A los amantes de las artesanías les presentamos uno de los mercados más grandes de América: Chichicastenango.
Apenas un par de días en La Antigua habían bastado para que nos declaráramos devotos de la artesanía guatemalteca, así que cuando escuchamos que era día de mercado en Chichicastenango, no la pensamos dos veces. Teníamos ante nosotros la oportunidad de visitar «el mercado artesanal más grande del país y uno de los más grandes del continente».
La promesa de cuadras interminables tapizadas de huipiles de colores y máscaras de madera pudo más que la lógica y a horas en las que todavía es muy temprano para poder comprar un café en La Antigua, ya estábamos apretujados en una camioneta con capacidad para 15 pasajeros.
LA TIERRA PROMETIDA: Si los mercados de los que hablan los libros de historia en Latinoamérica existieron, esos días en que las plazas de armas se convertían en centros de congregación donde era tan importante el intercambio de granos como la novedad, se deben haber parecido a los jueves y domingos en Chichicastenango. El bullicio, la gente escabulléndose por los pasillos para hacerse paso, la mezcolanza de idiomas, el color, el calor, la compra-venta, el vaivén de miradas y la eterna negociación hacían parecer que el lugar tenía vida propia.
MÁS QUE ARTESANÍAS: Al poco tiempo de recorrer el laberinto que formaban los puestos estábamos necesitados de aire. Buscamos un espacio donde pudiéramos estirar los brazos sin matar a nadie y eso nos llevó a los confines del mercado, donde descubrimos una frontera entre dos mundos. Las lonas marcaban el fin de la actividad mercantil y el principio de un pueblo en cuyas escenas Comala y Macondo eran todo menos ficción. Donde terminaba la artesanía comenzaba un folclor casi imposible.
Dejamos la inmensidad del mercado atrás y seguimos por una bajada que nos llevó hasta topar con un barranco. Al final del camino se dejaban ver vacas, cabras y gallinas atadas a cualquier poste seguidas de la gasolinera del pueblo, un pequeño camión con un todavía más pequeño tanque capaz de alimentar simultáneamente a tres autos. Dos tendedores, inertes, veían pasar el tiempo debajo de un toldo como si por ahí no pasara ni un alma. Tiras de papel picado hacían diagonales de un lado al otro de la calle.
Las seguimos y terminamos en la parte alta del barranco, una extensión casi tan amplia como la del mercado y todavía más colorida. Se trataba del cementerio del pueblo. Miles de cruces y mausoleos pintados de todos los colores imaginables. Nos habría gustado recorrerlo todo pero no se veía el fin y antes de volver queríamos entrar a la iglesia de Santo Tomás, que desde las alturas se veía aún más imponente.
Si todo lo que habíamos visto bastaba para que el viaje valiera la pena, cuando entramos a la iglesia nos quedamos sin palabras. La enorme fachada blanca, con su arquitectura colonial tan divina como soberbia, era sólo una engañosa apariencia. Dentro, lo único que denotaba la presencia católica eran las imágenes y figuras de santos. Los ritos que ocurrían en el interior no los habíamos visto en ningún otro lado y, aunque sincréticos, eran la prueba de otra cosmovisión que sigue vigente.
Tuvimos que dejar la iglesia con muchas dudas y una razón más para regresar a Chichi.
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