Desde la Conquista y tras el desecamiento de sus manantiales, la zona lacustre de la capital mexicana ha sufrido los embates del crecimiento urbano irregular mientras algunas familias aún intentan vivir, como hace 500 años, de una técnica agrícola en peligro de extinción.
A su paso entre volcanes, los hombres de Cortés vislumbraron lo que parecía un espejismo: una ciudad más allá de su imaginación, erigida en un lago y trazada por canales de aguas tan llenas de vida como los productos que transitaban sobre ellas. Tenochtitlan, una urbe isleña conectada a tierra firme por calzadas larguísimas y abastecida por un complejo sistema hídrico y agrícola se presentó ante ellos como “entre sueños”, según dijo el conquistador Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España.
Era 1519 y habían transcurrido dos siglos desde que el peregrinar de los mexicas –una de las siete tribus nahuatlacas que, según el mito, migraron desde la legendaria Aztlán hasta los valles centrales– los llevara a asentarse en definitiva sobre aquel islote del lago de Texcoco, luego de ser relegados de las tierras ribereñas pertenecientes a las principales ciudades de la región. Sin embargo, gracias a su ingenio y el conocimiento que heredaron en su andar, desarrollaron una técnica lacustre con la cual pudieron establecer uno de los mayores imperios de la América precolombina.
“En 200 años los mexicas crearon una ciudad única en el mundo, la cual deslumbró a los españoles. Y eso, en gran medida, fue gracias a las chinampas”, afirma Ángeles González Gamio, historiadora y cronista de Ciudad de México. Junto con los xochimilcas (la primera de aquellas siete tribus que se instalaron frente a uno de los cinco lagos que componían la cuenca de México –Chalco, Texcoco, Xaltocan, Xochimilco y Zumpango– en el siglo x), “tenían una cultura lacustre de mucho tiempo atrás; hay vestigios de chinampas que se desarrollaron hace más de 1 000 años en Teotihuacan, por donde pasaron los nahuatlacas. Es una cultura en la que estaban inmersos y que el medioambiente les permitió́ fomentar”.
Al sur de la capital mexica, “en los sembradíos de flores” (significado en náhuatl de Xochimilco), el lago homónimo estaba tapizado por un paisaje de cultivos agrícolas y plantas ornamentales que se extendía cerca de 20 000 hectáreas (casi la totalidad de la actual alcaldía de Milpa Alta): estructuras rectangulares de varas y carrizo rodeadas por apantles (canales) donde se vertían estratos de fango del fondo lacustre, abono y composta hasta que emergían para crear islas de sembradío que, en su máximo apogeo, aseguraron la expansión de terreno habitacional y de cultivo para más de 228,000 personas (suficiente para alimentar a más de la mitad de la población actual de Xochimilco).
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Gracias al riego por capilaridad y la plantación de árboles de ahuejote en los bordes de cada enramado para retener y amalgamar el suelo (una barrera que protege los cultivos del sol, el viento y el frío), estas cuadriculas de tierras fértiles y siempre húmedas “llegaron a proporcionar hasta cinco cosechas al año –añade la historiadora–. Fueron una de las técnicas de ingeniería más productivas y sostenibles de la humanidad que le permitió́ a Cortés exportar los vegetales nativos de América [tomate, aguacate, calabaza, maíz, chile, papa] y traer los de Europa [rábano, avena, cebada, lechuga, cilantro, espinaca, chícharo]”.
De esta manera se desarrolló una policromía floral otorgada por la vastísima diversidad de especies nativas como tabaco, calabaza, floripondio, sinicuichi, acahual (girasol), acocoxóchitl (dalia), cempasúchil y cuetlaxóchitl (Nochebuena), la cual solía fluir por los canales a nombre de Tláloc (dios prehispánico de la lluvia) y Xochipilli (príncipe de las flores, dios del amor, el juego, placer y arte). Sin embargo, el contacto europeo también trajo consigo brotes de alcatraces, claveles, gladiolas, rosas, manzanilla, hinojo, ruda y romero, entre otros, que enriquecieron la producción.
La Venecia del Nuevo Mundo, como entonces la apodaron los europeos, fue el corazón de un imperio que abarcó más de 30 millones de hectáreas hasta 1521, cuando comenzó́ su largo proceso de desecación:
“Durante la guerra, los españoles destruyeron el sistema hidráulico mexica que controlaba el nivel del agua [incluido el albarradón de Nezahualcóyotl, un dique de 15 kilómetros con una serie de compuertas que envió construir el tlatoani en 1449 para evitar crecidas y separar las aguas dulces de las salobres]. Y la pagaron caro, porque tuvieron inundaciones terribles [incluida la de 1629, que mantuvo la ciudad bajo dos metros de agua durante casi cinco años]. No tenían una cultura lacustre; no lograron reconstruir el sistema hídrico y decidieron drenar el agua”, afirma González Gamio.
Con ello, los canales, ríos y abundantes cuerpos de agua que componían el valle de México comenzaron a secarse mientras se expulsaban junto con las aguas negras a través del nuevo sistema de drenaje. La cultura lacustre de la cuenca pasó casi al olvido conforme los planes de desarrollo urbano evolucionaron para sostener a la creciente población de la ahora capital de la Nueva España.