Algo trascendental flotaba al sur de Gran Bretaña hace unos 4 mil 500 años, durante los últimos días del Neolítico, el capítulo final de la Edad de Piedra. Sea lo que fuere –celo religioso, valentía, la sensación de un cambio inminente– hechizó a los habitantes y los llevó a un frenesí de construcción de monumentos.
En un periodo sorprendentemente breve –quizá apenas un siglo–, los habitantes, que carecían de herramientas metálicas, caballos y rueda, erigieron muchos de los enormes círculos de piedra, empalizadas colosales y grandes avenidas de rocas erguidas de Gran Bretaña. En el proceso, despojaron a los bosques de sus árboles más grandes y movieron millones de toneladas de tierra.
“Fue como una manía que arrasó el campo, una obsesión que los llevó a construir cada vez más y más grande, mejor y más complejo”, comenta Susan Greaney, arqueóloga de la organización sin fines de lucro English Heritage.
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La reliquia más famosa de aquel auge de construcción es Stonehenge, el conjunto de piedras erguidas que atrae a millones de visitantes a la llanura de Salisbury, en Inglaterra. Durante siglos, el megalito antiguo ha intrigado y desconcertado a todos los que lo han visto, como al historiador medieval Henry de Huntingdon. En un escrito que data de alrededor de 1130 –la primera referencia impresa conocida a este sitio– declaró que era una de las maravillas de Inglaterra y que nadie sabía cómo se había construido ni por qué.
En los 900 años que han pasado desde entonces, el anillo de piedra alineado con el Sol ha sido atribuido a romanos, druidas, vikingos, sajones e incluso a Merlín, el mago de la corte del rey Arturo. Sin embargo, la verdad es la más inescrutable de todas, ya que fue construido por un pueblo desaparecido que no dejó ningún lenguaje escrito, cuentos o leyendas, solo algunos huesos dispersos, tiestos, herramientas hechas con piedra y astas, y un conjunto de monumentos igual de misteriosos de los cuales algunos parecen haber eclipsado a Stonehenge en escala y grandeza.
Una de las estructuras más impresionantes, conocida hoy día como el megahenge de Mount Pleasant, se construyó en un terreno herboso elevado con vista a los ríos Frome y Winterborne. Un ejército de trabajadores utilizó picos de asta de venado y palas de hueso de vaca para cavar un enorme foso y terraplén en forma de anillo o henge de 1.2 kilómetros de circunferencia, tres veces más grande que el foso y el banco de Stonehenge.
En el interior de la enorme excavación, los constructores erigieron un círculo de postes altísimos de madera de roble de casi dos metros de grosor y con un peso de más de 15 toneladas.
“Todos conocemos Stonehenge”, afirma Greaney. “Está construido en piedra y sobrevivió; pero ¿cómo eran estas enormes estructuras de madera? Con seguridad, enormes, y habían dominado el paisaje durante siglos”.
Los anticuarios y los arqueólogos han escudriñado desde el siglo XVII los antiguos henges, montículos y círculos de piedra de Inglaterra. Sin embargo, no fue hasta hace unos años cuando se dieron cuenta de que muchos de estos megamonumentos se habían edificado más o menos al mismo tiempo, en una carrera desenfrenada. “Siempre se asumió que estos monolitos enormes habían evolucionado por separado y con el paso de muchos siglos”, comenta Greaney.
Ahora, una avalancha de tecnologías de vanguardia abre nuevas ventanas al pasado, lo que permite a los arqueólogos reconstruir el mundo de los grandes monumentos de la Edad de Piedra en el sur de Gran Bretaña –y a las personas que los erigieron– con una viveza que habría sido inconcebible hace apenas unas décadas.
“Es casi como empezar de cero”, expone Jim Leary, profesor de Arqueología de Campo en la Universidad de York. “Ahora sabemos que muchas de las cosas que nos enseñaron como estudiantes en los noventa no son ciertas”.
Una de las sacudidas más sorprendentes es el descubrimiento, a través de evidencias de ADN, de una migración masiva desde el continente europeo que tuvo lugar alrededor de 4000 a. C. La oleada de recién llegados, cuya ascendencia se remontaba miles de años hasta Anatolia (la actual Turquía), sustituyó a los cazadores-recolectores nativos de Gran Bretaña por un pueblo genéticamente distinto que cultivaba cereales y criaba ganado.
“Nadie creía que ocurriera así,” explica Leary. “La idea de que la revolución agrícola llegó a Gran Bretaña debido a una migración masiva de personas parecía demasiado simple. Todo el mundo buscaba un relato con más matices: difusión de ideas, no sólo masas de gente que viajaban en barcos, pero resulta que en verdad fue así de simple”.
