Si eres un amante del vino, escápate a Maipú, en la provincia argentina de Mendoza, y pasa unos días dedicados a la degustación rodeado de un paisaje montañoso de ensueño.
La imponente Cordillera de los Andes aparece a la distancia. Sus picos nevados se recortan en un cielo azul intenso, limpio, un sol brillante acaricia con precisas pinceladas la imagen de postal que ofrece la ciudad de Mendoza, la provincia argentina conocida en el mundo por su cadena montañosa y la calidad de sus vinos.
Un paseo obligado por la región es el Puente del Inca y las altas cumbres, o Potrerillos, paisajes diferentes, inigualables, aptos para aquel viajero que pueda permanecer un fin de semana en la tierra del sol. Pero también, desde hace un tiempo, la llamada «Ruta del vino» cobra cada vez más adeptos. Se trata de visitas a las más importantes y prestigiosas bodegas cuya producción vitivinícola llega a los lugares más recónditos del planeta.
En esa travesía, en la localidad de Maipú, a 20 kilómetros de la capital mendocina, se puede visitar la bodega Trapiche, líder en exportación de vinos finos y de alta gama que llegan a la mesa de más de 70 países.
En el trayecto de Maipú hacia la bodega, los edificios comienzan a desdibujarse para darle paso a la inmensidad de la naturaleza. Cientos de miles de hectáreas desde donde, despojadas de cemento, en pleno invierno, surgen tímidas las plantaciones de vid. De la totalidad, 1255 hectáreas son patrimonio de Trapiche. Sorprenden los picos nevados que enmarcan la bodega, erigida en un área que parte de los 630 hasta los mil metros de altura sobre el nivel del mar.
Una bodega con historia
Construida en 1912, Trapiche está edificada en una construcción de estilo florentino, un icono de la arquitectura enológica mendocina, con destacables detalles arquitectónicos. «Después de haber estado cerrada cerca de 40 años, la empresa adquirió el edificio en el año 2006, iniciando el proceso de restauración y reciclado para conservar la estética y el espíritu fundacional de principios del siglo XX», explica Gastón Ré, responsable del área de turismo.
«El rescate arquitectónico sumó valor a un inmueble hoy reconocido como un modelo histórico de las bodegas de aquella época, incluso se mantuvo la vía del tren a través de la cual se conectaban los productores y las bodegas». La producción argentina comenzaba a brillar debido al auge vitivinícola que llegó de la mano del ferrocarril y de los inmigrantes europeos.
Los ladrillos a la vista de la construcción le imprimen una calidez al lugar, potenciada con el intenso aroma del vino. «En la bodega propiamente dicha, donde se ubican las barricas y las piletas, los adoquines de madera originarios de fin de siglo XIX, que permitían que los barriles rodaran para después ser transportados en camiones o en tren, fueron conservados en su estado original», argumenta Ré. En este sector se respira madera y taninos.
Al entrar a la cava todo es silencio, las voces retumban con un eco singular. Las dos plantas del edificio invitan a recorrer la sala de barricas, la más grande de Latinoamérica, con espacio para 13 mil litros; las vasijas contenedoras y las piletas de concreto. Cada una con su rótulo que indica cepaje, fecha y hora de inspección, a su vez están equidistantes y separadas por paredes inmaculadamente blancas, pintadas con materiales especiales.
El recorrido continúa por el museo que la empresa decidió fundar en honor a su pasado con mucha historia. Los elementos y las maquinarias originales de aquella época se mantienen inalterables a pesar del tiempo. La sensación es estar en una fábrica de otro siglo, donde los vinos eran artesanales y los hombres de campo sacaban fuerza sobrehumana para luchar con las poleas de esas pesadas máquinas. Abierto al público durante todo el año, los guías muestran los métodos con que se hacía el vino, sin la tecnología de última generación pero con una gran pasión.
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Una región que cuida el planeta
Rodeada de montes de olivares y viñedos, la bodega privilegió las prácticas de los procesos biodinámicos, donde se respeta la agricultura ecológica y biológica. Fuera del edificio, la naturaleza se impone con espectacularidad.
