Dicen que la arquitectura es la mejor forma de conocer la historia. Tienen razón
En el número 700 de la Avenida Mariano Escobedo, se yergue uno de los
inmuebles más icónicos y significativos del México contemporáneo: el Hotel Camino Real, que no sólo es un ejemplo de la influencia de Luis Barragán, quien asesoró al entonces joven arquitecto Ricardo Legorreta Vilchis, autor del trazo y construcción de este bello edificio inaugurado el 25 de julio de 1968 por Gustavo Díaz Ordaz, y que sería un hotel de vanguardia para los primeros Juegos Olímpicos en un país latinoamericano (y aún el único hasta 2016).
Y no sólo eso: pronto se convirtió en un emblema urbano de la Ciudad de México. Aquí se observa la huella de Barragán (en sus colores y formas más abstractas casi escultóricas) y la propuesta de Legorreta: el uso de la luz y las referencias a la arquitectura vernácula presente en sus muros, sobre todo.
Pero eso no es todo, este inmueble, además es un museo en sí, ya que Legorreta se encargó de integrar a su proyecto a la entonces pujante generación de artistas plásticos como Mathias Goeritz, autor de la celosía en color rosa mexicano que dialoga con el ya típico muro amarillo de Legorreta, en medio está la Fuente del eterno movimiento, pieza del escultor Isamo Noguchi.
También sobresalen dos obras plásticas incorporadas años después: el mural El hombre frente al infinito (1971) de Rufino Tamayo y Los rincones y La fiesta (ambas de 1979) de Rodolfo Morales. Hoy día su arquitectura sigue siendo llamativa, al igual que el arte que alberga. Un espacio que debe visitarse para experimentar los entonces atrevidos manejos de espacio y luces y sombras de un arquitecto, quien falleciera el 30 de diciembre de 2011, su obra es ya parte de nuestra memoria urbana colectiva.