Algunos de los migrantes dieron un salto corto en la parte más estrecha del canal de la Mancha, al cruzar lo que ahora es el estrecho de Dover. Otros, procedentes de Bretaña, en el oeste de Francia, hicieron travesías más largas y peligrosas en aguas abiertas hasta el oeste de Gran Bretaña e Irlanda. Algunos de estos primeros bretones se establecieron en la escarpada costa de Pembrokeshire, en Gales. Es posible que sus descendientes, unas 40 generaciones después, construyeran la primera edición de Stonehenge.
Los arqueólogos saben buscar en Gales el inicio de la historia gracias, en principio, a un agudo geólogo llamado Herbert Thomas. Si piensas en Stonehenge es casi seguro que imaginarás sus enormes trilitos de sarsen, pero dentro de la herradura de estos se esconde otro tipo de monolito mucho más pequeño: las piedras azules. A diferencia de los sarsenes, que están hechos de roca local rica en sílice, las piedras azules son por completo ajenas al paisaje. No hay ningún tipo de roca como ellas cerca de Stonehenge.
Los monolitos de piedra azul pesan en promedio 1.8 toneladas cada uno. Su procedencia y disposición en forma de anillo en el centro de la llanura de Salisbury ya eran un misterio secular cuando Thomas recibió una muestra de ellos en 1923. Entre las piezas había un tipo de piedra azul llamada dolerita manchada; él recordaba haber visto peñascos de esa misma roca muchos años antes mientras hacía senderismo en las colinas de Preseli, un páramo agreste en Pembrokeshire, a unos 280 kilómetros de Stonehenge. Tras un examen más detallado, Thomas redujo el origen de la piedra azul a los salientes rocosos llamados Carn Meini.
En años recientes, los geólogos Richard Bevins y Rob Ixer, –del Museo Nacional de Gales y el Instituto de Arqueología del University College de Londres, respectivamente–, han revisado el trabajo de Thomas con el uso de tecnologías del siglo XXI, con nombres tan rimbombantes como espectrometría de fluorescencia de rayos X y ablación láser ICP-MS. El equipo ha identificado cuatro salientes en las colinas de Preseli que proporcionaron la piedra azul para los monolitos de Stonehenge (resulta que Thomas se equivocó por solo un kilómetro o dos). Para los arqueólogos que buscan pistas respecto a la historia del monumento, es un nuevo comienzo, aún más tentador gracias a un descubrimiento en bioquímica.
El investigador belga Christophe Snoeck fue pionero en la aplicación de una técnica para extraer isótopos de los restos incinerados que revelan dónde vivió un individuo durante la última década de su vida. Analizó los huesos de 25 personas cuyos restos incinerados fueron enterrados en Stonehenge en los primeros tiempos, cuando se erigieron las piedras azules, y descubrió que casi la mitad de ellos había vivido a muchos kilómetros del anillo de piedra. Cuando se combina con la evidencia arqueológica, el norte de Devon y el suroeste de Gales son opciones muy probables.
Incluso, por increíble que parezca, fue capaz de captar las firmas isotópicas de carbono y oxígeno del humo de las piras funerarias que consumieron los cuerpos. Esto abrió otra ventana al pasado, que indica que en algunas de las cremaciones los árboles que suministraron la madera para el fuego pudieron haber crecido en bosques densos y con copas altas, y no en el paisaje poco arbolado que rodea al monumento.
“No podemos asegurar que las personas enterradas en Stonehenge procedieran del suroeste de Gales”, comenta el profesor de Arqueología de la Universidad de Oxford, Rick Schulting, “pero la arqueología es como preparar un caso judicial: se observa la preponderancia de las pruebas. El hecho de que sepamos que las piedras azules vienen en definitiva de las colinas de Preseli, en Gales, significa que ese es un buen lugar para empezar a buscar”.
Es un amanecer frío a mediados de septiembre y una niebla densa se cierra alrededor de Waun Mawn, el lugar donde se hallan las cuatro piedras antiguas restantes en las colinas de Preseli. La dramática costa de este lugar se encuentra a muchos kilómetros y a un mundo de distancia de la llanura barrida por el viento en la que hoy se emplaza Stonehenge. La niebla ha convertido al arqueólogo y explorador de National Geographic Mike Parker Pearson y a su equipo en siluetas fantasmales con picos, palas y carretillas.
Parker Pearson, experto en prehistoria británica del Instituto de Arqueología del University College de Londres, acudió a este sitio desolado para investigar la posibilidad, sugerida por primera vez en una leyenda del siglo XII, de que las piedras erguidas de Stonehenge puedan proceder de un círculo anterior en una tierra lejana.
