Hoy, más que nunca, los viajes a la Antártida tienen que dejarnos con más preguntas e inquietudes que postales.
El Polo Sur se transforma de cara a la crisis climática. Más visitada que nunca, la Antártida revela sus tesoros mientras ruega por atención. No solo la atención pasajera de quienes la visitamos para saciar voyerismos gélidos, sino la de todos los que, a sabiendas o no, desempeñamos un papel en la conservación del continente blanco.
“Ahora hay más turistas que científicos en la Antártida, hace ya tiempo que los números se invirtieron”, dice John Frick, líder de expediciones del crucero que promete llevarnos desde Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, hasta el Polo Sur. Esas no fueron las primeras palabras que escuché a bordo de Le Lyrial, un barco colmado de vinos franceses y esperanza de ver focas leopardo y pingüinos emperador. No fueron las primeras palabras que escuché, pero sí las primeras que se me quedaron grabadas.
Viajar a la Antártida
En la Antártida, esa tierra que se presenta como inalcanzable y remota, que vive en el imaginario colectivo como el lugar al que solo biólogos, ornitólogos y oceanógrafos tienen acceso, hay más visitas recreativas que científicos trabajando. Justamente ahora, cuando los termómetros en positivo ponen en jaque al continente, somos más los que venimos a presenciar la debacle que quienes intentan evitarla.
Los siguientes 17 días a bordo de Le Lyrial son una montaña rusa de emociones y contrastes. De paisajes sublimes y rorcuales desinhibidos. De planes frustrados y sorpresas gratas. De días y días en altamar que dan lugar a aprendizajes teóricos y conversaciones incómodamente necesarias. De panadería exquisita, del arpa de Rodrigo acompañada de las castañuelas de Lourdes y de pingüinos barbijo que tratan empecinadamente de saltar desde el mar hasta un iceberg que les queda grande. Pero, sobre todo, de preguntas.
El tiempo es relativo
Dejamos Ushuaia y con ella se quedan los alfajores, las cenas cercanas a medianoche y la cotidianidad en español. Pese a que la mayoría de los cruceros que visitan la Antártida zarpan desde Argentina, ninguna compañía es de la región ni presta especial atención al mercado hispanoparlante. Se acerca el final de febrero y nos embarcamos en el último viaje de la temporada antártica de Le Lyrial, un crucero con capacidad para 244 pasajeros y acceso a internet donde se antoja imposible.
Orgullosísimo de pertenecer a la flota Ponant, la única naviera con bandera francesa, el barco nos recibe con champaña y saludos bilingües. Es un ir y venir entre francés e inglés al que solo los canadienses están acostumbrados. El crucero es pequeño y la vida a bordo apuesta por la calma antes que el frenesí. Ventanales, vino y música en vivo hay de sobra. Niños, actividades recreativas para matar el rato y fiesta, si acaso lo justo. Este no es un viaje de entretenimiento, sino de contemplación.
Los días en el helado mar
Llegar a la Antártida toma entre dos y tres días. Incluso más, si hay mal tiempo. Cruzar el pasaje de Drake, en español llamado mar de Hoces, no es cualquier cosa: su fama de mareas intimidantes y aguas turbulentas no es en vano. Esos días en altamar, los mismos que se recomienda pasar con dimenhidrinato a la mano, son los que aprovechamos para equiparnos con botas de hule y escuchar presentaciones de los naturalistas a cargo de guiar las expediciones.
La navegación transcurre entre horizontes interminables y ponencias que hablan lo mismo del sueño de los pingüinos que de la dieta de las ballenas. El mar de Hoces se muestra excepcionalmente tranquilo y llegamos a la península Antártica antes de lo previsto. Varios miembros de la tripulación aseguran que tenemos suerte. Excepcionales, también, son los siguientes días cálidos, prácticamente sin lluvias ni vientos fuertes. El clima, que no podría ser mejor para salir de excursión y tomar fotos, nos toma por sorpresa.
Si bien unos días aislados no valen como muestra representativa de nada, no dejo de pensar que también el buen tiempo es relativo. Quizá tenemos suerte, quizá estamos celebrando los efectos superficiales del cambio climático. No lo sé, genuinamente me lo pregunto. Lo que sí sabemos es que, en los últimos 50 años, la península Antártica se ha calentado casi 3 °C, cinco veces más rápido que el promedio de la Tierra.
Son de paz
A quién le pertenece la Antártida depende de a quién se le pregunte. Los reclamos territoriales están llenos de solapamientos. En aras de mantener el Polo Sur libre de conflictos bélicos, 12 países con actividad en el continente firmaron un acuerdo en 1959. Desde su entrada en vigor, año y medio después, el Tratado de la Antártida mantiene un status quo que vela por la paz y la libre investigación científica. Más tarde se agregó como pilar la conservación.
En la década de 1960 era inconcebible pensar en 100,000 turistas que visitaran el Polo Sur por capricho. Ese número se superó por primera vez en la temporada 2022-2023, cuando más de 104,000 pasajeros visitaron la Antártida. El turismo, otrora insignificante, es hoy la mayor actividad económica y la de mayor crecimiento en el continente. En 1991, con estos números y proyecciones en mente, nació la Asociación Internacional de Operadores Turísticos en la Antártida, también conocida como IAATO, por sus siglas en inglés.
Como integrante de la asociación, Ponant está obligada a acatar reglas que incluyen restringir las expediciones en tierra firme a un máximo de 100 pasajeros y pasar las botas por desinfectante antes y después de cada desembarco. Mientras que las charlas sobre la envergadura del albatros y la expedición de Shackleton son opcionales, las que abordan normas de bioseguridad y observación responsable de vida silvestre son obligatorias. Una presentación más, también de carácter imperativo, se suma para los que optamos por hacer kayak. Si bien el riesgo es mínimo, cuando el mar registra menos de 10 °C conviene saber cómo vestir un traje seco y qué hacer en caso de volcadura.
