A lo largo de más de 1,300 kilómetros, la carretera que conecta Islamabad, la capital de Pakistán, con Kashgar, en la provincia más occidental de China, atraviesa alturas que rondan los 5,000 metros. Sus estrechos carriles sortean precipicios y surcan mares de nubes y glaciares, donde las cordilleras del Himalaya, el Hindú Kush y el Karakórum, que da nombre a la autopista, se tocan y conforman el denominado techo del mundo.
Inspirada en la antigua Ruta de la Seda y resultado de la estrecha relación bilateral entre los vecinos asiáticos, la también llamada Carretera de la Amistad China – Pakistán, comenzó a construirse a inicios de los años 60 del siglo pasado, aunque no fue sino hasta 1979 que los primeros automotores recorrieron sus impactantes escenarios naturales y conquistaron sus alturas imposibles.
Ya sea acompañando el nacimiento del mítico río Indo, descubriendo la riqueza de los restos arqueológicos que pueblan sus curvas y rectas o adentrándose en la prístina y delicada biodiversidad de sus áreas naturales protegidas, como el Parque Nacional del Khunjerab, hogar del esquivo carnero de Marco Polo y del amenazado leopardo de las nieves, conducir por entre las nubes que disecciona la carretera del Karakórum constituye una travesía imponderable, una aventura sin parangón.
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A poco más de 400 kilómetros al noroeste de Islamabad, habiendo pasado la creciente mancha urbana de Abbottabad, conocida por servir de escondite al infame terrorista de origen saudí Osama bin Laden, y el valle del Naran, con sus arrozales y labriegos, sus mercados de frutas y verduras y sus peculiares casas de té montadas sobre cascadas de agua glacial al pie de la carretera, la Karakórum serpentea por la frontera disputada con la India por el control de Cachemira hasta alcanzar los 3,886 metros sobre el nivel del mar. Justo donde cruza uno de los múltiples afluentes del Indo y se encuentra con la desviación hacia Fairy Meadows y el Parque Nacional de Nanga Parbat.
Una extensa pradera, sólo accesible en vehículos 4×4 y tras una caminata de dos horas montaña arriba, Fairy Meadows está salpicada de diversas especies de pinos y flores. La enmarca la vista, siempre entre nubes, del Nanga Parbat, o “montaña desnuda” en sánscrito, el segundo pico más alto de Pakistán, después del K2, y la novena montaña más alta del mundo, con 8,125 metros.
Su cima está coronada por el glaciar Rakhiot, como el resto de los que dibujan el techo del mundo, seriamente amenazado por el deshielo de los últimos diez años, consecuencia directa del incremento en las temperaturas causado por el cambio en los patrones climáticos de la región del Himalaya.
Mientras la carretera del Karakórum acrecienta su altura y perfila sus curvas entre desfiladeros y acantilados, 200 kilómetros más al norte, el valle de Hunza se consider uno de los tesoros culturales inmateriales de Pakistán. Inaccesible hasta hace poco menos de cuarenta años, Hunza es el deleite de antropólogos y arqueólogos. La lengua de sus habitantes nativos, el burushaski, no emparentada con ningún otro idioma conocido, así como sus costumbres, dieta, tono de piel, color de ojos y prácticas religiosas, hacen pensar que los pobladores de Hunza son descendientes directos de aquellos que desde Occidente llegaron hasta estos derroteros en compañía de Alejandro Magno, hace más de dos milenios.
En el corazón del valle se encuentran dos de las edificaciones más antiguas del país, los fuertes de Baltit y de Altit. Construidas con adobe, resistentes vigas de madre y piedra laja, las fortificaciones datan de hace 1,100 y 800 años, respectivamente, y fueron restauradas por la Fundación Aga Khan para el disfrute de turistas y locales. Amén de ser testimonio de los poderosos, temidos e impenetrables reinos de los Himalaya, que hasta muy entrado el siglo XX resistieron la presencia y el dominio externos.
Tras atravesar la fortificada frontera sino paquistaní en el paso de Khunjerab, el cruce fronterizo más elevado del planeta a cerca de 4,800 metros de altitud, la carretera del Karakórum cambia de lengua y también de paisaje, poco a poco, conforme se acumulan los últimos 400 kilómetros de su trazo, las nubes, los glaciares y los picos del techo del mundo dan paso al desiertos y a las estepas, salpicados de lagos color turquesa, yurtas de nómadas kirguisos, cementerios tayikos, grupos de camellos bactrianos y rebaños multitudinarios de yaks.
Al desembocar en la mítica Kashgar, con sus más de dos mil años de historia, las callejuelas intrincadas de su ciudad amurallada, sus puestos de kebab y el melódico canto de la lengua uigur de sus habitantes, la carretera Karakórum deja al aventurero encandilado, enganchado, con ganas de continuar en ese viaje entre montañas y a través del tiempo.
Diego Gómez Pickering es periodista, escritor y diplomático. Su libro más reciente es “África, radiografía de un continente” (Taurus, 2023). Puede encontrarlo en X como @gomezpickering.
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