En el remoto y accidentado esplendor de Laponia, los visitantes están solos.
No hace mucho, apenas unos días quizá, el agua helada que mojaba mis piernas desnudas había sido nieve en una cumbre rocosa de la Suecia septentrional, 160 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. Una vez derretida, esa nieve confluyó con el río Rapa, que atraviesa el corazón de Laponia, paisaje primordial de montañas, lagos y valles salpicados de grandes rocas, a la vez una sublime maravilla natural y una de las mayores zonas deshabitadas de Europa, con una extensión de 9,400 kilómetros cuadrados. Como abarca cuatro parques nacionales suecos, además de dos reservas naturales que fueron declaradas Sitio Patrimonio de la Humanidad en 1996, Laponia brinda un vasto refugio para la vida silvestre, además de ser un santuario para los seres humanos agotados por la tecnología. Es el equivalente contemporáneo europeo a una visita vigorizante al Pleistoceno.
Laponia es un sitio de importancia natural y cultural e incluye comunidades del pueblo lapón que durante milenios han vagado por estas latitudes septentrionales. Con todo, muchos creen que el punto fijo de Laponia, su esencia, se halla justo donde estoy: el valle del río Rapa, en el Parque Nacional Sarek, uno de los lugares más remotos del continente. Ahí no hay caminos ni huellas de neumáticos, ni puentes. (Lee: Reno remojado, cosumbre en Laponia)
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