Llegué a Culiacán a mediados de septiembre, pocos días después de que lo hiciera Diego Armando Maradona para dirigir a los Dorados, el equipo de futbol local (en una ciudad de filiación beisbolera, cuyos Tomateros acaparaban la memorabilia del lugar, desde la tienda de souvenirs del aeropuerto hasta puestos en los centros comerciales). Su presencia reciente había levantado un pequeño alboroto en la cotidianidad de la capital sinaloense. En el hotel en el que me hospedé –y que, al decir de muchos, también se alojaba él, o se había alojado, según otras versiones– se podían ver grupos de argentinos ajetreados y equipos de televisión transmitiendo junto a la piscina, para una cadena de deportes que reproducía de manera simultánea una televisión en el extrañamente solitario bar del hotel.
Texto: Claudia Muzzi
Antes de aterrizar, las nubes aborregadas se cernían sobre un cielo claro y sombreaban las vastas y llanas extensiones de tierra lista para la cosecha que rodean la ciudad. No me prepararon para la humedad untuosa que se te mete en la nariz y recubre pulmones y piel apenas bajas del avión. No esperaba este calor casi sólido, que te inhabilita y empuja a una bebida helada tras otra mientras se escurre la tarde.
No había imaginado que Culiacán pudiera ser tan frondosa y tan húmeda, como si una vocación arbórea pusiera resistencia a la latitud norteña que sugeriría climas más desérticos y extremosos.
Pero, por lo menos en lo poco que llevaba de conocerla, me sorprendió la cantidad de vegetación. La avenida en la que se ubicaba el hotel estaba flanqueada por árboles enormes –de donde provenían cantos estridentes y desconocidos de aves ocultas– y, a espaldas de mi alojamiento, el Parque Las Riberas, que corre paralelo al río Humaya, acogía montones de paseantes que, a pie o en bicicleta, mitigaban la calurosísima y soleada tarde culichi.
Para la cena, nos dimos cita con Ernesto Diezmartínez, crítico de cine y espléndido anfitrión en Cayenna, uno de los restaurantes más recomendados de la capital sinaloense y, como comprobamos, muy para dejarse ver. Ernesto nos introdujo con su agudeza característica a las sutilezas de la vida en su ciudad. El aguachile de camarón y caracol de la Baja con emulsión de chiles tostados con el que empezamos mantuvieron muy alta la idea que me había hecho de la cocina vernácula. Luego vinieron los espectaculares camarones con mollejas a las brasas y la lonja de robalito zarandeado con salsa de miltomates y pasilla, calabazas y cebollita salteada con emulsión de jalapeño y tierra de chiles.
EL JARDÍN BOTÁNICO
Además de la famosísima comida sinaloense, lo que puso en el radar a Culiacán hace alrededor de seis años fue la renovación de su jardín botánico con una serie de piezas de arte realizadas in situ por varios de los creadores más prominentes de la escena contemporánea. Llegué a las ocho de la mañana y conté con la fortuna de que me acompañaran Carlos Murillo, director del jardín, y Erika Pagaza, curadora y directora científica. Iniciamos el recorrido por la colección de bonsáis que, si bien inició con ejemplares cultivados mediante la tradición pura japonesa, se ha adaptado a la flora mexicana y aplicado la misma técnica a especies regionales.
La hora del recorrido es perfecta. Se intuyen el calor y la humedad que ya habíamos padecido el día anterior. “Es atípico –me dice Carlos–, debes haber venido en el día más húmedo del año”, pero el microclima que crea el jardín nos resguarda de ellos. Los rayos de sol oblicuos dotan a un seto de heliconias rojas de un brillo translúcido y, al mismo tiempo, intenso. De no creerse.
Dividido por regiones climáticas, el jardín es una manifestación de amor como pocas. Lo que a simple vista parecería una colección extensa de plantas, al transitarlo, se convierte en muchos microcosmos cuidados y especializados. La vista se familiariza con el entorno y comienza a distinguir texturas y patrones; a correlacionar especies con su entorno.
Lo fascinante del jardín no es la acumulación compulsiva. Es la armonía que trasmina, el sonido del agua que te acompaña durante todo el recorrido, la idea bien estructurada que hay detrás y trasciende el objetivo botánico del coleccionismo para convertirse en un proyecto de regeneración del tejido social. Cuando de pronto te encuentras con las piezas de arte creadas ex profeso para este jardín, te obligan a reflexionar sobre el lugar en el que te encuentras. Como la pieza de Teresa Margolles, artista culichi que fundó el colectivo SEMEFO y cuya obra gira en torno a la muerte. Las tumbonas de concreto elaboradas con agua utilizada para lavar cadáveres de la morgue de la ciudad remiten a los muertos que ha dejado la violencia en nuestro país, en especial en Sinaloa, estado marcado por los enfrentamientos del crimen organizado y que, desafortunadamente, era en lo primero que la gente pensaba tras la mención del estado.