“Las piedras sí fueron transportadas. De los cientos de círculos de piedra que hay en Gran Bretaña, Stonehenge es el único cuyas piezas fueron traídas desde una gran distancia. Todos los demás están hechos de roca local. Es algo que no podía saberse en la época de Geoffrey”.
Además, señala, esta región de Gales se consideraba territorio irlandés en la época en que Geoffrey escribía. De hecho, desde la cima de esta colina, en un día claro, se puede vislumbrar la costa irlandesa. Y luego está Waun Mawn, los restos de uno de los primeros círculos de piedra de Gran Bretaña, que data de alrededor de 3300 a. C. y está situado a pocos kilómetros de los salientes donde se sabe que se originaron las piedras de Stonehenge.
“Por alguna razón, empezaron a construirlo y lo abandonaron después de llegar a un tercio del camino,” aclara Parker Pearson sobre Waun Mawn. “Podemos ver dónde cavaron agujeros para piedras adicionales, pero nunca las colocaron”. De las casi 15 piedras que se instalaron, solo una queda en pie. Otras tres están tiradas en la hierba. El resto desapareció.
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El año pasado, Parker Pearson y sus colegas publicaron una teoría según la cual, el Stonehenge que conocemos hoy se construyó, en su totalidad o en parte, a partir de piedras procedentes de monumentos anteriores de Gales que fueron desmontados y llevados al este por una comunidad migratoria alrededor de 3000 a. C. Una piedra en particular –la número 62 en la nomenclatura de los arqueólogos del monumento– podría rastrearse hasta Waun Mawn.
La afirmación, que se emitió en un especial de la televisión británica, provocó un gran revuelo en la prensa y dividió a los arqueólogos. Algunos se mostraron escépticos de que este sitio fuera siquiera un círculo de piedras, sino solo unas cuantas rocas aisladas. Así que Parker Pearson regresó a Waun Mawn para afianzar su teoría.
Durante su excavación de seguimiento, Parker Pearson y su equipo pudieron basarse en la evidencia de que Waun Mawn era, en efecto, un círculo de piedras, y uno de dimensiones bastante similares al primer foso que rodeaba Stonehenge. Y al igual que el monumento de Salisbury, este parece haber estado alineado con el solsticio. Sin embargo, no pudieron establecer una coincidencia geoquímica definitiva entre lo que había en Waun Mawn y las piedras azules de Stonehenge, lo que podría haber probado su caso.
Sin embargo, encontrar una coincidencia exacta con cualquier piedra siempre sería una posibilidad remota, dice Parker Pearson al señalar que, de las 80 azules que los arqueólogos creen que estuvieron en Stonehenge, solo hay 43 hoy día.
“Faltan piedras allí y acá”, asegura. “Pero lo que tenemos ahora es una buena prueba de que la gente que construía el círculo en Waun Mawn se detuvo a media obra. Cavaron un agujero para la siguiente piedra y luego no lo llenaron. ¿Qué pasó? ¿Adónde fueron? ¿Dónde están las piedras?”.
Las pruebas arqueológicas –o la falta de ellas– sugieren que en Waun Mawn vivía poca gente después de 3000 a. C., una fecha que encaja a la perfección con la idea de una migración desde Gales. “Pero la ausencia de pruebas no es una prueba de ausencia”, explica Parker Pearson, quien espera volver a las colinas de Preseli para estudiar los pólenes antiguos que podrían revelar si las tierras de pastoreo se convirtieron en campos silvestres en esa época. De ser así, el hallazgo añadiría peso a su teoría de que la zona fue abandonada más o menos cuando se construyó Stonehenge.
Y si la piedra 62 del monumento de Salisbury y su curiosa forma no puede relacionarse de manera concluyente con el círculo de las colinas de Preseli, las investigaciones de los geólogos Bevins e Ixer localizaron el saliente del que procede, un poco al este de Waun Mawn. “Es un saliente que ningún arqueólogo ha observado todavía”, revela Bevins. “Como geólogos, no podemos contar el lado humano de la historia, pero sí darles un sitio nuevo para seguir el rastro”.
En unas cuatro horas de viajes desde Waun Mawn hasta Stonehenge, cuyos últimos kilómetros transcurren por la A303. Esta carretera estrecha, llena de baches y congestionada está tan cerca del famoso anillo de piedras que es casi una atracción de paso.
