El turismo irresponsable está terminando con las comunidades de microbialtos milenarias en Bacalar. Navegar la laguna en paddle es una alternativa para no dañarlos.
Por un momento sentí eterna la distancia hacia “La Playa”, el muelle donde se encuentran las tablas de paddle y los kayaks transparentes de Habitas, Bacalar. La bruma cubría con delicadeza la laguna de los Siete Colores, que daba la impresión de estar helada. Pero el clima es agradable, al igual que el agua, que se siente más cálida que el ambiente.
Madrugar valía la pena por varias razones: disfrutar el amanecer a mitad de la laguna, sin mucho calor y gente, pero sobre todo, para no quemarnos. Parece estrafalario que lo último sea un propósito, pero la laguna de los Siete Colores es transparente y muy reflectante, lo que genera quemaduras solares. Además, casi cualquier bloqueador daña los famosos microbialitos, esas colonias petrificadas de microorganismos que explican una parte del origen de la vida.
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Un espacio alejado de la gente
“Lo mejor es usar ropa para entrar”, sentencia Olmo, director de sustentabilidad de Habitas Bacalar, un hospedaje pensado para sintonizar con el ambiente y, en medida de lo posible, regenerar el terreno dañado por la intervención humana mediante actividades con una huella de carbono baja o nula. Así, rodeados por una selva casi intacta, comenzamos a remar los cuatro kilómetros que nos separaban de la Laguna Bonanza mientras los muelles de las pocas propiedades al sur de la laguna se desvanecían.
El amanecer despunta y colorea la laguna en sus distintos tonos azules. “El sur es menos desarrollado, más tranquilo, pero más vivaz”, dice Olmo al remar. Su capacidad regenerativa es grande, ya que el agua que la alimenta proviene del cenote Xul-Ha, al sur”.
El agua es tan cristalina que cuesta un poco creer que, entre más al norte y cerca de la ciudad, tarda más en limpiarse, como ha sucedido cuando impactan huracanes. “No es casualidad la ubicación de Habitas; está alejado de la gente, por lo que la laguna y la selva alrededor se mantiene bien conservada”.
Pero no todo Bacalar es así. Entre más nos acercamos a Los Rápidos, un estrecho de la laguna donde hay que remar a contracorriente, el impacto humano es cada vez más palpable. El mangle rojo y de botoncillo (que cuando están juntos marcan un ojo de agua o un cenote pequeño) comparten espacio con nuevas construcciones a las orillas.
“El precio de vender y desarrollar el sur de Bacalar se ha elevado por lo solitario y prístino que se mantiene. Varios terrenos se vendieron hace más de 30 años de forma deshonesta. Cuando la localidad se hizo Pueblo Mágico, se encareció aún más la tierra”, platica Olmo.
Flanqueados por microbialitos
La corriente hace resistencia en mi tabla mientras la laguna se estrecha hasta dos o tres metros para encontrarnos flanqueados por microbialitos: “Son organismos vivos, de los primeros que liberaron oxígeno en la Tierra», nos cuenta Olmo mientras nos advierte de no golpearlos con los remos. «Mucha gente desconoce su importancia y el turismo los ha explotado como simples piedras para sentarse en el agua, arruinando millones de años de evolución con nuestra piel, nuestro ph y nuestro peso”.
Algunos balnearios de la zona han ayudado a colocar pasarelas y letreros para evitar que el daño continúe, pero la realidad es que algunas de estas colonias milenarias ya están muertas. Las autoridades también intentaron convertir la zona en un Área Natural Protegida, pero la propuesta fue rechazada ya que involucra que ejidos y propiead privada dejen de tener control sobre sus tierras.
“Los lugareños desconfían porque, al final, hay quienes continúan explotando la zona mientras ellos trabajan para subsistir. Todos sabemos que debe haber un plan integral para proteger la laguna, pero tiene que ser a distintos niveles: desde el turístico, habitacional y de servicios básicos, hasta la agricultura y ganadería», asegura Olmo. «Si no se encuentra una manera de gestionar, el turismo será el fin de esta gallina de los huevos de oro».
El silencio nos envuelve al llegar a laguna Bonanza, que refleja un color azul turquesa. Sin remar, el clima fresco me obliga a saltar al agua y nadar. Por un momento pienso si soy parte del turismo predatorio, un arma que daña la hermosa Bacalar, pero Olmo me interrumpe. “Hay que invitar a las personas adecuadas. El problema se debe abordar como comunidad, incluidos los turistas”.
Este artículo es de la autoría de Marissa Espinosa (@marissaespg), colaboradora de National Geographic Traveler para América Latina. Está ilustrado con fotografías de Erick Pinedo (@erickpinedo_journalism).
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