Son las 5:30 de una mañana de otoño y estoy parado en una carretera de Minnesota. Atrás de mí, a unos 5 kilómetros está Canadá, a mi derecha hay un campo cosechado y a mi izquierda un mono amarillo gigante, que carga un rifle de unos 10 metros de alto. Viajé 3 mil kilómetros hasta aquí solo para ver estrellas, porque leí un artículo de National Geographic Traveler que prometía cielos oscuros, pero el mono amarillo tiene unos reflectores que me recuerdan a Times Square.
El artículo hablaba del Voyageurs National Park, el primer parque nacional de Estados Unidos reconocido por la asociación de cielos oscuros como un lugar libre de contaminación visual. Según estos aficionados de la oscuridad, vivimos encerrados en una esfera de luz que no nos deja ver millones de estrellas. Dicen que nuestros anuncios luminosos de los novedosos teléfonos que nos harán felices no nos dejan ver las viejas constelaciones con supuestas formas de osas, perros y centuriones.
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Lo que no decía la revista era que para llegar a esta mañana fría había que tomar un avión a Chicago y un tren de siete horas a Minneapolis sin servicio de comedor, manejar otras cuatro hasta una cabaña rentada por Airbnb, salir huyendo de la cabaña porque sus muebles y sábanas son de la época en que Mónica Naranjo estaba de moda, esperar que el casero, miembro del salón de la fama de la música de Minnesota (un estado que tiene a John Denver, Judy Garland, Prince y Bob Dylan) acepte devolver el dinero, dejar a la esposa en un cuarto que no cierra con llave y tomar la camioneta para estacionarme frente a una estatua amarilla, de un héroe local de los años 1970, demasiado iluminada.
Vuelvo a subir a la camioneta, me detengo 10 segundos frente al signo de alto para cruzar la carretera, aunque creo que el auto más cercano viene por Winnipeg, me vuelvo a bajar y me estaciono frente a una cabaña, ahora sí en la mayor oscuridad que he visto desde el último eclipse de sol. Creo reconocer la nariz de la osa mayor y el cinturón de Orión, me acuerdo del cielo que había en las noches en mi infancia de los suburbios de Guadalajara y me alegro de haber llegado hasta acá. Y todavía no he visto nada, porque horas después voy a encontrar, por fin, los verdaderos cielos oscuros que justificarán el viaje.
“Vamos a ver estrellas y, ya que andaremos por Estados Unidos, buscamos un café con dibujito”. Creo que con eso bastó para convencer a mi amigo Daniel de que se nos uniera al viaje.
La verdad es que sí hay vuelos directos desde la Ciudad de México a Minneapolis —el aeropuerto grande más cercano al parque nacional oscuro—, pero se pueden encontrar boletos más baratos a Chicago, que es casi tan lógico como decir que sí hay vuelos a Villahermosa, pero se pueden encontrar boletos a Oaxaca. Es que siempre está la tentación de una pizza en la Second City, luego atravesar en tren las praderas de Wisconsin sobre las que escribió Laura Ingalls y regresar vía Duluth, donde alguna vez vivieron los Nobel de literatura Bob Dylan y Sinclair Lewis.
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Si vuelas a Chicago, llegas en la tarde y sales en tren a las 3:05 (exactos) del día siguiente, tienes 24 horas para buscar el café con dibujito en la Magnificent Mile y descubrir que no puede haber una coffeeshoppor ahí porque, ¿cuántos cafés con dibujito tendría que vender para pagar una renta en la calle de los Tiffany, Ferragamo, Burberry y Neiman Marcus de Chicago?
Habría que preguntarle a Starbucks, que justo en la avenida Michigan tiene cinco pisos para ofrecer el frapuchino ventijunto con panes y coffee martinis. Tomas el tren, conoces Minneapolis, la ciudad de Prince, que para mi gran satisfacción resultó un gigantesco bosque con algunos Target, bares, restaurantes y cafés con dibujito junto al río Misisipi.
“Mexicanos, no puedo creer que voy a recibir mexicanos”, me dice el dueño de la cabaña cuando por fin llegamos a nuestro Airbnb. “Les digo a mis amigos que ustedes se van a querer cruzar a Canadá”. “Ja, ja”, le contesto, “¿cuánto tendremos que nadar para llegar?”. La broma no me había molestado hasta que vi la calcomanía en su camioneta: “no me culpes, yo voté por Trump”.
