Han pasado más de 7 décadas desde que ‘Little Boy’, la bomba atómica de uranio, estalló sobre Hiroshima. El 6 de agosto de 1945, la ciudad se desvaneció bajo el impacto de 4 mil grados centígrados, en un radio aproximado de 4.5 kilómetros. Debajo del hongo atómico, cerca de 140 mil personas fueron asesinadas por el gobierno de Estados Unidos. Muchos de ellos, sólo dejaron atrás su sombra.
Sucedió a las 8:15 de la mañana. Después de que un Boeing B-29 Superfortress dejara caer la bomba de uranio —que nunca antes había sido probada experimentalmente—, toda la firmeza que Japón había mantenido durante la Segunda Guerra Mundial se resquebrajó. Edificios, corporativos, viviendas: muchos de ellos sencillamente desaparecieron tras el impacto.
Sus fantasmas quedaron impresos en el suelo.
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Antes de Little Boy y Fat Man —las bombas atómicas que Estados Unidos envió a Japón—, Hiroshima y Nagasaki eran dos de las ciudades más grandes del país, documenta Live Science. Se escogió la primera de ellas como un escenario ideal para “una destrucción rápida y absoluta”, según la describió el presidente Harry Truman.
Ante la decisión de Japón de no bajar la guardia frente a la fuerza de los Aliados, Estados Unidos decidió poner un punto final a la guerra. De no obtener una «rendición incondicional», documenta la BBC, tendrían que tomar medidas definitivas para terminar con el conflicto bélico. Sin una respuesta que atendiera a sus intereses, Truman no escatimó.
Como Hiroshima no había sido bombardeada antes, a las fuerzas aliadas les pareció un buen escenario para probar la aportación innovadora del ejército estadounidense. La bomba explotó al aire, a unos 600 metros del suelo. Su influencia alcanzó un radio 7 veces más grande.
Justo cuando el Imperio de Japón empezaba a asimilar el impacto de la primera eclosión, Estados Unidos detonó una segunda bomba atómica sobre Nagasaki, el 9 de agosto de 1945.
Bicicletas, edificios, personas: las sombras que quedaron en Hiroshima son el recordatorio ominoso que dejó Little Boy sobre las calles de la ciudad. Aquellos que recibieron el impacto de fisión nuclear a metros de distancia sencillamente se desintegraron. Quienes lograron escapar, se quedaron con estragos vitalicios: en el cuerpo, con las marcas de un experimento bélico; en la mente, con la pérdida.
El gobierno local decidió, en ese entonces, no limpiar las siluetas que quedaron impresas sobre el pavimento. Por el contrario, las sombras de Hiroshima servirían a generaciones futuras para recordar las hostilidades que la Segunda Guerra Mundial había traído sobre la humanidad.
Sin embargo, con el paso del tiempo y las inclemencias de la intemperie, algunas de ellas se empezaron a desvanecer. Aunque los efectos de la guerra seguían impresos en la mente y en el cuerpo de las víctimas sobrevivientes, aquellos monumentos de memoria se deslavaron. Por ello, el gobierno japonés retiró algunas de las placas que seguían visibles, y las colocó en el Museo Conmemorativo de la Paz en Hiroshima.
En ese recinto, descansan restos de ropa, ruinas de edificios y fotografías que quedaron después de la explosión. Las sombras de Hiroshima se resguardan ahí también, como lápidas anónimas. A veces también se les ve en las calles, como testigos silentes que observan la cotidianidad pasar.
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