Entre silenciosos trenes eléctricos, elegantes transeúntes y un verde que crece sobre verde.
Mi exploración de la escena gastronómica en la región de la Borgoña comenzó en Dijon, ciudad que conlleva el nombre de mi mostaza favorita. Sus orígenes se remontan a la época del César, y resulta en la calidad de vida de sus habitantes; consabidos epicúreos desde el siglo XI, cuando se convirtió en la capital del Ducado de Borgoña. Por sus calles circulan silenciosos los trenes eléctricos y los transeúntes caminan con cadencia, vestidos como si su destino fuera una pasarela. Los parques, palacios y monumentos del centro histórico recuerdan que durante cuatro siglos fue vórtice del poder y la refinación en la Europa medieval. También es la puerta de entrada a Côte-d´Or; destino obligado para los amantes del vino y de la alta cocina nombrado por un criterio poético más que geográfico, pues evoca el color dorado de las viñas que revisten las cuestas de sus colinas durante el otoño.
Me sorprende el balance del paisaje mientras manejamos por la «Ruta de los Grand Crus». El verde crece sobre verde, y de cuando en cuando se dejan ver las panzas rojas de los tejados en algún poblado medieval, el reloj sobre la torre de una iglesia o el copete de un viejo monasterio cisterciense como el Château du Clos de Vougeot, el primer destino.
«Aquí se cultiva la viña desde hace más de dos mil años», me dijo Manuel Romo, nieto de exiliados españoles, así como guía especializado en los vinos de la región, «y los monjes jugaron un papel fundamental en la clasificación del terroir, ya sea Grand Cru, Premier Cru, Village o Regional». No supe qué decir. Sólo tomé una fotografía. Clic. La reacción en su rostro me dio a pensar que cometía una terrible ofensa al no estar familiarizado con las que parecían ser las claves para descifrar y apreciar los vinos de la Borgoña. Entonces me hizo saltar el coto de piedra que delimita el viñedo y ponerme de rodillas sobre la tierra. Era como imaginé. Había sido engañado por aquel hombre bonachón y bon vivante. Cerré los ojos y apreté la mandíbula en espera del frío metal. Pero resulta que las historias que había escuchado sobre los franceses eran inexactas, pues en lugar de caer una guillotina para cercenar mi cuello, llegó una gentil explicación. «El terruño -del latin terratorium- es determinado por las condiciones geológicas y geográficas, como la composición química, la cantidad de lluvia y de sol que recibe cada parcela». Entonces Manuel eligió con mucho respeto un terrón y me lo dió a probar, diciendo que «cada ambiente producirá una clase de uva que al final será una clase de vino… esta es la particularidad de la Borgoña… el famoso Terroir». Incluso la Unesco ha considerado declararlo Patrimonio de la Humanidad.
Ahora sí. Como ya lo sabía todo le pedí a Manuel me llevara directo al viñedo mas famoso: el Domaine de la Romanée-Conti. Andando por los caminos de la Côte de Nuits me explicó que los vinos hechos con terruño Grand Cru los guardan para el mito, pues equivalen al dos por ciento de la producción.
También los Premier Cru son muy codiciados por los conocedores. Los Village y Regional se consumen a diario. «Todo a nuestro alrededor es Grand Cru», dijo sorteando las brechas de aquel mar de cepas manicuradas que se desparraman sobre las laderas de las colinas y hasta el horizonte. «Esta es la meta del vino tinto», advirtió. Luego ajustó sus gafas y me tradujo una placa labrada en la base del coto que recuerda a uno de los antiguos dueños de esta pequeña parcela donde crecen las uvas con las que se hace el vino más caro y escaso del mundo: Luis Francisco I de Borbón-Contí, primo del rey Luis XV y Gran Prior de la orden de Malta.
Después me contó sobre la trascendencia del sitio y me mostró la cruz de piedra que simboliza el origen histórico del viñedo, otorgado en el siglo XII por el duque de Borgoña al abad de Saint-Vivant. Hoy es controlado por las familias Roch y Villaine. «Aquí practican el cultivo biodinámico y producen solo cinco mil botellas al año. De hecho, no se puede ir a una finca para comprar una botella así nada más, hay una lista de espera de siete años». Siete minutos después ya estaba tocando el timbre de la antigua bodega -o cuviere- ubicada, no sin un dejo de ironía, en la «rue du temps perdu».
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