En el sur de Marruecos, en un viaje de siete días recorre un océano de dunas colosales en camello por las arenas del Sahara.
Texto: Chino Albertoni
El sur de Marruecos es un océano de arena. Cubriendo cientos de miles de kilómetros cuadrados, el desierto del Sahara se extiende como un inabarcable manto de dunas que pareciera no tener fronteras. Inhóspito y misterioso, ese paisaje es siempre un atractivo especial para aquellos viajeros a quienes les apasiona la aventura.
La puerta de entrada a esa geografía sahariana es Zagora, pequeño pueblo marroquí desde el que han partido históricamente las caravanas de camellos que recorren el desierto para llegar a la mítica ciudad árabe de Tombuctú en un increíble viaje de más de 50 días.
“El Sahara es el lugar que veneramos porque ha sido el hogar de nuestros ancestros desde el inicio de los tiempos”, dice Fahd, un joven de ojos profundos y oscuros que pertenece a la etnia de los bereberes, antiguos pobladores de la región septentrional de África que fueron dueños de estas tierras hasta la llegada de los árabes en el siglo VII.
Aún conservan muchas de sus viejas tradiciones, incluido no solo su propio lenguaje, sino también un sistema de gobierno de reminiscencia feudal, el cual les ha dado cierta autonomía respecto al estado marroquí.
Usualmente vestido con una larga túnica azul, Fahd es uno de tantos en Zagora que ofrecen salir en camello para internarse en el desierto a lo largo de un apasionante viaje de siete días.
Una increíble experiencia cuyo costo ronda los 250 dólares si se contrata directamente en Zagora. Regatear el precio siempre es aconsejable.
“El desierto exige andar durante las horas frescas del día para evitar el castigo del sol, especialmente en los meses de verano, cuando las temperaturas son muy altas”, explica Fahd.
Además de los camellos, las provisiones son esenciales e incluyen varios botellones de agua, harina para preparar pan, algunos pocos elementos de cocina para calentar al fuego y pilares de madera que servirán para sostener los toldos de lana de cabra de las tiendas que se levanten en el desierto.
A poco de salir de Zagora y en dirección hacia el sur, los camellos se internan en un páramo de arena interrumpido de tanto en tanto por alguna higuera reseca, palmeras o algún pastor solitario acompañado de un burro de carga con bolsas maltrechas. Lejos aún en el horizonte se alcanza a percibir las formas curvas de las primeras dunas del camino.
Al segundo día se atraviesa la aldea de Tamegroute, un antiguo centro religioso islámico que posee una biblioteca legendaria repleta de textos coránicos, entre ellos un libro sagrado del siglo XII que es guardado con lógico recelo.
Al tercer día se llega a las colosales dunas de Tinfou, conocidas popularmente como las dunas doradas por el color que toman al darles la luz del sol del amanecer. Sus 200 metros de altura resultan sobrecogedores.
Tras Tinfou, el trayecto se hace desmesuradamente íntimo. Solo hay arena en la geografía y un sol que abrasa al mediodía, tanto como para ponerle un paréntesis a la marcha sobre los camellos. El recorrido sigue hacia el sur hasta que la marcha se detiene al atardecer, en un punto muy cercano a la frontera de Marruecos y Argelia.
Esa noche, la tienda se arma junto a un pequeño oasis que parece arrancado de una vieja película sobre la Legión Extranjera y, a la mañana siguiente, se emprende el camino de regreso. Nuevamente las dunas colosales, las higueras raquíticas en las cercanías de Tamegroute, los pastores solitarios y ese arroyo de aguas escasas al llegar a Zagora tras una semana de marcha por el Sahara.
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