Una ciudad que se mira en su comida y se come con los ojos.
Nací en Mérida y Mérida me vio crecer. Aunque llevo casi 15 años viviendo en otras ciudades, siempre regreso a ella, como las aves que migran a las tierras cálidas durante los meses fríos.
Hablar de Mérida es hablar de la luz del sol sobre las cosas, de uno de los cielos más luminosos y coloridos que he visto, y de las frondas de los árboles que, plantados a los lados de las calles, se unen a veces en arcos de sobra y flores rojas, violetas y amarillas para proteger a los transeúntes y automovilistas de la luz potentísima que caracteriza a la península de Yucatán.
Cuando el calor lo permite, caminar por el parque de Las Américas y sentarse en sus bancas a comer las tradicionales marquesitas o esquites (cuya variedad yucateca emplea crema ácida en lugar de mayonesa), es una de las maneras más agradables de pasar la tarde.
Caminar por el Paseo de Montejo no es sólo de turistas, también los lugareños disfrutamos ir por sus aceras amplias, tomar el fresco a la sombra y platicar, o pasear simplemente, con la vista de hermosas casonas y deleites arquitectónicos como el Palacio de Cantón, ahora Museo de Antropología, o la quinta Montes Molina, cosntruida por los mismos arquitectos y artesanos que diseñaron el Teatro Peón Contreras. (Lee: Los grafitis del Palacio de Cantón)
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