“En Arequipa, eterna primavera”, escribió Miguel de Cervantes. Y es que, antes del descubrimiento de América, la belleza del paisaje y el clima templado del valle del río Chili –al sur del árido desierto costero de Perú– fueron claves para convencer a los primeros exploradores incas de solicitar a su entonces monarca Mayta Cápac el establecimiento de un poblado en este oasis custodiado por los volcanes Misti, Chachani y Pichu Pichu. Según las crónicas, el soberano respondió a sus súbditos en lengua quechua: “Are quepay” (“Sí, quedaos”).
Desde entonces, Arequipa comenzó a convertirse en un crisol étnico donde los pueblos collaguas –descendientes de aimaras– y cabanas –herederos huari (quechuas)– convivían con los incas expansionistas de Cuzco. Luego, tras la colonización española, la zona no solo se hizo parte fundamental del desarrollo de la identidad peruana sino que también se convirtió en un punto neurálgico en el devenir de la nación. Por ello, vine a conocer las convulsas historias natural y social de un sitio dominado por la actividad volcánica y los movimientos telúricos que, además, han creado una de las maravillas geológicas más espléndidas del orbe: el Cañón del Colca.
El sitio perfecto para conocer la ciudad es el Hotel Boutique Villa Elisa, a solo 10 minutos del centro. Sus dueños Rosa Fernández y Jean-Louis Gelot lo fundaron en una casona colonial de 20 habitaciones con obras de arte que han coleccionado con el paso de los años. Al llegar, lo primero que hago es pedir una sopa de quinua y un lomo de alpaca a las hierbas en el restaurante del inmueble para cargar energía y explorar el Casco Viejo.
En 1883, durante la Guerra del Pacífico contra Chile, Arequipa fue la capital oficial del país por seis meses. Hoy día aún se presume como la segunda capital de Perú. Desde su fundación por los españoles, el 15 de agosto de 1540, su rivalidad histórica frente al centralismo de Lima le ha valido más de un seudónimo: “Fidelísima” en el Virreinato, cuando mantuvo su lealtad a la Corona durante los conflictos independentistas; “El León del Sur”, ya que ha sido cuna de hasta 19 revoluciones desde 1834, y la “Capital Jurídica del Perú”, por albergar el Tribunal Constitucional a partir de 1979.
Sin embargo, tal vez su sobrenombre más distintivo sea la “Ciudad Blanca”. Con poco más de un millón de habitantes que en su mayoría se dedica a la minería y a la producción de textiles de camélidos andinos (guanaco, vicuña, llama y alpaca), Arequipa también es la tercera urbe más visitada después de Cuzco y Lima debido en parte a su icónico Casco Histórico, un hito arquitectónico erigido a partir de una roca volcánica de color blanco llamada sillar.
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Gracias a este material poroso y fácil de tallar, las canteras de la zona han proporcionado la materia prima para crear un escenario de una blancura sin igual que resplandece bajo el sol en el pálido corazón de la metrópoli, Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco desde 2000.
Flanqueada por arcos y fachadas monumentales, la Plaza de Armas se vanagloria de su arquitectura denominada Escuela Arequipeña, un movimiento basado en el barroco andino que une motivos europeos e indígenas en una ornamentación excesiva plagada de relieves.
Ubicada junto a la biblioteca nombrada en honor a quien tal vez sea el más célebre arequipeño en el ámbito de las artes –el Premio Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa–, es posible que la Iglesia de la Compañía de Jesús, de finales del siglo XVII y erigida en la esquina sur de la plaza central, sea el máximo monumento de aquella corriente arquitectónica. Sin embargo, es la Basílica Catedral, el edificio neoclásico más importante de Perú, la que corona la cabecera de la explanada con su fachada de 70 columnas y capiteles corintios.
Como la mayor parte de los edificios coloniales del Centro Histórico, esta catedral fue reconstruida en el siglo XIX sobre las ruinas de la primera iglesia barroca luego de que un terremoto afectara su estructura. Por eso, debido a su ligereza y resistencia, el sillar también se convirtió en una solución antisísmica en una zona propensa a los temblores.
Pero no todo ocurre en el Casco Viejo. A un par de kilómetros, entre casas y callejones estilo andaluz, los arcos del mirador de Yanahuara ofrecen una vista del patrono de la ciudad: el volcán Misti, uno de los mayores símbolos de la región con 5820 metros y un cono casi perfecto. “No se nace en vano al pie de un volcán”, dice una frase del lugareño Jorge Polar grabada en uno de los arcos. Tiene razón, el Misti ha tenido cinco erupciones en el último siglo y es considerado de peligro.
Pero aquí hay más de un gigante. Y para despedirme de la ciudad, me dirijo a la Terminal Terrestre de Arequipa, donde el ruido ensordecedor e incesante de los conductores que gritan destinos desde sus megáfonos es la guía para internarme en las profundidades geográficas y culturales de la zona. Cuando identifico el nombre de entre el griterío, al fin hallo mi transporte hacia Chivay, la puerta de entrada al Valle del Colca.
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