Ser ciudadano o ciudadana, en la Roma antigua, trascendía más allá de la participación en elecciones y el derecho al voto. En ese entonces, las mujeres disfrutaban de derechos económicos y sociales, pero tras la caída del Imperio, estos derechos experimentaron una decadencia progresiva. La pérdida de libertades no se revertiría hasta el siglo XX, marcando un largo período de limitaciones que sólo pudo superarse mediante intensas luchas políticas.
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La ciudadanía romana era un estatus social privilegiado otorgado a determinados grupos o individuos, quienes tenían acceso a derechos y estaban obligados a cumplir con deberes específicos. Para heredar esta condición, se requería que ambos padres fueran ciudadanos y estuvieran legalmente casados. Esta normativa cambió en el 212, cuando el emperador Caracalla extendió la ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio.
Aunque los hombres votaban en elecciones y participaban en asambleas para influir en la legislación, inicialmente parecía que las mujeres no podían ser consideradas ciudadanas al no tener derecho al voto. Sin embargo, esta percepción es incorrecta: las mujeres romanas eran ciudadanas de pleno derecho, destaca la profesora en Historia Antigua, Cristina Rosillo López.
A pesar de no votar, las ciudadanas eran propietarias y pagaban impuestos, se incluían en el censo, participaban en rituales cívicos y desempeñaban roles destacados en la vida pública. También podían expresar sus opiniones sobre política y tenían acceso a los centros donde se disertaban estos temas.
Rosillo López destaca en The Conversation que en la ciudad de Pompeya, sepultada por el Vesubio en el 79 d.C., se han preservado 400 grafitis electorales que solicitan el voto para candidatos locales. Entre ellos, el 15 %, están firmados por mujeres ricas propietarias y mujeres más humildes. Ellas compartían el mismo tipo de mensaje electoral que sus contrapartes masculinas.
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Todas las mujeres de la antigua Roma, soltera o casada, al fallecer su padre, alcanzaban independencia legal, según la disposiciones vigentes desde el Siglo II a.e.c. hasta el fin del Imperio. Esto implicaba pleno control sobre sus propiedades y la capacidad de gestionar operaciones como compraventas y préstamos. Debería, entonces, declarar sus bienes en el censo, el registro de ciudadanos romanos actualizado cada cinco años en el centro de Roma.
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