Entrar al Océano Antártico
Se avecina el paralelo 60 sur, la frontera imaginaria que marca el límite norte del océano Antártico. Unos lo esperan en el bar, con un éclair recién hecho, y otros en cubierta, buscando petreles y cormoranes. Los icebergs anuncian la llegada al Polo Sur. Más tarde, los picos nevados, las estaciones científicas y la fauna no del todo marina, confirman que hay tierra a la vista. El arribo prematuro se presenta con la oportunidad de una expedición alrededor de la estación argentina Melchior. Equipados con ropa impermeable y divididos por colores, cambiamos la comodidad de Le Lyrial por la destreza de un zódiac. Capaces de navegar por aguas poco profundas y llegar hasta la orilla misma, estas embarcaciones de caucho y base rígida son esenciales para explorar el continente.
Así como los días en altamar se hacen largos, los que pasamos en la Antártida se van volando. Vemos desprendimientos de glaciares y pingüinos juanito nadando cual torpedos. También hay una base ucraniana, de nombre Vernadsky, que cobija un pub heredado de los británicos. Antes del Covid, los turistas podían visitar algunas estaciones. Hoy, apenas podemos dejar vino y pan a nuestro paso. En ausencia de contacto directo, el gesto es una muestra de camaradería. Una tradición marinera que perdura en los polos y que me deja pensando, ¿qué hace posible la continuidad de la tregua antártica que no vemos en el resto de los continentes?
¿Hablamos de certeza?
La Antártida se revela mítica. Hace justicia a su fama y comparte escenas de campos de hielo custodiados por elefantes marinos y focas de Weddell. También hace lo contrario. Muestra parajes desprovistos de blancor y deja a más de un compañero de viaje con quejas que tienen que ver con llevar ropa de más y no de menos. Sentimos calor cuando auguramos frío, vemos pastos donde esperamos nieve y estamos acompañados pese a jurarnos solos. En el continente blanco, tan remoto como visitado, la pretensión de certeza es aún más frágil.
Sin saber cuál es el plan, nos dejamos sorprender por encuentros íntimos con ballenas jorobadas y atardeceres dignos de Caravaggio. Los viajes a la Antártida son extrañamente vagos. Pocos productos turísticos, en especial cuando cobran más de 15,000 dólares por persona, se valen de itinerarios tan imprecisos. Por lo general, los cruceros que ofrecen visitas a Mallorca y Montego Bay no las cambian repentinamente por Santorini ni San Juan. Nadie quiere que le den gato por liebre, pero, como este mar no es el Caribe ni el Mediterráneo, los planes se trazan sobre la marcha para evitar decepciones.
John puede estar deseoso de mostrar cascadas de color rojo, pero si el capitán del barco dice que no es posible, nos quedamos con las ganas. Julien Duroussy es de lo más accesible y no desaprovecha la oportunidad para conversar de su experiencia al mando de navíos y de su devoción por el surf. En momentos de tranquilidad, incluso lleva la plática al puente de mando, pero tiene claro que su trabajo es mantenernos a salvo. La hoja de ruta no depende de decisiones arbitrarias, sino de pronósticos climáticos que monitorean vientos, oleajes, hielos y tormentas. Cada tanto, los planes cambian por otras razones.
A merced de la naturaleza
Nuestra reserva original supone cuatro días en la Antártida y tres en las islas Georgias del Sur, pero la llegada de la fiebre aviar azota el Polo Sur con efectos desastrosos. Para prevenir la diseminación del virus H5N1, las Georgias del Sur restringen las expediciones en tierra firme. Pocos días antes de zarpar, Ponant modifica el itinerario. Pasamos más tiempo en la Antártida y los tres días en las Georgias del Sur se convierten en un día agridulce en las Malvinas. Agridulce porque los encuentros afortunados con pingüinos rey y saltarrocas son también un recordatorio de las miles de aves y mamíferos que han muerto a causa del virus.
Para llegar a Buenos Aires, donde termina el viaje, hacen falta tres días de navegación. El barco, con horarios definidos, ofrece festines, tratamientos de spa y rebajas en la tienda de recuerdos. La espontaneidad, en cambio, ofrece charlas que no parten de un guion y espectáculos naturales de delfines que no se cansan de saltar. Me prometo chapuzones en la alberca que nunca llegan, corro a la cubierta cada vez que vislumbro el soplo de un cetáceo y aprovecho el privilegio de compartir tiempo con mi papá, que vive a miles de kilómetros de mí.
En medio de la encrucijada
La última tarde en altamar almuerzo en plan informal con André y Toby, dos naturalistas a bordo. Hablamos sobre las paradojas del turismo sostenible, la importancia de modificar hábitos de consumo y la necesidad de ejercer presión social para impulsar la política pública. Me pregunto si tiene caso, en nombre de la divulgación, montarme en media docena de vuelos para ver de cerca el llamado último bastión de naturaleza prístina del planeta.
Como quien suplica ayuda, comparto un cuestionamiento que me persigue desde hace tiempo: ¿qué hace uno como individuo para evitar la hecatombe? André, apasionado oceanógrafo y climatólogo con estudios de doctorado, no tiene una respuesta concreta, pero se niega a renunciar a la pregunta. Hacerlo nos deja sin esperanza ni posibilidad de acción. Sin ello, ¿qué le depara a Antártida?
Este texto fue escrito por Marck Guttman, fotógrafo, escritor y partidario devoto del turismo sostenible. Dirige el blog Don Viajes y ha publicado más 800 historias en medios como Esquire y National Geographic Traveler. Las montañas son su lugar feliz y el pan dulce su primer amor.
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