Por José Manuel Valiñas y Jorge Monjarás
El encanto del Valle de Guadalupe no te invade de golpe. Quizá al inicio te asombren las abundantes gamas de ocres de esa semidesértica campiña, pintada aquí y allá de un verde intenso por árboles y viñedos, y con rocas gigantes que parecen “pulidas, blancas y enormes”.
Quizá en algún momento inadvertido te entregues al sonoro rumor del viento, cuando pasa entre las hojas de los olivos o por algún camino bordeado de girasoles. Tal vez te maravilles de degustar el menú de algún restaurante con un chef que tiene estrellas Michelin, pero en donde el piso es de tierra, y empieces a darte cuenta que aquí todo tiene que ver con una verdad elemental.
Seguramente entrarás en una ensoñación con el primer atardecer que experimentes al calor de una comida que reúna lo excepcional con la sencillez, y que, por supuesto, esté acompañada de un omnipresente vino que difícilmente hayas probado en otro lado, de tan auténtico, tan terroso, tan vivencial: aquí el vino sabe distinto que en cualquier otra parte.
Sólo entonces, cuando hayas apurado esa copa o hayas degustado esos ingredientes del Pacífico, quizá entonces sientas que esa tierra ya entró en ti, pasando de tus pies a tu corazón. Te habrás fundido con ese viento, con esos viñedos y con ese sol que cae al atardecer. Serás uno con el entorno.
No obstante, debes saber como viajero, no todo es perfecto en este valle edénico. El equilibrio en el que conviven los elementos orgánicos, cuasi holístico con sus habitantes, se puede romper en cualquier momento.
El Valle de Guadalupe, esa joya tan diferente a todo lo que se puede hallar en un país como México, corre el peligro de convertirse en algo más de lo que ya conocemos. Es momento de tomar conciencia de esto y ayudar para la preservación de algo tan nuestro como del mundo entero.
“Llevo 69 años viviendo en el valle de Guadalupe; lo conozco como a mi piel. Sus olores, caminos polvosos, su luz, sus cambios de estación, sus chaparrales que crujen en el verano despiadado. Hablamos olivo, hablamos viña, hablamos sequía, y hablamos vino”. Así describe el valle Natalia Badán, vitivinicultora propietaria de la Vinícola Mogor Badán y del restaurante El Mogor.
Entre sus palabras se aprecia el lamento de la sequía pero también el de la situación que ha puesto en peligro ese espacio que tiene una condición geográfica y un clima tan particulares.
“A lo largo de las décadas con mucho esfuerzo y tenacidad fuimos dándole una vocación. Quisimos ser la mejor región vinícola de México, una región emblemática, patrimonio de todos los mexicanos, con una visión que requería paciencia y generosidad,” expresa. Y lo lograron. Natalia Badán habla en nombre de todos los vinicultores que con su esfuerzo y dedicación han hecho de este rincón la cuna del mejor vino de México, y entre los mejores del mundo.
Los vinos del valle son apreciados en muchos países, especialmente en Estados Unidos, a donde se exporta la mayoría de la producción de las 330 vinícolas que existen en este lugar que reúne todas las variables que aseguran vinos de alta calidad: la tierra, el clima, las estaciones, el viento, la cercanía con la costa.
“La compatibilidad turística que tiene toda región de grandes vinos nos rebasó –prosigue Badán–. Nuestro valle está amenazado con convertirse en una ciudad malhecha, presa de intereses económicos a corto plazo. Fraccionamientos, centros nocturnos, conciertos masivos. Sin orden, sin reglamentos, destruyendo el paisaje, nuestra cultura local, destruyendo y vulnerando viñedos. Estamos asesinando la oportunidad histórica que tuvimos de ser un valle agrícola, rural, con arraigo profundo a nuestro suelo y al milagro de lo que puede darnos cuando lo tratamos bien.”
En el valle de Guadalupe se producía vino desde hace más de 120 años.
Por décadas, la región promovió intensamente la cultura del vino en México. Los productores comenzaron a celebrar las Fiestas de la Vendimia en 1983, con el fin de atraer la atención de los mexicanos, cuyo consumo apenas rondaba 250 mililitros de vino al año.
