Para construir un mundo alterno, primero se debe guardar cierta equivalencia con aquel del que se proviene.
Fotografías: Eunice Adorno
Nunca antes había estado en ninguno de los famosos parques de Disney y, hasta ese momento, no lo había echado de menos, no significaba para mi una ausencia, no digamos de adulta, ni siquiera de pequeña. Pero para Renata era diferente. Ella, a sus cinco años, tenía clarísimo que era un destino al que quería ir. Sabía, gracias a esa manera extraña que tienen los niños de irse separando de la omnisciencia materna, que Disney estaba en California.
Sin duda: Walt Disney era un genio. No conozco Disneylandia en California, pero la simple idea de querer expandir ese primer y muy exitoso parque temático que de pronto no podía ir más allá porque se veía cercado por el crecimiento inmobiliario de la zona y buscar un terreno de casi 17 mil hectáreas en una zona aislada y virgen en la Florida central me parece absolutamente brillante. Aterrizas en el aeropuerto de Orlando y, sin salir de él, te diriges a una suerte de estación de camiones exclusiva de Disney que te transportará a tu hotel en Walt Disney World (WDW).
Apenas te subes al camión perfectamente climatizado, se enciende una pantalla que, a lo largo del trayecto, te irá dando pormenores del transporte en el mundo de Disney, de los parques y de la logística básica para irte adentrando en ese territorio.
Tomamos una carretera y el paisaje que alcanzamos a ver estaba constituido por extensiones verdes, moteadas con frecuencia por cuerpos de agua, una característica que ya se dejaba ver desde la ventanilla del avión, y por unos árboles altos que me llamaron la atención porque me parecía que nunca los había visto. Un poco de indagación posterior me dió la razón: se trataba de una especie Pinus elliottii, un pino nativo del sudeste estadounidense.
«Ya llegamos a Disney?», pregunta Renata por primera vez.
«No. Hay que atravesar unas rejas enormes», le contesto.
«Así que todavía seguimos en la realidad», afirma, más para sí misma, y regresa los ojos a la pantalla.
Cuando cruzamos las míticas rejas, la carretera sigue, evidenciando lo alejado de Disney World y, al mismo tiempo, constatando que el reino mágico guarda muchas semejanzas con la realidad que acabamos de dejar atrás.
Regla número uno para construir un mundo alterno: guardar cierta equivalencia con aquel del que se proviene, respetar ciertos lineamientos básicos del referente para poder, a partir de estas coordenadas de verosimilitud, disparar la otra realidad. Quizá yo esperaba una entrada bombástica y saturada de siluetas de Mickey mouse, pero el asunto opera justo al revés: es siempre sutil, los tres círculos icónicos de la silueta del ratón se van transminando en el entorno, imperceptiblemente.
Tras hacer paradas en un par de hoteles (en Disney World hay 24, desde zonas para acampar hasta resorts high end), llegamos a Animal Kingdom Lodge, ubicado en el oeste de WDW.
África en Florida
La disposición y estructura arquitectónica de nuestro hotel están influenciados por el kraal africano, nombre que proviene del portugués corral, y cuya distribución semicircular contiene el ganado. El edificio principal consiste en un vestíbulo de madera con techos altísimos y motivos africanos (hay una vistosa colección de artesanía de este continente) que de inmediato trae a la mente un palacio fabuloso perdido en los tiempos míticos de la idea que todos nos hemos hecho de África.
«Welcome home», nos dicen apenas llegamos a la recepción, y nos guían por un corredor larguísimo y curvo y que bordea una explanada que recrea la sabana y que está poblada por jirafas, cebras, okapis, impalas, elands, potamoqueros rojos, gacelas de Thompson, flamencos, gallinas de Guinea y avestruces. Hay en varias zonas del hotel puntos de observación con catalejos para verlos mejor, pero desde nuestro balcón la vista era impecable.
Adrenalina y ensueño
La mañana de nuestro primer día completo en WDW la pasamos en el parque acuático Typhoon Lagoon. Puede que haya sido el único día así de fresco -por momentos frío y nublado- de nuestra estancia. Tomamos uno de los autobuses que conectan los parques y los hoteles. La atracción principal es una piscina de olas enorme -una de las más grandes del mundo- y pobladísima. Cada minuto y medio, aproximadamente, se produce una ola de más de 1.80 metros. De hecho, aunque no ví a nadie hacerlo, hay clases de surf.
Por la tarde paseamos por el Downtown, la zona dedicada a las compras y al entretenimiento. Si a alguien le queda energía, puede agotarla en la asombrosa cantidad de tiendas temáticas , en una cena en uno de los muchos restaurantes que ahí se congregan o en La Nouba, espectáculo residente del Cirque du Soleil. Del Downtown destacan el paseo que bordea el lago con un globo aerostático y una construcción que parece la réplica de un barco de vapor del Misisipi sacado directo de las novelas de Mark Twain.
De pronto pasa una gaviota y no tengo idea si es real o mecánica. Fue ahí cuando se me empezó a desdibujar la noción de la realidad.
Encuentra el artículo completo en la edición de junio de National Geographic Traveler.
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