Si la intención de los constructores originales de Stonehenge era crear un hito que capturara la imaginación de las generaciones venideras, lo consiguieron más allá de sus sueños. Este ícono mundial es una de las mayores atracciones turísticas de Gran Bretaña, que recibía a más de un millón de visitantes al año antes de la pandemia de COVID-19. Prácticamente todos llegan por la A303, que es también una importante arteria para camiones y la carretera que toman millones de veraneantes para llegar a las populares ciudades balnearias.
En décadas recientes, la A303 se ha convertido en una autopista de cuatro carriles en gran parte de su recorrido, pero no en los pocos kilómetros a ambos lados de Stonehenge. Los embotellamientos constantes provocan que los residentes tarden una hora en ir de un pueblo a otro, en tanto que el interminable paso y ruido de los camiones desvirtúa la experiencia de visitar el monumento.
“Todo el mundo concuerda con que hay que hacer algo con la A303», afirma Vince Gaffney, profesor de Arqueología del Paisaje en la Universidad de Bradford. “La pregunta es: ¿qué?”.
Stonehenge es la pieza central de un sitio de 50 kilómetros cuadrados declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, que a su vez colinda con zonas de terreno sensible en términos de medio ambiente, una base militar y un campo de entrenamiento, y muchas comunidades pequeñas, por lo que hay pocas opciones inobjetables para el desvío de la autopista.
Una propuesta polémica de construir un túnel de tres kilómetros de longitud y cuatro carriles para sortear el sitio desató las críticas de los arqueólogos y provocó las protestas de una coalición de ecologistas y druidas. El año pasado, el Tribunal Supremo de Gran Bretaña dio la razón a los manifestantes y suspendió el proyecto de 2200 millones de dólares.
Irónicamente, el sorprendente descubrimiento de un anillo de 1.6 kilómetros de ancho formado por enormes fosas alrededor del cercano henge de Durrington Walls, realizado por excavadores neolíticos hace unos 4 mil 400 años –cerca del punto álgido del auge de construcción–, contribuyó a detener a los excavadores de túneles del siglo XXI. Las fosas fueron reveladas en 2015 por un estudio de teledetección de alta tecnología de 1,200 hectáreas del paisaje de Stonehenge que dejó ver docenas de monumentos inesperados.
“Nos dimos cuenta de estas anomalías en ese momento, pero estábamos demasiado ocupados con todo lo demás para darle seguimiento”, narra Gaffney, quien codirigió la investigación. “Más tarde, cuando volvimos, vimos que teníamos estos enormes pozos que formaban un arco gigante alrededor del henge. Poseía una escala que nadie había visto antes”.
Era tan colosal e inesperado que, cuando el equipo anunció su hallazgo en 2020, sus afirmaciones fueron recibidas con un escepticismo generalizado, y los pozos del tamaño de una casa fueron descartados como socavones de origen natural. Sin embargo, investigaciones adicionales demostraron que el anillo de pozos había sido excavado por personas hacia el final del gran auge de la construcción neolítica, lo que añadió otra capa de misterio a la época.
“Tarde o temprano habrá que hacer algo”, confirma Mike Pitts, arqueólogo y editor de British Archaeology. “El temor es que tomen el camino fácil y amplíen la autopista existente a cuatro carriles, y eso es algo que nadie quiere”.
En cuanto a los creadores de Stonehenge, las fosas de Durrington y otros incontables monumentos, uno no puede evitar pensar que les habría encantado la idea del túnel, debido a los estragos que ellos mismos causaron en su entorno con su avidez de construcción. Los antiguos bosques de Gran Bretaña se llevaron la peor parte, no solo por los miles de enormes robles talados para construir esas colosales empalizadas, sino también por los miles más necesarios para erigir Stonehenge y otros megalitos. “La gente no se da cuenta de la gran cantidad de madera que se necesitaba”, apunta Pitts.
En el caso del monumento de Salisbury, el transporte de docenas de enormes bloques de sarsen –en promedio de 18 toneladas cada uno– durante 24 kilómetros para luego erigirlos en el lugar habría requerido grandes trineos de madera, una enorme cantidad de andamiaje y quizá kilómetros de vías de madera sobre las cuales arrastrar los trineos cargados.
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A pesar de lo impresionante que es Stonehenge, hay que conducir otros 30 kilómetros hacia el norte, hasta el megahenge de Avebury, para captar la verdadera escala y diversidad del auge de construcción. En tanto que el primero tiene reconocimiento mundial y sus famosos trilitos de sarsen, el segundo, como dijo el anticuario del siglo XVII John Aubrey, “supera en grandeza al tan renombrado Stonehenge [sic], como una catedral a una parroquia”.