Escogimos esa cabaña un poco desesperados. Ya teníamos los vuelos, hoteles en Chicago y Minneapolis, boletos del tren y auto rentado y no encontrábamos dónde quedarnos junto al parque Voyageurs. Con todo comprado, nos enteramos que en otoño ya no se rentan los house boats ni las cabañas. Casi en pánico apartamos la cabaña en Airbnb y ya ahí, con todo y la Vía Láctea a simple vista sobre nuestras cabezas, no se veía tan confortable.
—Queremos cancelar poque no nos pareció tan cozy—, dijo Daniel.
Mi esposa y yo lo dejamos hablar mientras nos refugiábamos en uno de los cuartos decorados con souvenirs de los años 90 y la placa del salón de la fama de Minnesota.
—¿Cozy? ¡Esto sí que es acogedor! —contestó el casero.
—Es que se ve viejo.
—¡Pero si sólo tiene 20 años!
Por fin, accedió a cancelar dos de las tres noches:
—¿Y dónde se van a quedar?
—En International Falls.
—Ah, van a estar más cerca de Canadá.
International Falls es el pueblo del parque. Ahí encontramos un motel, que no es lo que te imaginarías en México. Alguien te contesta el teléfono y te explica que solo debes entrar a uno de los cuartos iluminados y tomar la llave. El pueblo tiene 5 mil 600 habitantes y está en medio de la nada, pero al día siguiente el surtido de los anaqueles del supermercado te recuerda que esa nada está en la frontera de dos de los países más poderosos del mundo.
—Venimos desde la Ciudad de México a ver estrellas—, le explico a la elegante señora del mostrador de la tienda en la calle principal de International Falls, un poco porque le noté una rara curiosidad por ver a tres turistas que hablan en español.
—Qué bien, mi constelación favorita es la de Orión —me contesta.
Me pregunto en qué otra ciudad hay gente con una constelación favorita —¿Han visto la Cruz del Sur?
—Esa se ve en Argentina—, según yo la corrijo y confirmo mis prejuicios de que en Minnesota ni siquiera saben dónde está México.
—Yo la vi en Hawai’i —me explica.
Y ahí me propongo buscar dónde está Hawaii porque, por supuesto, no tengo idea, y cuando lo googleo encuentro que está un poco abajo del trópico de Cáncer, igual que la Ciudad de México y que sí, sí se puede ver la Cruz del Sur en esa parte del hemisferio norte.
Lo que me faltaba, lecciones de geografía y astronomía desde una tienda en la calle principal de un pueblo de Minnesota. A unas cuadras de ahí encontramos otro café con dibujito, con esa leche espumosa que solo hay al norte del río Bravo y un café bien rostizado y fuerte, como ningún prejuicioso esperaría encontrar tan lejos de Colombia. La cafetería es el Coffee Landing, en un local de madera que podría estar en las visitas al pueblo de la familia Ingalls, animado por los esperables adultos mayores que se juntan a saludar a sus amigos y a divertirse con los ocasionales niños disfrazados por Halloween.
Encuentro en internet los centros de visitantes al Voyageurs National Park. En el de Rainy Lake, un ranger vestido como el del Oso Yogui nos informa de los mejores sitios para ver estrellas y de la posibilidad de apreciar alguna aurora boreal, si las nubes y el clima lo permiten.
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A las 8 de la noche en uno de los centros de visitantes, a 50 kilómetros del pueblo, por fin, el mundo nos da el espectáculo que podríamos ver todas las noches si tan solo apagáramos las luces. En el oscurecer, las cigarras, los castores, los venados y los patos hacen los ruidos como teloneros para el show principal, la mayor y más oscura boca de lobo que se haya visto.
Y entonces el cielo nos presenta lo que nos tenía listo desde hace 4 mil 000 millones de años: estrellas, constelaciones, nebulosas. Los tres nos quedamos callados, tumbados en el suelo, rodeados de bosque y a unos pasos de un lago que lleva a Canadá. La noche pudo cumplir su promesa.
Este artículo es de la autoría de Roberto Morán, coordinador editorial en Editorial Televisa.
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