Suiza tiene un espacio protegido para que nunca deje de ser salvaje.
Nada de fuego, nada de perros, no bañarse. La lista de prohibiciones es larga. Incluye deshojar flores, alimentar animales y recoger madera. No se puede sacar nada, exceptuando los residuos de nuestro picnic, esos hay que llevárselos. ¿Acampar o ir en bicicleta? Olvídense por completo. Y pese a todo, y tal vez debido a ello, detrás de los pictogramas de todo lo que está prohibido en los accesos al Parque Nacional Suizo comienza un mundo salvaje.
«Naturaleza pura, tan intacta como resulta posible», afirma el vigilante del parque, Domenic Godly. «Desde aquí uno se adentra en un paisaje natural abandonado a sí mismo casi por completo».
Y eso desde hace 100 años. El primero y hasta hoy único parque nacional de la región alpina con categoría de protección 1a, la más alta de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN), fue fundado el 1 de agosto de 1914.
Unos meses antes, el diputado Walter Bissegger había hecho esta pregunta en el Parlamento suizo: «¿Queremos crear para animales y plantas un santuario en el que evitemos en la mayor medida posible cualquier influencia humana, en el que no suene ningún disparo ni ningun hacha y en el que no pueda pastar ningún animal doméstico?.
La gran mayoría de los diputados votó a favor. «Este trabajo de pionero fue posible sobre todo por el hecho de que los habitantes y los municipios afectados firmaron un pacto para alquilar grandes partidas de terreno en la región de Baja Engadina y se retiraron ahí», dice el director del parque, Heinrich Haller.
Fue una decisión que hubiera sido imposible de tomar apenas unos pocos meses después. «El estallido de la Primera Guerra Mundial también desató el pánico en la neutral Suiza», dice Haller. «Es incierto si en aquel contexto se hubieran aprobado los fondos necesarios para erigir y conservar el Parque Nacional».
Los excursionistas de hoy se benefician de la firme decisión de entonces: Pueden recorrer al menos 1,400 metros de altura sobre el nivel del mar el terreno de 170 kilómetros cuadrados en el que reposan árboles muertos, ríos salvajes cargados de fuerza, y pendientes con cabras en lugar de vacas, restos de avalanchas en las que en ocasiones todavía se encuentra algún cadáver.
Una de las reglas más importantes del parque es: Nunca abandonar los caminos marcados. «De lo contrario esto dejaría pronto de ser salvaje», afirma Haller. «El ciervo rojo, un animal muy sensible, se sentiría perturbado. Los animales se retirarían a lugares apartados y apenas se los podría ver».
Aquí hay unos 650 tipos de plantas. Especialmente hermosas son las flores de primavera de los prados no abonados. Ciervos rojos y marmotas cruzan los caminos. Con prismáticos y algo de suerte se pueden divisar cabras, los animales del escudo del cantón de los Grisones.
«También habría que mirar al cielo», recomienda el guarda forestal Godly. «Entre nuestras 100 especies de pájaros hay algunas especialmente impresionantes». Como por ejemplo, el en su día extinguido ave quebrantahuesos: Su reintroducción en 1991 fue una de las muy raras pero bien pensadas intervenciones en este mundo natural, en el que gracias a las estrictas normas de protección puede desarrollarse de manera tan rápida como antes de la aparición del ser humano.