El henge de Avebury tiene cerca de un kilómetro y medio de circunferencia, tan grande que casi todo su pueblo homónimo –que incluye un pub, cabañas con techo de paja y pastizales salpicados con ovejas– cabe con comodidad en su seno. El círculo de piedras en su interior, de más de 300 metros de diámetro, es el más grande del mundo. Hay dos círculos más dentro y una gran avenida de piedras erguidas que se aleja de él y se extiende unos dos kilómetros y medio por el campo hasta un círculo de piedra y madera más alejado.
Y, por si fuera poco, la inquietante masa de Silbury Hill, compuesta por 450 mil toneladas de tierra –el mayor montículo hecho por el hombre en la Europa prehistórica–, está solo a 20 minutos a pie.
Escondido en este apacible tramo de terreno a lo largo del río Kennet, a solo un kilómetro más o menos corriente abajo, se encuentra lo que Josh Pollard, profesor de Arqueología de la Universidad de Southampton, denomina los “gigantes dormidos” del paisaje de Avebury: una serie de empalizadas construidas con los troncos de más de 4 mil robles antiguos.
Durante las excavaciones del verano pasado, Pollard y su equipo descubrieron otro enclave de madera, de unos 90 metros de diámetro, y dentro de él los cimientos de una enorme casa rectangular de más de 30 metros de largo, con paredes gigantescas hechas de madera que se elevaban hasta 12 metros sobre el suelo. “Esto debe haber sido un espectáculo realmente asombroso”, cavila Pollard.
Sin embargo, a pesar de toda la grandeza de Avebury y de los demás monumentos cercanos, es el río Kennet, que fluye por la tranquila campiña de Wiltshire a unos cientos de metros de distancia, lo que Pollard considera la clave para entender la mentalidad de los neolíticos que construyeron todo esto.
“Creo que el río era más importante para ellos que los monumentos que construyeron junto a él”, afirma. “Se puede ver en la creación de Silbury y en la relación del río con las empalizadas. Desempeña un papel de enlace con los monumentos de aquí, tal como el río Avon con el paisaje de Stonehenge”.
En los albores del siglo XXV a. C., los británicos debieron estar al tanto de los cambios tecnológicos trascendentales que se producían en el continente con el desarrollo en el trabajo del metal. De hecho, es posible que ya utilizaran herramientas de cobre adquiridas mediante el comercio.
“Es difícil imaginar que algo como las palizadas de Avebury se hiciera sin herramientas de cobre”, comparte Pollard y añade que es casi seguro que esas herramientas se reutilizaran y reciclaran muchas veces durante los siglos siguientes, por lo que es poco probable que se desentierre alguna en los sitios de construcción neolíticos.
Lo que provocó el extraordinario auge de la construcción, y cómo y por qué llegó a su fin, permanece como un misterio sin resolver. Sin embargo, los arqueólogos observan una conexión inquietante con el apogeo de la Edad de Bronce, que llegó a Gran Bretaña a través de otra migración masiva desde el continente.
“Las fechas son en extremo cercanas”, comparte Susan Greaney, de English Heritage. “¿Este auge en la construcción de monumentos fue una reacción frente a los cambios que sabían que se avecinaban? ¿Sintieron que una época llegaba a su fin? ¿O pudo ser que la misma construcción de monumentos fue la que provocó un colapso en la sociedad o en su sistema de creencias que dejó un vacío que otros vinieron a llenar? ¿Hubo algún tipo de rebelión contra una autoridad que ordenaba toda esta construcción insostenible?”.
De uno u otro modo, un siglo después de la finalización de Stonehenge, oleadas de colonos genéticamente distintos llegaron desde el continente. La historia se repetía 100 generaciones después, salvo que esta vez los ancestros de los recién llegados se remontaban miles de años a las estepas euroasiáticas en lugar de a Anatolia.
El llamado pueblo de los vasos campaniformes trajo nuevas creencias, nuevas ideas, su distintiva cerámica en forma de campana y las habilidades metalúrgicas que definirían la era venidera.
Los agricultores neolíticos que construyeron Stonehenge y otros monumentos se desvanecieron en la historia, y su ADN prácticamente desapareció del acervo genético de Gran Bretaña. El paisaje alrededor de Stonehenge siguió siendo un lugar importante de sepultura, pero la era de los megamonumentos había terminado.
Este artículo es de la autoría del residente en la costa sur de Inglaterra, Roff Smith. Está ilustrado con fotografías de Reuben Wu, un artista multidisciplinario que utiliza la tecnología para conceptualizar el tiempo y el espacio en la narración de historias. Alice Zoo, una fotógrafa documental cuyo trabajo explora las ideas de ritual y significado, también acompañó con sus fotografías al proyecto.
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