Es un frío día de invierno y la época propicia para la poda. Los expertos miran con sigilo cada vid, parecen estudiar los nudos donde la tijera hará su trabajo. Lo importante es no lastimar la planta y darle la energía suficiente para que crezca con fuerza. Todo está milimétricamente calculado. «Para decidir la época de la plantación, la poda y la cosecha se siguen las faces de la luna y los movimientos estelares», comenta Ré. Lo que se busca es el ciclo vital para que la planta sufra lo menos posible.
Al frente, a un costado de las plantaciones, aparecen mantos violetas que se levantan a 60 centímetros del suelo. Diseñada con un estricto sentido biológico, el aroma de las lavandas invade el sector, aunque también actúa como una barrera biológica natural que protege los viñedos alejando los insectos específicos que los dañan.
En otro sector se destacan los rosales, por su belleza, su perfume y porque intervienen ante la aparición de hongos que enferman las vides. «Cuando las rosas presentan manchas alertan a los productores para que tomen medidas antes que la plaga dañe las uvas», admite Tomás Hugues, enólogo de la bodega.
Un camino paralelo a las vías que otrora utilizaban los trenes para la carga y descarga, en los fondos del edificio, se corta abruptamente en la granja que la bodega organizó con fines ambientales. Se pueden ver siete vacas Jersey que pastorean a sus anchas; una docena de patos que van de un lado al otro mezclándose entre las gallinetas de Guinea y las dos llamas, ajenas a lo que ocurre a su alrededor.
El elíxir de los dioses
La exuberante naturaleza mendocina es, en gran parte, la responsable de los excelentes vinos que se producen. Un sol que abraza, una tierra fértil, las lluvias justas y necesarias, son la llave para que el producto llegue en óptimas condiciones.
Es posible que muchos de los que visitan las bodegas sean conocedores del buen vino; pero para aquellos que les gusta beber y desconocen el arte de catar, Trapiche invita con una degustación de vinos. El espacio para la degustación está en la planta alta, un lugar minimalista, con sillones cómodos en colores tierra y una mesa baja en el centro; pisos entarugados combinados con cemento alisado. A un costado, una barra doble con taburetes altos, iluminados por luces que se desprenden del techo y una lámpara de mesa despojada, crean el clima ideal para concentrarse en la calidad de los vinos que se van a degustar, servidos en cinco copas de diseño.
Con los sentidos a pleno
Una vez completados los asientos con los comensales, los mozos acercan tablas con diversas variedades de queso: de cabra, Camembert; Brie; Cheddar; Emmenthal; Gouda y gruyère, acompañados con almendras, pasas de uva y nueces, todas exquisiteces que se utilizan para neutralizar las papilas gustativas entre una variedad de vino y otra.
Llega el enólogo, comienza a descorchar las botellas y a explicar el cepaje. Con una música suave, que invita al placer, todo está listo para comenzar a catar el elíxir mendocino. El experto explica que lo primero a tener en cuenta es que tanto la vista, el olfato como el gusto deben estar abiertos para poder apreciar la calidad de la uva, y procede a servir el vino en cada copa.
Es una ceremonia digna de experimentar, no sólo por la excelencia de las bebidas, sino porque en la cata se despiertan todos los sentidos. Tras una hora y media de mezclar sabores y sensaciones, en otro salón, tan despojado y elegante como el resto, espera el almuerzo: ensalada de hojas verdes con queso parmesano y olivas verdes y negras; cordero patagónico relleno con hongos frescos con timbal de polenta y, de postre, helado con salsa de maracujá y zócalo de brownie de chocolate.
Mientras el almuerzo transcurre se pueden admirar las montañas nevadas que se cuelan por un gran ventanal que da a una terraza con deck, con lustrosas poltronas de madera oscura. Un mirador ideal para descansar y tomar un poco de todo el sol que inunda Mendoza, un paraíso enclavado en el noroeste argentino.
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