Sentir el mar debajo de los pies y tratar de domar una de las gigantescas olas Maverick forman parte de los sueños californianos.
Tras 27 años de intentos fallidos finalmente aprendí a surfear en la Bahía Half Moon, en California, gracias a la lección de uno poco más de hora y media que me dio un excelente maestro: el mar helado, cuyas olas me revolcaron como nunca, golpeándome contra el fondo arenoso y penetrando por mi nariz (creo que hasta el alma), una y otra vez, mientras mi tabla salía volando. No vine aquí para surfear. De hecho, ante mi historial de habilidad nula, hacía tiempo que había borrado el surf de mi lista de deportes. Sin embargo, en California es imposible resistir la tentación de deslizarte con una tabla sobre las olas del océano Pacífico que empujan con fuerza las frías corrientes de Alaska: aquí el surf es una religión.
Me trajo a la costa californiana mi afición por las motos y las muchas actividades físicas que allí se practican (parapente, stand up paddle surf y Kayak), además de la fauna marina. También quería conocer las afamadas cervezas californianas, que parecen tener un boom en nuestros días.
Primera parada: San Diego. Tras instalarme en el hotel 23 Tower, en Mision Beach, caminé al restaurante Draft, famoso por su menú de 69 variedades de cerveza. Necesitaba valor para mi primera aventura surfera. La cual, ante divertida, no tiene nada que ver con lo que me deparaba la costa californiana. Se trata de una alberca con olas, en la que se puede practicar algo parecido a deslizarte sobre el agua en una tabla. El ambiente está controlado hasta el más mínimo detalle: la ingeniería con que impulsan el agua es impresionante y produce el efecto de la furia de una ola verdadera. Le llaman FlowRider.
Encuentra el resto de la historia en la edición de septiembre de la revista National Geographic Traveler.