Hoy, con las fiestas convertidas en un fenómeno masivo, los productores promueven la campaña “Rescatemos el Valle”, planteando un freno a este tren desarrollista antes de que el auge turístico termine por destruir la vocación agrícola de la región. Es una cuestión muy simple, explican: la urbanización y el turismo masivo no pueden compartir el terreno físico y cultural con los viñedos.
“No queremos ser otro Tulum”, sintetiza Fernando Pérez-Castro, presidente del Consejo Estatal de Productores de Vid de Baja California.
La zona de productores de vino del estado de Baja California, genera 75% del volumen total del país (llegó a ser 90%). Las decenas de productores cultivan una superficie total de 4,200 hectáreas de vid, de acuerdo con datos de Provino. En sus tierras semiáridas, la gran influencia es el viento marino del Océano Pacífico, que contribuye a moderar las temperaturas en las tierras cercanas a la costa.
Lo que llama la atención actualmente es que la zona está compuesta por cada vez más pequeños y medianos productores. Es un fenómeno de desarrollo endógeno que cautiva a los estudiosos de las ciencias sociales. No empezó de esta forma: de hecho, ha ido de lo gigante a lo orgánico en los últimos 30 años.
En el valle, el pleno disfrute se armoniza perfectamente con la más agradecible sencillez. Aquí cualquier vinicultor se sienta a tu lado mientras pruebas sus vinos y se convierte instantáneamente en tu amigo. Te enseña los entresijos de su quehacer cotidiano, acompañado de unas tapas, en medio de una charla por demás entrañable.
También están los restaurantes, que han ganado reputación internacional por la combinación de lo suculento de los ingredientes que provienen de la tierra, cosechados de manera orgánica, con los que vienen del mar, de esas aguas heladas del Pacífico, traídas por las corrientes del norte, y que los diferencian por completo de los mariscos que se hallan en los otros litorales mexicanos.
“Pienso que Oaxaca y Baja California son las capitales nacionales de la gastronomía –dijo la productora de vino Lulú Martínez en una entrevista–. Cuando vienes al valle comes muy bien, y cuando digo muy bien hablo de nuestra langosta, nuestro atún, ostras, almejas, cangrejo, todo recién pescado y preparado aquí por chefs que marcan tendencia alrededor del mundo. Todo este conjunto es la experiencia. El buen vino no es suficiente. Es la base, pero hace falta tener todo lo otro, ¿verdad? Para mí, eso hace que la región sea tan especial.”
En el México de 2021 el consumo per cápita ronda ya el litro anual, lo cual sigue siendo muy bajo, pero cuadruplica los niveles de los 80. Hoy las fiestas de la vendimia en el Valle de Guadalupe se han vuelto masivas, con la participación de estrellas de la música que atraen a miles de personas.
“Hay una obligación moral de hacerle ver a la opinión pública que todos somos corresponsables de lo bueno y lo malo que ha sucedido en el valle de Guadalupe”, dice Pérez-Castro.
Desde 1990, los productores de vino se aproximaron a los gobiernos federal estatal y municipal, así como a entidades como la Universidad Autónoma de Baja California y el Centro de Investigaciones Científicas y de Educación Superior de Ensenada (CICESE), en busca de formas de proteger la vocación original de la zona.
En 1995 se realizó un primer estudio sobre la vocación de uso de suelo, que no llegó a consolidarse en un decreto. Luego de varios intentos más, que llevaron otros 10 años, se publicó el Programa de Ordenamiento Ecológico del Corredor San Antonio de las Minas-Valle de Guadalupe, el 8 de septiembre de 2006.
«El resultado dejó satisfechos a todos,» recuerda Ileana Espejel, profesora e investigadora de la Facultad de Ciencias de la UABC, «ya que fue muy participativo y terminó involucrando a los tres órdenes de gobierno.»
En el papel, resultó perfecto: 80.2% de la superficie del valle quedaba bajo la política de protección, donde se desfavorecía la construcción de infraestructura y no se permitía la extracción de agua, suelo arena o materiales pétreos, entre otras medidas.
