Creperías, panaderías, o un baño en el Atlántico son las pausas perfectas para quienes viajan en dos ruedas.
Pintorescos pueblos, imponentes catedrales, acantilados golpeados por el oleaje: Bretaña es una región realmente encantadora. No es de extrañar, por tanto, que cada año multitudes de turistas invadan el extremo más occidental de Francia. Sin embargo, quien viaja por Bretaña en bicicleta, lejos de las carreteras costeras muchas veces congestionadas por coches, encuentra tranquilidad ante el barullo. Circulando por angostas carreteras rurales o por carriles para bicicletas, se puede explorar la región de forma muy agradable.
Pero cuidado: aunque el cerro más alto de Bretaña no mida ni siquiera 400 metros, el paisaje es todo menos plano. Bajando y subiendo constantemente, el viaje en bicicleta pasa por terrenos llenos de colinas. Y muchas veces el viento sopla en la cara, por lo que se necesita una condición física no demasiado mala. Sin embargo, las numerosas creperías, panaderías y restaurantes que se encuentran junto a las carreteras convierten las pausas necesarias, y también las voluntarias, en un placer. Y para refrescarse, el ciclista cansado siempre puede darse un baño en el Atlántico. Los ciclistas pueden elegir entre numerosas rutas. Una buena orientación la ofrecen las «voies vertes», los «caminos verdes», que atraviesan amplias zonas de Bretaña. Los carriles para bicicletas están perfectamente señalizados y discurren por el paisaje junto a caminos sin mucho tráfico. Además están bien marcadas numerosas rutas ciclo turísticas locales.
En dos semanas, el ciclista se puede hacer una buena imagen de las diferentes regiones de Bretaña. Un posible punto de partida es Quimper, donde las delgadas torres de la catedral de St. Corentin, construida a partir del año 1240, se alzan sobre las engalanadas casas de paredes entramadas en el centro histórico de la ciudad.
En el mercado queda claro, tras un largo viaje en tren donde las bicicletas viajan en el compartimiento de al lado, que efectivamente hemos llegado a Francia. Aquí desempeñan un papel importante los placeres opíparos, como demuestra la enorme oferta de puestos de mercado: junto con otras muchas delicias se ofrece una impresionante cantidad de cangrejos, gambas, mejillones, ostras, langostinos y langostas.
El viaje continúa por un antiguo tramo ferroviario hacia la pequeña ciudad de Locronan con sus calles adoquinadas cerradas al tráfico. La mayoría de las casas están hechas de piedras graníticas. El centro de la localidad no ha cambiado desde el siglo XVII, el escenario perfecto para películas históricas. Además, cada seis años se realiza en Locronan una de las mayores peregrinaciones de Bretaña, una región donde de por sí no escasean las romerías. Creyentes y curiosos se reúnen para la «Petite Troménie», una procesión en honor a San Ronan de Bretaña, un ermitaño que encontró su última morada en la iglesia de estilo gótico tardío. Desde Locronan seguimos viaje a Morlaix atravesando la región de Haut-Finistère. A finales del siglo XVI y principios del XVII se construyeron aquí numerosos templos ostentosos en el marco de la Contrarreforma. Las ciudades de Guimiliau, Lampaul-Guimiliau y St. Thégonnec compitieron entre sí para tener la iglesia más pomposa y mandaron construir con muchos detalles artísticos osarios, monumentos religiosos, arcos de triunfo y suntuosos altares barrocos adornados con figuras y escenas bíblicas esculpidas.
Detrás de Morlaix, una localidad casi aplastada por un gigantesco viaducto ferroviario, aparece el mar. La costa de granito entre Trégastel y Perros-Guirec con sus formaciones rocosas de color rosa es espectacular.
Un paseo por el Sentier des Douaniers, el Sendero de los Aduaneros, ofrece un sinfín de vistas panorámicas dignas de ser fotografiadas: en el paisaje de brezales se amontonan formaciones rocosas con nombres extravagantes como Bruja, Castillo del Diablo, Sombrero de Napoleón o Calavera.
El alto contenido de feldespato les da el característico color rosa. Ahora, el camino conduce, siempre junto al mar, a Côte Emeraude, con Cap Fréhel como clímax paisajístico. Los acantilados de arenisca, machacados por el viento, caen hasta una profundidad de 70 metros. Sobre sus puntos más altos chillan gaviotas y otros habitantes de la reserva ornitológica. A pocos kilómetros de distancia se alza sobre el Atlántico el Fort la Latte con sus torres de castillo, puente levadizo y muros de defensa. El fuerte, reconstruido meticulosamente después de los destrozos causados durante la Segunda Guerra Mundial, solo está comunicado con la tierra firme mediante un dique artificial.
El punto final y culminante del viaje es el monte Saint-Michel con su famosa abadía, situada en una isla, directamente en la frontera entre Bretaña y Normandía. «El «monte sagrado» de construcciones románicas y góticas se alza en un espacio muy pequeño hasta una altura de casi 160 metros, rodeado de un paisaje barroso. El ambiente es muy especial durante el horario de apertura nocturno, cuando el sol que se pone sobre el mar hace brillar los empinados muros sobre el jardín del monasterio. Sin embargo, incluso cuando hace mal tiempo y el cielo está nublado, este Patrimonio de la Humanidad se fija durante mucho tiempo en la retina del visitante.
Información básica
Cómo llegar: En coche vía Rennes a Quimper. Con la bicicleta en tren a París y de allí en tren de alta velocidad (TGV) a Bretaña. Para el TGV, la reserva es obligatoria. En avión se puede llegar a Rennes y de allí seguir en coche de alquiler o bicicleta.
Cuándo viajar: La temporada alta comienza en junio. Julio y agosto son los meses de vacaciones en Francia. También tiene su encanto visitar la región en primavera u otoño. A partir de mediados de septiembre prácticamente no hay turistas.
Alojamiento: Para los que viajan en bicicleta son interesantes los Chambres d’Hôtes, cuartos privados en pequeños pueblos o en el campo. A lo largo de los senderos, rutas cicloturísticas y vías fluviales hay muchos Gites d’Etape, parecidos a albergues juveniles, aunque el alojamiento en ellos está limitado a un máximo de dos noches.