraón. Los egipcios acudieron en masa al Valle de los Reyes para ver la excavación. Los niños representaron obras de teatro en las escuelas para celebrar al joven faraón, con accesorios inspirados en las fotografías de Burton.
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Tutankamón: de momia perdida a héroe nacional
Los líderes políticos y los poetas saludaron a Tutankamón como un héroe nacional.
“Les recuerda su grandeza pasada», afirma la historiadora Christina Riggs, «y lo que su nueva nación, que unos meses antes había ganado su independencia de Gran Bretaña, puede lograr en el futuro”.
Los egipcios no solo reclamaban la soberanía sobre sus leyes y economía, también sobre sus antigüedades. La arqueología y el imperio estaban relacionados desde hacía mucho tiempo, con grandes excavaciones financiadas por museos europeos y norteamericanos, universidades y coleccionistas ricos como lord Carnarvon. A cambio, los inversionistas esperaban recibir hasta la mitad de las antigüedades descubiertas, de acuerdo con una tradición de décadas conocida como partage, del francés partager, “compartir”.
No obstante, los nuevos dirigentes egipcios pronto insistirían en que todos los tesoros del rey niño eran parte del patrimonio nacional y permanecerían en Egipto.
“La decisión del nuevo gobierno de mantener toda la colección de Tutankamón en el territorio fue una importante declaración de independencia cultural, «explica la egiptóloga Monica Hanna. «Fue la primera vez que los egipcios empezamos a tener de verdad la potestad sobre nuestra cultura”.
La supuesta ‘maldición de la momia’
Hubo un segundo gran descubrimiento en febrero de 1923. Carter abrió un agujero en la pared de la cámara funeraria de Tutankamón, iluminó con una linterna y miró a través de este. “Una vista asombrosa se reveló con su luz«, escribió más tarde, «una pared sólida de oro”. El muro dorado era, de hecho, parte de una gran caja o altar funerario en cuyo interior había tres santuarios más y un sarcófago de cuarcita. Dentro del sarcófago, descubriría Carter más tarde, había tres ataúdes con forma de momia, unos dentro de otros.
Lord Carnarvon se unió a Carter en la tumba para la tan esperada apertura de la cámara funeraria. Menos de dos meses después, el Quinto Conde murió a causa de una picadura de mosquito que se infectó y que le provocó sepsis y neumonía. Su fallecimiento repentino dio lugar a rumores –y a muchos artículos periodísticos imaginativos– sobre la maldición de la momia, que traía la muerte o la desgracia a quienes perturbaran el lugar de descanso del faraón.
Impertérrito, Howard Carter siguió con la excavación, ahora con el apoyo de la condesa viuda Almina Carnarvon. Sin embargo, cuando las autoridades egipcias empezaron a tomar un papel más activo en los trabajos, Carter los interrumpió en señal de protesta, lo que provocó que sus nuevos supervisores le prohibieran el acceso a la tumba. Tardó casi un año en entrar, y solo después de que él y su patrocinadora renunciaran a los bienes funerarios de Tutankamón.
Los restos del rey niño
Cuando se reanudaron los trabajos en 1925, Howard se centró en desmontar los ataúdes superpuestos, una tarea hercúlea que requería una ingeniería inteligente. El ataúd más interno estaba hecho con oro macizo y pesaba 110 kilogramos. En su interior yacían los restos momificados de Tutankamón, con una impresionante máscara de oro que cubría su cabeza y hombros, un objeto ostentoso destinado a convertirse en el símbolo del orgulloso pasado de Egipto. Sin embargo, el hombre detrás de la máscara tardaría en revelar sus secretos.
Una serie de necropsias, radiografías, tomografías computarizadas y pruebas de ADN realizadas durante el último siglo buscan arrojar luz sobre el linaje, la vida y la muerte del rey niño. Sin embargo, las pruebas apuntan en varias direcciones, una y otra vez, y quedan abiertas a la interpretación.
El padre de Tutankamón –probablemente el rey Akenatón– y su madre (cuya identidad aún se debate) eran hermanos, lo que hace que sus hijos fueran vulnerables a defectos genéticos. En el caso del joven faraón, un pie deformado pudo ser el legado del incesto real, una práctica común en su tiempo y lugar.
Su nombre de nacimiento no era Tutankamón, sino Tutanjatón (“imagen viva de Atón”). Su presunto padre –al que a menudo se hace referencia como el “faraón hereje”– había rechazado el panteón tradicional de dioses egipcios, entre los que se encontraba Amón el supremo, y adoraba a una única deidad conocida como Atón, el disco del sol. Akenatón, “siervo de Atón”, cerró los templos, se hizo con el poder y la riqueza de los sacerdotes y se elevó a sí mismo a la categoría de dios viviente.
Conclusiones contradictorias sobre su vida
Tras la muerte de su padre radical, Tutanjatón ascendió al trono a los ocho o nueve años. Más tarde supervisará la restauración de las antiguas costumbres bajo la dirección de consejeros y sacerdotes deseosos de recuperar su autoridad. Su nombre pasó a ser Tutankamón, “imagen viva de Amón”, y se casó con una hija de Akenatón y la reina Nefertiti llamada Anjesenamón (presumiblemente su media hermana). Se cree que los dos fetos momificados descubiertos en la tumba del rey niño fueron sus hijas no nacidas.
Los objetos de la tumba de Tutankamón han llevado a los estudiosos a conclusiones contradictorias sobre su corta vida. Al observar las numerosas lanzas y carrozas, algunos expertos afirman que el joven faraón llevaba una vida activa de caza y guerra. Otros observadores, al señalar el número de bastones y su pie deforme, lo imaginan como un inválido.
Las causas de la muerte del rey propuestas con el paso de los años han sido un accidente de carro, un ataque de hipopótamo, malaria y asesinato. Algo es claro: el fallecimiento del joven gobernante fue repentino e inesperado. Sus funcionarios tuvieron que apropiarse de la tumba de un cortesano, estrecha e inacabada, y reunir un amplio suministro de artículos funerarios, algunos de los cuales parecen haber sido hechos para otras figuras reales.
Los sucesores intentarían borrar de la historia casi todo rastro del hereje Akenatón y sus asociados, incluido el nombre de nacimiento Tutankatón. Por eso, para Carter y otros, buscar al rey niño fue como perseguir a un fantasma. “El misterio de su vida aún se nos escapa», escribió Howard. «Las sombras se mueven, pero la oscuridad nunca desaparece del todo”.
Este artículo es de la autoría de Tom Mueller, colaborador asiduo de National Geographic, quien ha vivido o trabajado en 48 países. Ampliamente considerado como el mejor fotógrafo arqueológico de su tiempo, Harry Burton (1879-1940) documentó cuidadosamente la excavación de la tumba de Tutankamón.
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