“Pero no se siguió –se queja Espejel–: no se dio seguimiento. Hemos trabajado en ello desde 1990, pero las leyes no se acatan”.
También está la cuestión del alojamiento. Las visitas al Valle de Guadalupe ya no se limitan a la vendimia. El turismo enológico, impulsado por el creciente número de pequeños productores con instalaciones listas para ofrecer degustaciones y vender sus productos al visitante, no ha hecho más que crecer. Se estima que la región, en donde viven no más de 7,000 personas, recibe anualmente a unos 800,000 visitantes.
En lugar de llegar a Ensenada, una ciudad costera con infraestructura hotelera (y vida nocturna), y que se encuentra a tan sólo media hora, una parte del público empezó a encontrar opciones en pleno valle: casas pequeñas disponibles por Airbnb, y algunos desarrollos hoteleros que pretenden ser boutique y ecológicos.
Según Espejel, «lo más dañino no sólo es el fuerte aumento en el consumo de agua en una región árida, sino la disminución de las tierras agrícolas disponibles.»
El otro factor que presiona inexorablemente es el precio de la tierra. La demanda está generando un alza en el metro cuadrado de la zona, al grado de que se vuelve una gran tentación para propietarios o incluso para los ejidatarios del valle. Incluso, las zonas baldías se anuncian con textos como: “estos terrenos cuentan con un potencial increíble para desarrollo inmobiliario, hotel Boutique, vinícola…”.
La presión ha motivado que los ejidatarios de la zona lotifiquen y vendan, bajo esquemas que atentan contra el uso de suelo pactado. “A veces los intereses económicos, mezclados con los intereses políticos, son avasalladores. Te arrasan… ahí lo que está pesando es el dinero,” señala Pérez-Castro.
La acción del movimiento ha tenido algunas conquistas. Hace unos meses, el gobierno local de Ensenada canceló los permisos para conciertos masivos en la zona, luego de que hiciera crisis el llamado “Festival Valle”. El evento hubiera reunido a miles de personas (y vehículos), en una abierta afectación a la vocación agrícola de Valle de Guadalupe.
Se espera que la autoridad local continúe revisando los permisos en la zona. Al mismo tiempo, en la capital del estado, Mexicali, ascendió a la gubernatura Marina del Pilar Ávila, a quien se ha dado en llamar la “Gobernadora del vino”, porque su primera acción fue derogar un impuesto local de 4.5% a la venta de la bebida.
Otra esperanza para Valle de Guadalupe es el apoyo del sector académico, como la propia Universidad de Baja California y el Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada (Cicese), de donde salió el ordenamiento original, así como otras instituciones. Operan aquí centros del Conahcyt, la UNAM y Cetys Universidad.
“Ensenada es la ciudad con más investigadores per cápita”, dice Diana Celaya, directora del Centro de Estudios Vitivinícolas de Baja California (Cevit) de Cetys Universidad. «En esta ciudad se hace investigación oceanográfica, hidráulica, climática y, por supuesto vinícola,» subraya.
De acuerdo con la investigadora, el promedio de consumo de agua para producir vino en Baja California es de 1,500 a 1,600 litros por cada litro de vino, desde el campo hasta la botella. Un ejemplo para seguir es Australia, señala, que tiene un clima parecido, y que ha logrado construir una industria vitivinícola que consume 250 litros de agua por cada litro de vino.
“¿Por qué la insistencia de plantarse en un microclima único, cuando se puede hacer el mismo desarrollo a un kilómetro de distancia?”, plantea la investigadora del Cetys. Coinciden con ella todos los miembros de Rescatemos el Valle.
“Qué no perdamos un centímetro de suelo fértil”, pide Ileana Espejel. Por su parte, Natalia Badán concluye: “estamos asesinando la oportunidad histórica que tuvimos de ser un valle agrícola, rural, con arraigo profundo a nuestro suelo y al milagro de lo que el suelo puede darnos cuando lo tratamos bien, orgullo de todos los mexicanos. Necesitamos ya acciones urgentes para rescatar lo todavía rescatable.”
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