Al final de una estrecha y húmeda callejuela irrumpe en Luang Prabang un sonido grave y entonado. A medida que avanzo, va cobrando forma, es un cántico alegre y sostenido que proviene del interior de un templo budista. Hay una enorme puerta de madera chapada en metal en la que aparecen dos grandes guerreros con cara de dragón custodiando el recinto.
Texto: Miguel Ángel Vicente de Vera
La oscuridad transita hacia una media penumbra construida a base de cientos de velas. Las paredes están decoradas con pinturas de batallas milenarias, palacios de ensueño y grandes imágenes de buda. Al fondo hay un pequeño altar presidido por una escultura de un buda sonriente, revestida en pan de oro. Está rodeada por otras pequeñas figurillas, guirnaldas, flores y ofrendas con arroz.
En el centro de la sala hay unos 40 jóvenes budistas con edades que oscilan entre los 10 y los 20 años sentados sobre unas esterillas. El lejano sonido deviene en canto celestial.
La música construye una armonía a modo de canon: un grupo de voces canta una melodía y al cabo de unos instantes otro grupo repite esa misma melodía, generando una sensación de canto total, que abarca todo el espacio.
Gran parte de estos rezos recuerdan las enseñanzas de Siddhartha Gautama, también llamado Buda, que significa “El que se ha iluminado”. También son alabanzas y exorcismos, recetas para atajar los males y enfermedades. El oído occidental, tan poco acostumbrado a estas sonoridades, queda hipnotizado y abrumado por estos cánticos que parecen dirigirse a un estado superior del alma.
A pesar de que para el turista americano es un nombre desconocido, muchos aseguran que se trata de una de las ciudades más hermosas y de todo el Sudeste Asiático.
La ceremonia de entrega de limosna o Tak Bat es una de los acontecimientos más bellos y singulares de Luang Prabang. Cada día, sobre las 5:30 de la madrugada, justo cuando el sol comienza a despuntar, aparecen varios grupos de jóvenes budistas que caminan en fila india en absoluto silencio por las calles de la ciudad para recoger las ofrendas de que le entregan los vecinos y los turistas. Visten una túnica naranja, unas sencillas sandalias de cuero y una bolsa de mimbre en la que recogen el arroz y la fruta que les entregan. A pesar de la sencillez de su atuendo, emanan una elegancia y solemnidad que deslumbra, como si fueran unos apóstoles de la luz.
En muchos casos este será su único alimento del día. Su vida está dedicada a la oración y recogimiento, no a trabajar. Pero que nadie piense que la vida de un monje budista es la de un holgazán. Al revés, sus días transcurren en una férrea disciplina. Madrugan todos los días a las 5:00 horas, rezan continuamente, practican meditación, estudian filosofía, historia, matemáticas, ayudan en las labores del templo y no tienen jamás una compensación económica. Viven únicamente de lo que la comunidad les entrega.
Con sus 4,880 kilómetros, es el octavo más largo del mundo, y atraviesa todo el país de norte a sur. De un intenso color marrón chocolate, es fuente de vida para los laosianos. Les provee alimento, trabajo, energía y vías de transporte. En las orillas del río abundan unos sencillos restaurantes donde disfrutar de unas puestas de sol junto a una Lao Beer, la cerveza nacional. Las barbacoas de chancho, pollo y verduras también son famosas, así como la ensalada de papaya picante con cilantro y azúcar de palma y ají.
En el siglo XIV, Luang Prabang alcanzó su esplendor, bajo el reino de La Xang, fue en esa época cuando adquirió el mítico nombre de «El Reino del Millón de elefantes», siendo un foco cultural y artístico de la región, compitiendo con el mismísimo reino de Siam. Siempre prevaleció su naturaleza sacra, como centro de estudios budistas.
En la construcción del tejido urbano, destaca la arquitectura colonial francesa, que marcó la segunda mitad del siglo XIX, cuando Laos formaba parte de los llamados territorios de Indochina. Se trata de unos encantadores edificios de estilo francés, de dos plantas con balcones adornados y fachadas encaladas.
Los templos budistas construyen el contrapunto de la ciudad. Los laosianos están ricamente ornamentados, con las paredes y techos pintados, esculturas y altares rebosantes de obras de arte. Una singularidad son sus techos, con varias capas superpuestas en forma de V invertida.
La mejor manera de descifrar esta evocadora ciudad, es en bicicleta. Alquilar una es fácil y barato. Tan solo hay que dejarse llevar y perderse por el entramado de calles centenarias.
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