De hecho, esta pieza se vincula con otra vocación del jardín. Hay un vivero que nutre lo que se presenta en exhibición, así como árboles para llevar a comunidades. El jardín hace un trabajo muy importante en términos de intervención social: cuenta con un proyecto que se llama Espacios Verdes Apropiados, mediante el cual intervienen parques o zonas ubicados en lugares con altos índices de violencia, donde buscan replicar un pequeño jardín para que toda la comunidad se involucre en su construcción y mantenimiento.
Crear comunidad es otro de sus objetivos y lo consiguen también desde el ámbito cultural. Además del audiorrecorrido en el que se hace referencia a libros vinculados con las plantas –como el baobab con El Principito–, en el jardín hay espacios para talleres literarios, un cineclub que proyecta diversos ciclos fílmicos y actividades culturales.
Habrá sido el calor, la humedad o el entusiasmo desbordante que nos invadió tras la visita, pero hacia mediodía parecemos levitar con una felicidad inédita y sedienta que nos lleva a hacer una pausa para visitar una de las muchas recomendaciones de Tania Chaidez, coordinadora de comunicación del jardín e insider culichi, con los mejores consejos para comer en la ciudad. El. Que. Cvi.Che es una marisquería informal –un favorito de los jóvenes culichis– con paredes de enrejado de troncos livianos, sombreada y fresca. Revivimos gracias a micheladas con clamato, y camarón, pulpo y callo de hacha en aguachile, pródigo y satisfactorio, sin salsas abrumadoras, orgulloso de la generosidad y frescura de cada uno de sus productos.
Volvemos al jardín cerca del atardecer. Tenemos cita para Encounters, del artista californiano James Turrell, quien trabaja con luz y sonido. Su pieza en el jardín forma parte de los Skyspaces, observatorios colocados alrededor del mundo donde la contemplación del ocaso o amanecer es intervenida mediante variaciones artificiales de luz para redefinir la relación que hay con el espacio y la percepción cromática. Consiste en la visión del cielo desde un tragaluz en una estructura esférica con reminiscencias del imaginario de la cultura pop de ovnis y alienígenas de los años cincuenta. Una vez dentro, nos recostamos boca arriba, con la vista fija en el tragaluz. La hora en la que se programan las visitas está determinada por la hora estacional del atardecer o el amanecer, de manera que presenciamos el cambio en el colorido del cielo, de azul a anaranjado y rosáceo, hasta que se vuelve negro total y, entonces, se lleva a cabo una inversión casi ontológica: dejas de ser el ente que contempla el cielo para volverte el objeto al fondo de esa pupila negra en la que se ha convertido el agujero en el techo. El universo te observa ahora.
EL HADA DEL ARROZ
Debo confesar que cuando nos recomendaron un lugar de sushi en Culiacán dudé por un momento. En los últimos 25 años no hay un género de comida que se haya masificado de igual manera que el sushi bar: lo encuentras en cualquier lado y es la salida segura para el antes o después de una ida al cine sin muchas pretensiones. Pero el Sakagura es otra cosa. Es un destino culinario. Cuenta con dos cualidades imprescindibles: la técnica y la materia prima.
Así, cuando te sientas a la barra frente a los cocineros con un sake de producción local, nada te prepara para el menú de degustación que verás prepararse ante tus prejuiciados ojos. El omakase del Sakagura ofrece atún tataki, shiromi jalapeño con tempura, fritura de hinojo con espejo de jalapeño; akami de atún, hirami con sal maldom, king salmon de Nueva Zelanda. Cuello de salmón de fritura profunda; nigiri de toro, la parte más grasa del atún, sopa de miso y un pescado de emplatado tridimensional llamado hagi.
Para cerrar, un helado de aguacate (por su grasa, esta fruta parece que nació para ser helado), sorbetes de lichi y de yusu, un cítrico parecido a la lima. Con cada bocado, la emoción se volvía epidérmica, algo parecía cobrar sentido, entiendes el porqué de los cortes, el criterio que anima la selección de los ingredientes y la meticulosidad en cada gesto.
Algo han hecho bien en esa ciudad. Cuando pienso en Culiacán, a más de seis meses de mi visita, no pienso en violencia o carteles sino en un remanso verde, en su aire balsámico y en una buena conversación alrededor de un aguachile prodigioso.
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